En noviembre de 1948 fue concedido el Premio Nobel de literatura a T. S. Eliot. Ése fue para él un año de galardones, pues en enero el rey Jorge VI le había otorgado la Orden del Mérito. Tras recibir la noticia de Estocolmo, un periodista lo entrevistó en Princeton y le preguntó qué obra lo había hecho merecedor de tal distinción. El escritor le dijo que daba por sentado que le habían concedido el premio «por todo el corpus». «¿Cuándo publicó ese libro?», fue la respuesta del periodista. [2056] Entre Tierra baldía y el Nobel, Eliot había adquirido una reputación sin par gracias a su voz poética fuerte y clara, transmisora de una desapacible visión del vacío y la trivialidad que recorren la vida moderna. También era autor de una serie de obras teatrales de factura esmerada que habían sido merecedoras de una buena acogida por parte del público. Éstas estaban plagadas de personajes pesimistas, que habían perdido su camino en un mundo agotado. En 1948 Eliot era muy consciente del hecho de que su propia obra era, como expresa su biógrafo Peter Ackroyd, «una de las realizaciones mejor cinceladas y más brillantes de una cultura agonizante», lo que explica en parte por qué, el mismo mes en que viajó a Estocolmo para encontrarse con el rey de Suecia y recibir el premio, publicó su último libro sólido en prosa. [2057] Notas para la definición de la cultura no es su mejor libro, pero aquí nos interesa debido no sólo a su carácter oportuno, sino también al de ser el primero de un reducido número de libros que, desde ambas costas del Atlántico y tras la guerra, hicieron un último intento por definir y conservar la «alta» cultura tradicional, que estaba, en opinión de Eliot y de otros, amenazada de muerte. [2058] Tal como vimos en el capítulo 11, Tierra baldía, además de presentar una visión sombría del mundo surgido de la primera guerra mundial, estaba elaborado en una forma propia de la cultura elevada: ferozmente elitista y deliberadamente difícil, llena de elaboradas referencias a los clásicos del pasado. En el contexto posbélico de la segunda guerra mundial, Eliot se dio cuenta de que era necesaria una forma diferente de ataque —o tal vez de defensa—. De hecho, lo que pretendía era exponer sus opiniones de forma más escueta, en un estilo llano que no corriese el riesgo de ser mal interpretado ni ignorado.
Las Notas comienzan esbozando los diversos significados del término cultura: el sentido que se le daba en antropología (‘cultura primitiva’), el sentido biológico de la palabra (‘agricultura’, ‘cultivo bacteriano’…) y su sentido más frecuente, relacionado con una personalidad erudita, correcta, familiarizada con las artes y poseedora de una cierta capacidad para manejar ideas abstractas. [2059] Expone los puntos comunes de dichas ideas antes de concentrarse en su tema preferido, es decir, que, para él, la cultura es una forma de vida. Aquí ofrece un párrafo que iba a hacerse célebre:
El término cultura incluye todas las actividades e intereses de un pueblo: el Derby, la real regata de Henley, la de Cowes, el doce de agosto, una final de copa, las carreras de galgos, la máquina del millón, los dardos, el queso de Wensleydale, la col hervida y cortada, la remolacha en vinagre, las viejas iglesias decimonónicas y la música de Elgar. El lector puede confeccionar su propia lista. [2060]
Pero, por universal que pueda parecer esta relación, Eliot no tarda en revelar que distingue muchos niveles en dicha cultura. En ningún momento se muestra ajeno al hecho de que los creadores de cultura —como, por ejemplo, los artistas — no tienen por qué poseer grandes dotes intelectuales. [2061] Sin embargo, para él, la cultura sólo puede prosperar gracias a una élite cultural y no puede existir sin religión, pues ésta trae consigo una serie de creencias compartidas que constituyen una forma de convivir: Eliot, por lo tanto, está convencido de que la democracia y el igualitarismo suponen una amenaza para la cultura. Aunque se refiere con frecuencia a la «sociedad de masas», se centra sobre todo en la ruptura de la familia y de la vida familiar, ya que es precisamente esta entidad la que actúa como transmisora de cultura. [2062] El libro termina discutiendo la unidad de la cultura europea y la relación entre la cultura y la política. [2063] La unidad global de la cultura europea, en su opinión, es importante porque, al igual que la religión, ofrece un contexto compartido, una manera de mantener vivas las culturas individuales del continente, de asimilar lo novedoso y reconocer lo tradicional. Recoge la siguiente cita de La ciencia y el mundo moderno (1925), de Alfred North Whitehead: «Los hombres necesitan de sus vecinos algo lo bastante común para entenderlo, algo lo bastante diferente para llamar su atención y algo lo bastante grande para merecer su admiración». [2064] De cualquier manera, en opinión de Eliot, el aspecto más importante de la cultura es quizá su impacto sobre la política. La élite del poder, en su opinión, necesita de una élite cultural, porque ésta constituye el mejor antídoto y proporciona los mejores críticos ante los que comercian con el poder en cualquier sociedad, y su carácter crítico supone un impulso para la cultura, que impide que se estanque y decaiga. [2065] En consecuencia, está convencido de que las clases están destinadas a no desaparecer nunca y de que la estratificación de la sociedad es algo positivo (si bien considera que debe haber mucho movimiento entre las clases), y reconoce que la principal barrera para alcanzar una situación ideal es la familia, que intenta —de manera natural— comprar privilegios para su prole. Para él, es obvio que las culturas han evolucionado y que algunas son más elevadas que otras; sin embargo, no cree que esto sea motivo de preocupación ni una excusa para el racismo (si bien él mismo sería acusado más tarde de ideas antisemitas). [2066] Para Eliot, en cualquier cultura, los estratos más elevados y evolucionados influyen de manera positiva sobre los menos elevados en virtud de su mayor conocimiento —y práctica— del escepticismo. A su parecer, es éste el objetivo del conocimiento, así como su principal contribución a la felicidad y al bien común. En Gran Bretaña se unió a Eliot F. R. Leavis. Éste recibió una gran influencia de aquél y, como se recordará del capítulo 18, nació y se formó en Cambridge. Debido a su condición de objetor de conciencia, pasó la segunda guerra mundial de camillero. Más tarde regresó a Cambridge en calidad de profesor. A su llegada no existía un departamento de lengua inglesa, pero entre él, su esposa Queenie y un reducido número de críticos (más que novelistas, poetas o dramaturgos) se dispusieron a transformar los estudios de lengua inglesa en lo que Leavis llamaría más tarde «el centro de la conciencia humana». Leavis dio muestras durante toda su vida de una gran seriedad moral que surgía del simple convencimiento de que ésta era la mejor manera de darse cuenta de «las posibilidades de la vida». Pensaba que los escritores (ante todo los poetas, aunque también los novelistas) estaban «más vivos» que cualquier otra persona, y que era responsabilidad del profesor universitario y el crítico mostrar en qué aspectos eran algunos escritores más grandes que otros. «La lengua inglesa constituía el camino hacia otras disciplinas». [2067] A principios de su carrera, en los años treinta, Leavis extendió el programa de inglés para dar cabida al análisis de anuncios publicitarios, periodismo y ficción comercial «con la intención de ayudar a los alumnos a resistir ante el condicionamiento de lo que hoy llamamos los “medios de comunicación”». En 1948 publicó La gran tradición y en 1952, The Common Pursuit (El trabajo habitual). [2068] Cabe destacar el empleo de los términos «tradición» y «común» (common), este último con el significado de ‘compartido’. Leavis tenía el firme convencimiento de que existe una naturaleza humana común, aunque es obligación de cada uno el descubrirla por sí mismo, como habían hecho los autores que estudiaba en estos dos libros: Henry James, D. H. Lawrence, George Eliot, Joseph Conrad, Jane Austen, Charles Dickens, etc. También consideraba —y esto no es menos importante— que en el análisis de la literatura seria se hallaba la oportunidad dorada —la más trascendente— de juzgar «tanto lo que es “personal” como lo que resulta más que personal». [2069] Esta experiencia trascendente constituía la razón de ser de la literatura y la crítica. Por eso era la literatura el centro de la conciencia humana, y el poeta, «el punto en el que se muestra el crecimiento de la mente». La crítica literaria de Leavis constituía el ejemplo más visible del escepticismo de las clases altas intelectuales del que hablaba Eliot. [2070] En Nueva York se hallaban quienes pueden considerarse las almas gemelas de Eliot y Leavis: Lionel Trilling y Henry Commager. En La imaginación liberal, Trilling, profesor judío de la Universidad de Columbia, se preocupaba, al igual que Eliot, de los efectos «atomizadores» de la sociedad de masas, o la que David Riesman llamaba «muchedumbre solitaria». [2071] Sin embargo, la intención central del libro era prevenir al lector de un nuevo peligro que había percibido y que amenazaba a la vida intelectual. En el prefacio de su libro se centraba en el «liberalismo», que, según él, no constituía la tradición intelectual dominante en el mundo de posguerra, sino, de hecho, la única existente en dicho contexto: «Porque cualquiera puede constatar que hoy no circulan de manera generalizada ideas conservadoras o reaccionarias». Al margen de si esta afirmación era o no cierta (es evidente que Eliot se habría mostrado en desacuerdo), el principal interés de Trilling era el efecto que esta nueva situación podía tener sobre la literatura. En particular, previo un embrutecimiento de la experiencia. Esto se debía, en su opinión, a que en las democracias liberales surgen de improviso ciertas ideas dominantes, que no tardan en lograr una aprobación popular, por lo que aprisionan las ideas relativas a la naturaleza humana en un conjunto de camisas de fuerza. Llamaba la atención del lector hacia algunas de estas camisas: el psicoanálisis freudiano era una de ellas, la sociología, otra, y la filosofía sartreana, también. [2072] El autor no se declaraba contrario a estas ideas (de hecho, se sentía atraído por Freud y el psicoanálisis en general), pero insistía en que la labor de la gran literatura era —y es— ir más allá de cualquier visión única, con el objeto de poner de relieve los errores de cada empeño por presentar una explicación total de la experiencia humana. Asimismo, estaba persuadido de que en una sociedad de masas atomizada y democratizada cabe el riesgo de que se pierda esta visión de la literatura. A medida que la sociedad de masas avanza hacia el consenso y la conformidad (como sucedía en la época, sobre todo en los Estados Unidos, gracias a los juicios de McCarthy), la literatura tiene la labor, a su entender, de ser algo por completo diferente. En particular, se extendía sobre el hecho de que algunos de los más grandes escritores del siglo XX (recoge citas de Pound, Yeats, Proust, Joyce, Lawrence y Gide) distaban mucho de ser demócratas liberales, y que su fuerza surgía precisamente del hecho de hallarse en el campo opuesto. Esto era algo que, según él, constituía la raíz del asunto. A su entender, la labor del crítico consistía en identificar el consenso para que los artistas pudiesen saber contra qué debían alzarse. [2073] American Mind: An Interpretation of American Thought, de Henry Steele Commager, también se publicó en 1950. [2074] Al parecer, este último siguió una línea diferente, en la que trataba de determinar qué era lo que diferenciaba el pensamiento estadounidense del europeo. La propia organización del libro de Commager puede dar una idea de su forma de pensar. No se centraba en los «grandes hombres» del período, es decir, los monarcas (que, claro está, los Estados Unidos no tenían) ni en los políticos (la política ocupa dos capítulos, el 15 y el 16, de veinte), ni tampoco en la extensa masa de la gente y sus vidas (se hace mención de la Middletown del matrimonio Lynds, pero se evita por completo su enfoque estadístico). Por el contrario, centra su atención en los grandes individuos que han sobresalido en la época, en filosofía, religión, literatura, historia, derecho y lo que él consideraba como las nuevas ciencias de la economía y la sociología. [2075] A lo largo de todo el libro, y con la intención de hacer más claro su enfoque, el autor expone en qué medida han afectado Darwin y la teoría de la evolución a la vida intelectual estadounidense. Tras las aplicaciones más literales de finales del siglo XIX, como las que surgieron a consecuencia de la obra de Spencer (que ya vimos en el capítulo 3 del presente libro), Commager pensaba que la mente de los Estados Unidos había entendido el darvinismo como un individualismo pragmático. Los estadounidenses dieron por sentado que la sociedad avanzaba gracias a los logros de individuos sobresalientes; por lo tanto, el autor llegaba a la conclusión de que el reconocimiento de dichos individuos y sus realizaciones era también responsabilidad de los historiadores, que el deber de la literatura era presentar argumentos en favor tanto de la tradición como del cambio, para hacer que el debate continúe, y que era también obligación del escritor —o el estudioso— reconocer que el individualismo tenía un lado patológico, que debía vigilarse y reconocerse como lo que era. [2076] Así, por ejemplo, pensaba que había escritores (como Jack London o Theodore Dreiser) que llevaban demasiado lejos el determinismo darvinista y que la proliferación de sectas religiosas en los Estados Unidos se debía a un rechazo del individualismo (una opinión muy parecida a la de Reinhold Niebuhr), al igual que sucedía con el más generalizado «culto a lo irracional», que consideraba el resultado de una sublevación contra el determinismo científico. Para él, el mayor logro de los Estados Unidos fue la evolución pragmática de la ley, que reconocía que la sociedad no era, ni podía ser, un sistema estático, sino que debía cambiar y estar hecha para cambiar. [2077] En otras palabras, mientras que Eliot concebía el escepticismo de la élite cultural como el principal antídoto de los posibles excesos de los políticos, Commager pensaba que el sistema legal estadounidense constituía la consecución más relevante de la sociedad pragmática posdarvinista. Estas cuatro visiones compartían su creencia en la razón, en la idea de progreso y en la obligación que tenía la literatura seria de ayudar a que las culturas se explicasen a sí mismas. Incluso coincidían —en líneas generales— en lo que era la literatura seria, la cultura elevada. Con todo, aún no se había secado la tinta de estos libros cuando surgieron voces que los ponían en tela de juicio. Tal vez ésta sea una expresión demasiado suave, pues las ideas que recogían fueron, en realidad, asaltadas, criticadas y bombardeadas al mismo tiempo desde todas direcciones. El ataque vino de la antropología, la historia y otras literaturas; el bombardeo, de la sociología, la ciencia, la música y la televisión; el asalto procedía incluso del propio Departamento de Lengua Inglesa de Leavis, en Cambridge. La campaña aún no ha terminado y constituye una de las principales arterias intelectuales de la última mitad del siglo XX. Se trata de uno de los principales factores de fondo que ayuda a explicar el ascenso del individuo. El motor inicial y subyacente de este cambio fue encendido por el advenimiento de la sociedad de masas, en particular por los cambios psicológicos y sociológicos previstos por David Riesman, C. Wright Mills, John Kenneth Galbraith y Daniel Bell. Sea como fuere, un motor proporciona energía, pero no determina una dirección. Aunque Riesman y los otros ayudaron a explicar cómo estaba cambiando el pueblo en general a consecuencia de la sociedad de masas, aún debía establecerse cuál era la dirección específica de dicho cambio. El resto del presente capítulo está dedicado a los principales responsables de éste, empezando por el ejemplo más puro. Nadie podía haber predicho, cuando se levantó a recitar su poema Aullido en San Francisco en octubre de 1955, que Alien Ginsberg provocaría toda una cultura beat por completo alternativa; sin embargo, basta un estudio más detallado de su persona para darse cuenta de que ya había signos de lo que sería. Ginsberg había estudiado literatura inglesa en la Universidad de Columbia con Lionel Trilling, cuya defensa del liberalismo estadounidense consideraba a un tiempo «inspiradora y repulsiva». Mientras se hallaba componiendo Aullido, trabajaba como autónomo en estudios de mercado, por lo que conocía mejor que muchos las actitudes convencionales y los patrones de comportamiento. Y si sabía cuál era la norma, no ignoraba precisamente la manera de ser diferente. [2078] Durante un tiempo, Ginsberg se había movido en un mundo bien distinto del de Trilling. Había nacido en Paterson, Nueva Jersey, y era hijo de un poeta y profesor. En los años cuarenta conoció a William Burroughs junior y a Jack Kerouac en un apartamento de Nueva York mientras se dedicaban a «esperar que terminase» la segunda guerra mundial. [2079] Burroughs, el mayor con diferencia, procedía de una familia protestante y acomodada de Saint Louis. Estudió literatura en Harvard y medicina en Viena antes de caer entre ladrones —en un sentido literal— en la Times Square de Manhattan y la comunidad bohemia de Greenwich Village. Estas dos caras de Burroughs, la de esnob culto y la de descarriado de mala vida, fascinaron a Ginsberg. Éste también se sentía al margen de la tendencia general de la sociedad estadounidense, convicción que se acentuó en su época de alumno de Trilling. [2080] Estaba en desacuerdo con el formalismo de su profesor, por lo que desarrolló una forma alternativa de escritura, que se caracterizaba por su espontaneidad y la expresión del carácter propio. [2081] El estilo de Ginsberg rayaba en lo primitivo y estaba destinado a subvertir lo que él consideraba una cultura casi oficial basada en las ideas de propiedad y éxito de la clase media, una aspecto de la sociedad que era a la sazón más visible que nunca gracias a los anuncios de la nueva televisión. De cualquier manera, la noche en que presentó Aullido no puede calificarse de propicia. Cuando el poeta se puso en pie en aquella habitación de San Francisco, el centenar de personas que lo observaba pudo ver que estaba nervioso y que había bebido más de la cuenta. [2082] Según uno de los presentes, tenía una «voz suave e intensa, pero el alcohol y la tensión emocional del poema no tardaron en hacerse con el lugar, y él se encontró balanceándose a su poderoso ritmo, cantando como el solista de una sinagoga, sosteniendo su larga respiración y saboreando el escandaloso lenguaje». [2083] Entre otros, asistió al recital su viejo compañero de Nueva York, Jean-Louis (Jack) Kerouac, que gritaba con entusiasmo al final de cada verso: «¡Vamos! ¡Vamos!». Pronto se le fueron uniendo más voces en un coro que aumentaba a medida que Ginsberg se agitaba hasta alcanzar un estado casi extático. Las palabras con las que abrió la noche estaban destinadas a hacerse célebres, al igual que la propia ocasión:
He visto las mentes más brillantes de mi generación destrozadas por la locura, muertas de hambre, histéricas, desnudas, arrastrándose por calles de negros al amanecer, en busca de una dosis furiosa, jazzeros de rostro querúbico que ardían por la antigua conexión divina con la estelar dinamo de la maquinaria nocturna
Kenneth Rexroth, crítico y figura clave de lo que acabaría por conocerse como el renacimiento poético de San Francisco, dijo más tarde que Aullido extendió la fama de Ginsberg «de puente a puente», es decir, desde el Triboro neoyorquino hasta el Golden Gate. [2084] Con todo, esto es pasar por alto la significación real del poema de Ginsberg. Lo más importante en este sentido fue la forma de la composición y el modo de darla a conocer. Aullido era primitivo no sólo en el título y las metáforas de que hacía uso, sino también en el hecho de que se retrotraía a la «tradición oral premoderna», en la que la recitación contaba tanto como cualquier significado específico de las palabras. Al hacerlo, Ginsberg estaba ayudando a «cambiar el significado de la cultura, de sus connotaciones civilizadoras y racionales al concepto más común de la experiencia colectiva». [2085] Se trataba de un paso deliberado por parte de Ginsberg. Desde un principio buscó de forma activa la atención de los medios de comunicación de masas —Time, Life y otras revistas— para promocionar sus ideas, más que la de las reseñas intelectuales; al fin y al cabo, era especialista en estudios de mercado. También hizo popular su trabajo gracias a las ediciones rústicas, cuyo comercio se hallaba ya expandido (el editor del poemario fue Lawrence Ferlinghetti, propietario de City Lights, la primera librería estadounidense de ediciones en rústica. [2086] (En aquel tiempo, dichas ediciones se consideraban aún como una forma alternativa y radical en potencia de distribuir la información). Fue precisamente el momento en que los medios de comunicación comenzaron a hacerse eco de Aullido cuando se transformó la cultura beat en una forma de vida alternativa. Los ingredientes primordiales de este movimiento eran tres: una visión alternativa del carácter de la cultura, una concepción igualmente alternativa de la experiencia (mediante el consumo de drogas) y una mentalidad de frontera propia, como pondría de manifiesto la cultura de carretera. Aunque pueda parecer irónico, todo esto pretendía transmitir un individualismo más intenso, y en este sentido se hallaban de lleno en la tradición estadounidense. Sin embargo, los beats se veían a sí mismos como radicales. El ejemplo más sugerente de la cultura de carretera, así como otro de los iconos que definen al movimiento, fue En el camino, publicada por Jack Kerouac en 1957. Su verdadero nombre era Jean-Louis Lebris de Kerouac y había nacido en Lowell, Massachusetts, el 12 de marzo de 1922. Su entorno familiar no fue el más apropiado para un escritor: sus padres eran inmigrantes francocanadienses de Quebec, de manera que el inglés no era su lengua materna. En 1939 entró en la Universidad de Columbia, aunque gracias a una beca de fútbol. [2087] Fue al conocer a Ginsberg y Burroughs cuando decidió que sería escritor, aunque, de cualquier manera, tenía treinta y cinco años cuando se publicó su libro más famoso (el segundo que había escrito). [2088] La recepción del libro de Kerouac debe mucho al hecho de que, dos semanas antes, Aullido y otros poemas hubiese sido objeto de un famoso proceso por obscenidad en San Francisco cuyo veredicto aún no se había hecho público (el juez acabó por concluir que los poemas tenían una «importancia social que los redimía»). Por lo tanto, la palabra beat se hallaba en boca de todos. Kerouac refirió a los incontables entrevistadores que le preguntaban por el significado del término que éste estaba en parte inspirado por un chapero de Times Square, que lo usaba «para describir un estado de agotamiento exaltado», y en parte se hallaba asociado en la mente de Kerouac con una visión beatífica del católico. [2089] En el transcurso de estas entrevistas salió a la luz que el autor había escrito En el camino en tres semanas frenéticas, para lo cual se valió de hojas de papel pegadas unas a otras de manera que formasen una cinta continua para no verse obligado a parar y meter papel en la máquina en mitad de una idea. Aunque muchos críticos la consideraron una técnica absorbente, incluso fascinante, Truman Capote no pudo menos de observar: «Eso no es escribir: eso es mecanografiar». [2090] Como todo lo que escribió Kerouac, En el camino tenía un marcado carácter autobiográfico. Le gustaba decir que había pasado siete años en la carretera, haciéndose con el material que emplearía en el libro, moviéndose con un vago desasosiego de ciudad en ciudad, de droga en droga, en busca de experiencias. [2091] La novela recoge también las vivencias de sus amigos, convertidos asimismo en personajes. En este sentido destaca Neal Cassady —Dean Moriarty en la ficción—, que escribía cartas salvajes y exuberantes a Kerouac y Ginsberg en las que detallaba sus «proezas sexuales y químicas». [2092] Fue precisamente este sentido de energía desarraigada, caótica y, con todo, en esencia agradable de los «maestros del coraje» lo que intentaba recrear el novelista, en un deliberado intento por que su obra fuese para los cincuenta lo que la de F. Scott Fitzgerald había sido para los veinte y la de Hemingway, para los treinta y cuarenta. (Aunque no se sentía atraído por el estilo de ninguno de los dos, deseaba emular su experiencia en cuanto observadores de una sensibilidad clave). En una prosa llana y deliberadamente despreocupada, explotaba todo el repertorio de cosas que la gente decía acerca de las aventuras radicales; desafiaba «la complacencia de unos Estados Unidos prósperos» y revelaba de forma clara, por ejemplo, la posición de la música pop (a la sazón, el bebop y el jazz) entre la juventud. [2093] Con todo, su mayor aportación fue la de crear el libro de carretera, que daría pie al cine de carretera. «El camino» se convirtió en el símbolo de un estilo de vida alternativo, sin raíces pero muy rica en lo espiritual, aventurada en lo intelectual y lo moral más que en lo físico. Con Kerouac, el viaje se convirtió en parte de la nueva cultura. [2094] El alejamiento que suponía la cultura beat de las ideas de Trilling, Commager y el resto era tan deliberado como la imaginería docta que puebla los poemas de Eliot. El uso originalísimo de la jerga empleada por la subcultura de la droga, los motoristas y los autobuses de largo recorrido, la «evasión estratégica» de todo lo complejo o dificultoso y el paso a una conciencia «alternativa» a través de sustancias químicas tenían, en todos los aspectos, un carácter subversivo muy elaborado. [2095] Sin embargo, no todas las alternativas a la cultura elevada tradicional surgidas en los cincuenta eran tan conscientes de sí mismas. Esto puede aplicarse sin duda a una de las más poderosas: la música pop. La música popular, al margen de cuál sea la fecha a la que nos remontemos para encontrar sus inicios, vio siempre su expresión coartada por la tecnología disponible para su divulgación. En los tiempos de la música de partitura, las bandas en directo y las salas de baile, así como en los de la radio, su impacto fue relativamente limitado. Había una élite, una camarilla que decidía qué música se imprimía y a qué bandas se invitaba a tocar, ya fuese en las salas de baile o en la radio. Sólo a raíz de que surgiera en 1948 el disco de larga duración, un invento de la Columbia Record Company, y el primer disco sencillo, introducido por RCA un año más tarde, alzó el vuelo el mundo de la música tal como lo conocemos hoy. Después de esto, todo el que dispusiese de un gramófono en casa podía escuchar la música que quisiese cuando le apeteciera. Se transformó por completo la audición musical. Al mismo tiempo, la nueva generación de jóvenes «heterodirigidos» irrumpió en escena perfectamente preparada para sacar provecho de esta nueva forma de cultura. Por lo general, todos coinciden en que la música pop surgió en 1954 o 1955 cuando el R&B (rhythm and blues) negro escapó de su gueto comercial (antes de la segunda guerra mundial era conocido como «música racial»). Esto no sólo propició que los cantantes negros gozasen de un gran éxito entre el público blanco, sino que también dio pie a que muchos músicos blancos copiasen el estilo de los negros. Se ha escrito mucho acerca del verdadero arranque de este fenómeno, pero en general los historiadores coinciden en que todo surgió cuando Leo Mintz, propietario de una tienda de discos de Cleveland, se acercó a Alan Freed, pinchadiscos de la emisora WJW de la misma ciudad de Ohio, para decirle que, de súbito, los adolescentes blancos estaban «acaparando con entusiasmo todas las grabaciones de R&B negro que encontraban». Freed visitó el establecimiento de Mintz y describió así lo que vio:
Oí el saxofón tenor de Red Prysock y el de Big Al Sears; oí a Ivory Joe Hunter cantando blues y tocando el piano. Quedé maravillado. Estuve así una semana. Entonces hablé con el director de la emisora y le pedí que me diera permiso para emitir una fiesta de rock’n’roll después de mi programa de clásica. [2096]
Freed siempre mantuvo ser quien acuñó el término rock’n’roll, aunque los mejor informados afirman que ya se hallaba en la música negra mucho antes de 1954 y que en su jerga se empleaba para designar al acto sexual. [2097] Al margen de que fuese o no él quien descubrió el R&B o el rock’n’roll, lo cierto es que Freed fue el primero en ponerlo en el aire; aclamaba los discos igual que Kerouac gritaba «¡Vamos! ¡Vamos!» durante el primer recital de Aullido. [2098] El rebautizar al R&B fue muy astuto por parte de Freed. Con su nueva presentación había dejado de ser música racial, por lo que las emisoras de blancos podían hacer uso de dicha música. Las compañías discográficas no tardaron en darse cuenta de este hecho y comenzaron a editar versiones blancas (por lo general descafeinadas) de canciones negras. Así, por ejemplo, hay quien considera que «Sh-Boom», de los Chords, fue el primer rock’n’roll; [2099] sin embargo, poco después de que hubiese sido todo un éxito en antena, Mercury Records dio a conocer la versión edulcorada de los Crew Cuts, que en una semana estuvo entre los diez más vendidos. No hubo de transcurrir mucho para que interpretes blancos como Bill Haley y Elvis Presley comenzasen a imitar la música de los negros y a superarla, al menos en lo concerniente al éxito comercial. [2100] Películas como The Blackboard Jungle y programas de televisión como American Bandstand hicieron aún más popular una música que, por encima de todo, proporcionaba una fuerza de cohesión reconocible al instante a todos los adolescentes. [2101] Para los que pensaban en clave sociológica, las primeras canciones de pop y rock reflejaban con mucha claridad las teorías de Riesman, como sucede con «Lonely Boy» (1959), de Paul Anka; «Mr Lonely» (1960), de Videls; «Only the Lonely» (1960), de Roy Orbison, y «All Alone Am» (1962), de Brenda Lee, aunque es de suponer que la soledad ha existido desde antes que la sociología. Un aspecto crucial del negocio del rock, dicho sea de paso, que con frecuencia se pasa por alto, eran las listas de éxitos. En las nuevas comunidades pa-ajeras y conformistas de las que se burlaba W. H. Whyte, las estadísticas representaban un papel relevante a la hora de informar al ciudadano de lo que estaban haciendo otros y pemitirle hacer lo mismo. [2102] Sin embargo, lo más interesante acerca de la llegada del rock y el pop fue que se convirtieron en un clavo más para el ataúd de la cultura elevada, las letras que acompañaban a este tipo de música (la moda, la «conciencia alterada» inducida por las drogas, el amor y, sobre todo, el sexo) convirtieron a las canciones en himos de la generación. Los sonidos del rock ahogaron a todo lo demás e hicieron que la cultura de los jóvenes nunca volviera a ser la misma. No fue ninguna casualidad que el pop se desarrollara a partir de la adopción de la musca negra —o una versión de ésta— por parte de las clases medias. A medida que transcurrían los años cincuenta se hacía mayor la conciencia que el pueblo negro tenía de si mismo. Los negros estadounidenses habían luchado en la guerra y habían compartido con los blancos el riesgo de las batallas en igual proporción. Era natural, en consecuencia, que quisiesen un reparto justo de la prosperidad que siguió a las hostilidades. A medida que la década ponía en evidencia que sus expectativas no se estaban cumpliendo, sobre todo en el sur, donde la segregación era aún tan obvia como humillante, el temperamento de los ciudadanos negros comenzó a entrar en ebullición. No había transcurrido mucho (de hecho sólo dieciocho meses) desde que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos había declarado el 17 de mayo de 1954 el carácter inconstitucional de la segregación en las escuelas y repudiado, por lo tanto, la doctrina imperante hasta la época de «separados pero iguales», cuando Rosa Parks, ciudadana negra de los Estados Unidos, fue arrestada por sentarse en la parte de delante de un autobús, en una sección reservada a los blancos, en Montgomery, Alabama. Puede decirse que en ese instante tuvo su origen el movimiento de derechos civiles, que acabaría por dividir al país. En el ámbito internacional se dieron movimientos paralelos cuando las antiguas colonias que también habían participado en la segunda guerra mundial negociaron su independencia, lo que comportó un aumento de la conciencia propia. (La India se independizó en 1947; Libia, en 1951; Ghana, en 1957, y Nigeria, en 1960). Este hecho propició el florecimiento de la literatura negra en la década de los cincuenta. En los Estados Unidos, como ya hemos visto, tuvo lugar en los años veinte el renacimiento del Harlem. Puede decirse que la trayectoria de Richard Wright enmarcó la guerra, pues sus dos obras más importantes aparecieron al principio y al final del conflicto: Hijo nativo en 1940 y Chico negro en 1945. Sus libros poseen un estilo espléndido y describen con angustia lo que por entonces era un mundo en pleno cambio. Un protegido suyo lo tuvo aún más difícil. Ralph Ellison había querido ser músico desde que tenía ocho años, cuando su madre le compró una corneta. Sin embargo, acabó por «tropezar con la literatura» tras asistir al Instituto Tuskegee de Booker T. Washington en 1933 y descubrir en su biblioteca Tierra baldía, de T. S. Eliot. [2103] Inspirado a un tiempo por su amistad con Wright y por los artículos de Hemingway acerca de la guerra civil española publicados en el New York Times, Ellison escribió El hombre invisible en 1952. El héroe de este extenso libro, del que nunca conocemos el nombre, atraviesa todos los estadios de la historia negra moderna de los Estados Unidos: «una infancia en el sudeste; un colegio universitario para negros respaldado por la filantropía norteña; un puesto en una fábrica del norte; la vida expuesta al frenesí de la vida del negro de ciudad en el Harlem; un movimiento de “regreso a África”; una organización de tipo comunista conocida como La Hermandad, e incluso un episodio de aficionado al jazz». [2104] Con todo, acaba por ser arrojado de todas estas experiencias: el hombre invisible no encaja en ningún sitio. Ellison, a pesar de que en un principio se revuelve contra Gunnar Myrdal, no tiene gran cosa positiva que ofrecer más allá de su sombría crítica de todas las posibilidades a las que ha de enfrentarse el hombre negro. Él mismo adoptó un extraño mutismo tras su novela que lo hizo no menos invisible que el protagonista. Fue al tercero de los escritores negros estadounidenses a quien correspondió la labor de irritar de verdad a los blancos, algo que hizo sólo cuando se vio inmerso en pleno fuego forzado por las circunstancias. Nacido en 1924, James Arthur Jones creció junto con sus nueve hermanos en la pobreza más abrumadora y nunca conoció a su padre. Cuando, unos años más tarde, su madre se casó con David Baldwin, James tomó su apellido. Este padre adoptivo era predicador y sus sermones tenían fama de «incendiarios», movidos por un odio «arraigado» a los blancos, y a la edad de catorce, James Baldwin había adquirido ambas características. [2105] Con todo, su predicación y su actividad moralizadora hicieron aflorar su talento para la escritura, tras lo cual Philip Rahv lo presentó al New Leader (la publicación que dio su oportunidad a. C. Wright Mills). Habida cuenta de que, además de negro, era homosexual, Baldwin siguió el ejemplo de Richard Wright y se exilió en París, donde escribió sus primeras obras. Éstas se hallaban arraigadas en la tradición del realismo pragmático estadounidense, influidas por Henry James y John Dos Passos. Baldwin definió su posición de entonces como la del «ojo interior de la población blanca estadounidense sobre las familias cerradas y las iglesias atrancadas de Harlem, el discreto observador de escenas homosexuales parisinas y, sobre todo, el que registra de forma sensible el corazón humano en conflicto consigo mismo». [2106] Se hizo célebre con Ve y dilo en la montaña (1953) y El cuarto de Giovanni (1956), pero fue con el surgimiento del movimiento de derechos civiles a finales de los cincuenta cuando su vida asumió una significación nueva y más apremiante. Tras volver de Francia a su país natal en julio de 1957, la revista Harper’s le encargó en septiembre que informase sobre las batallas por la integración que se sucedían en Little Rock, Arkansas, y Charlotte, en Carolina del Norte. El 5 de septiembre de ese mismo año, el gobernador de Arkansas, Orval Faubus, había intentado impedir la entrada de los alumnos negros a una escuela de Little Rock, lo que llevó al presidente Eisenhower a enviar tropas federales con el fin de imponer la integración y proteger a los niños. La experiencia cambió por completo a Baldwin: «De ser un escritor negro que intentaba labrarse el provenir en un mundo de blancos, Baldwin se estaba convirtiendo en un negro». [2107] Había dejado de ser un mero observador y venció su miedo al sur (como él mismo lo expresaba) en las páginas de Harper’s: desnudó su rabia y su honradez ante los lectores blancos para que lo aceptasen o lo rechazasen. Su mensaje, expresado en un lenguaje dolorido y crudo, fue el siguiente: «Ellos [los estudiantes que participaban en las sentadas o las marchas por la libertad] no son los primeros negros que se enfrentan a la muchedumbre: son simplemente los primeros negros que atemorizan a la muchedumbre más de lo que ésta los atemoriza a ellos». [2108] Dos de sus artículos se recogieron en un libro, La próxima vez el juego, que atrajo la atención de muchos por cuanto descubría de manera elocuente un lenguaje para la experiencia de los negros y exponía a los blancos la virulencia de la rabia que el pueblo negro llevaba en su interior. «Para los horrores de la vida del negro estadounidense casi no ha existido un lenguaje. … Me di cuenta de que estaban sucediendo cosas terribles y de que yo tenía una misión concreta. Aquí no puedo ser feliz, pero sí que puedo trabajar». [2109] Se había desatado la cólera de los negros y ya nadie sería capaz de contenerla. En el resto del mundo también se estaba progresando en el contexto de la literatura negra, aunque en Gran Bretaña las novelas de Colin MacInnes (Principiantes, 1959, y Mr Love and Mr Justice, 1960) eran más bien observaciones astutas de la forma de vida de los antillanos que habían ido llegando a Londres desde 1948 para trabajar en el sistema de transporte de la capital, y no recogían argumento alguno sobre puntos concretos sociales o políticos. [2110] En Francia, el concepto de négritude se había acuñado antes de la segunda guerra mundial, aunque sólo había recibido un uso generalizado desde 1945. Se centraba en la glorificación del pasado africano, y era frecuente subrayar la emoción e intuición del negro en oposición a la razón y lógica helénicas. Sus más claros exponentes fueron Léopold Senghor, presidente de Senegal, Aimé Césaire y Frantz Fanon. Este último era un psiquiatra de Martinica que trabajaba en Argelia y del que hablaremos en el capítulo 30 (página 558). Négritude se convirtió en una palabra en cierto modo preciosa que hizo que el proceso que describía sonase más seguro que, por ejemplo, en manos de Baldwin o Ellison. Sin embargo, su mensaje central era el mismo: que la cultura y la vida de los negros era tan rica, profunda y, por qué no, tan satisfactoria como cualquier otra; que la experiencia negra podía dar pie a una forma de arte original, conmovedora y digna de ser compartida. De hecho, la de négritude fue una etiqueta europea para algo que estaba sucediendo en el África de habla francesa. [2111] Se trataba de algo mucho más difícil y profundo de lo que hacía pensar la palabra. Este proceso —el de la descolonización— era una consecuencia inevitable de la segunda guerra mundial. Las potencias coloniales estaban demasiado debilitadas para mantener el dominio sobre todas sus posesiones y, además, después de valerse de la mano de obra colonial para que las ayudasen en sus guerras, se encontraban ante la obligación moral de renunciar a su autoridad política. Estos acontecimientos, por supuesto, vinieron acompañados por cambios paralelos en lo intelectual. La primera novela realista editada en el África occidental fue People of the City, publicada en 1954 por Cyprian Ekwensi; sin embargo, fue la aparición en 1951 de El bebedor de vino de palma, de Amos Tutuola, lo que hizo a las metrópolis conscientes de los nuevos avances literarios que estaban teniendo lugar en África. [2112] Por otra parte, la que estableció el arquetipo de novela africana fue sobre todo la obra de Chinua Achebe Todo se desmorona, publicada en 1958. En ella describía la situación —la caída de una sociedad tradicional africana como consecuencia de la llegada del hombre blanco— en una prosa vivida y valiéndose de un bello inglés. Era fácil reconocer su estilo sofisticado, si bien el argumento estaba ambientado en un paisaje no occidental, tanto en lo geográfico como en lo emocional. Todo estaba tejido en una excelente tragedia. [2113] La lengua materna de Achebe era el ibo, pero había aprendido inglés de niño, y en 1953 se convirtió en uno de los primeros estudiantes que se licenciaron en literatura inglesa del University College de Ibadan. Además de la profunda solidaridad que profesa a las imperfecciones de sus personajes, la belleza de su acercamiento consiste en su comprensión —revelada ya desde el título— de que todas las sociedades, todas las civilizaciones contienen la semilla de su propia destrucción, de modo que la llegada del hombre blanco en su relato no es tanto la causa como lo que acelera un proceso que tenía que suceder de cualquier manera. Okonkwo, el héroe de la novela, miembro de la cultura igbo, es un anciano respetado de su poblado, un tipo viril y próspero como granjero y luchador, aunque está reñido con su hijo, de espíritu mucho más tierno. [2114] El lector se ve arrastrado por los ritmos del poblado, Umofia, de forma tan eficaz que incluso el público occidental acepta que las costumbres «bárbaras» de dicha sociedad tienen su razón de ser. De hecho, se le presenta una imagen cristalina de un pueblo estable, rico, «complejo y fundamentalmente humano»; en definitiva, un pueblo desarrollado. Cuando Okonkwo transgrede las leyes del poblado, damos por sentado que merece siete años de destierro. Cuando la rehén que ha criado en su familia —cuya existencia y amor por el protagonista hemos llegado a aceptar— muere, y al saber que Okonkwo ha sido el autor de uno de los golpes recibidos, también lo aceptamos, lo que constituye un logro excepcional de Achebe. Por último, cuando llega el hombre blanco, su comportamiento nos desconcierta tanto como a los habitantes de Umofia. Sin embargo, Achebe, a pesar de detestar el colonialismo, no pretendía simplemente arremeter contra el hombre blanco. Llamaba la atención acerca de los errores de la sociedad de Umofia: su estancamiento, su incapacidad para cambiar, la manera en que sus propios marginados o inadaptados son atraídos por el cristianismo (ni siquiera Okonkwo experimenta cambio alguno, lo que forma parte de su tragedia). Todo se desmorona es una obra profundamente conmovedora, construida de forma muy bella. [2115] El personaje de Okonkwo y la sociedad de Umofia constituyen dos creaciones de Achebe de significación universal. Otro nigeriano, el poeta y dramaturgo Wole Soyinka, publicó su primera obra, The Lion and the Jewel, un año después que Achebe, en 1958. Se trataba de una comedia en verso, ambientada también en un poblado africano, merecedora de un gran éxito. Soyinka era un escritor más «antropológico» que Achebe, y logra causar un gran efecto mediante el uso de los mitos yoruba (incluso hizo un estudio académico al respecto). La antropología fue una de las disciplinas universitarias que ayudó a rehacer lo que se consideraba «cultura», y en este sentido, la figura más influyente era sin duda la de Claude Lévi-Strauss, que publicó dos obras en 1955. Había nacido en Bélgica el año 1908, creció en las cercanías de Versalles y acabó por matricularse en la Universidad de París. Tras licenciarse, llevó a cabo un trabajo de campo en Brasil al tiempo que ejercía de docente en la Universidad de Sao Paulo. A esta experiencia siguió otro trabajo de campo, en esta ocasión en Cuba, tras lo cual regresó a Francia, en 1939, para cumplir con el servicio militar. En 1941 llegó en calidad de refugiado a la New School of Social Research de Nueva York, y tras la guerra ejerció como agregado cultural francés en los Estados Unidos. En 1959 se le ofreció la Cátedra de Antropología Social del College de Francia, pero para esa fecha ya había comenzado su excepcional serie de publicaciones. Éstas podían agruparse en tres conjuntos: por un lado se encontraban sus estudios acerca del parentesco, que analizaban la forma en que se entendían las relaciones de familia entre tribus muy diferentes (aunque casi todas amerindias); por otro, sus estudios de mitología, que se acercaban a través de ésta a la forma de pensar de pueblos muy diferentes en lo externo, y en tercer lugar se hallaba una especie de libro de viajes autobiográfico y filosófico publicado en 1955: Tristes trópicos. [2116] Las teorías de Lévi-Strauss eran de una gran complejidad, y su estilo no ayuda precisamente a comprenderlas, pues está lejos de ser sencillo y en más de una ocasión ha logrado sacar de quicio a sus traductores. Se trata, en consecuencia de un autor demasiado complicado para pretender hacerle justicia en un libro como el presente. De cualquier manera, debemos decir que, al margen de sus estudios acerca del parentesco, su obra posee dos elementos fundamentales. En su artículo «The Structural Study of Myth», publicado en el Journal of American Folklore en 1955, el mismo año en que apareció Tristes trópicos, y desarrollado más tarde en los cuatro volúmenes de sus Mitológicas, Lévi-Strauss examinaba cientos de mitos de todo el mundo. Aunque había recibido la formación de un antropólogo, se acercó a esta obra, según sus propias palabras, acompañado de «tres amantes»: la geología, el marxismo y la teoría de Freud. [2117] El elemento freudiano es en su obra mucho más evidente que el marxista o la geología, pero, al parecer, lo que pretendía decir es que, al igual que Marx y que Freud, tenía la intención de encontrar las estructuras universales subyacentes a la experiencia humana. Al igual que los historiadores de la escuela Annales (capítulo 31), consideraba los movimientos generales de la historia como algo más importante que los acontecimientos más inmediatos. [2118] Todas las mitologías, en su opinión, comparten una lógica inherente. Cualquier corpus de relatos mitológicos contiene una reiteración de temas elementales: incesto, fratricidio, parricidio, canibalismo, etc. El mito era «una especie de sueño colectivo», un «instrumento de oscuridad» susceptible de ser descodificado. [2119] En total, en lo que acabaron por ser cuatro volúmenes examinaba 813 relatos diferentes con una ingenuidad extraordinaria que muchos, en especial sus críticos anglosajones, como Edmund Leach, se han negado a aceptar. Así, por ejemplo, observa que, en todo el mundo, donde las figuras mitológicas nacen de la tierra más que de mujeres, reciben nombres muy insólitos o bien son personajes contrahechos —que, pongamos por caso, tienen un pie deforme—, con la intención de significar dicho origen. [2120] En otros tiempos, los mitos se preocupaban de relaciones familiares «sobrestimadas» (incesto) o «infravaloradas» (fratricidio o parricidio). Otros mitos están relacionados con la preparación de la comida (cocida o cruda), con la existencia o la ausencia de sonido, con el hecho de que los personajes estén vestidos o desnudos. En esencia, afirmaba que, si podía llegar a entenderse el mito, sería posible explicar en qué época logró el hombre descifrar el mundo y permitiría representar la estructura fundamental e inconsciente del pensamiento. Su enfoque, que para muchos supuso una verdadera revelación, tuvo también un efecto secundario relevante. Él mismo dijo de modo explícito que, de acuerdo con sus investigaciones, no existe una diferencia real entre la mente «primitiva» y la «desarrollada», que los relatos de los llamados salvajes poseen el mismo nivel de sofisticación que los nuestros, extraídos también de un mundo realmente primitivo. [2121] Como ya hemos visto, en un período anterior del siglo XX, las obras de Margaret Mead y Ruth Benedict habían alcanzado gran relevancia al mostrar hasta qué punto difieren los pueblos del mundo en varios aspectos de su comportamiento (como el sexo). [2122] A la inversa, la esencia de la obra de LéviStrauss era mostrar que, en su raíz, los mitos revelan la similitud fundamental, la concordancia básica de la naturaleza y las creencias humanas en todo el planeta. Esta visión resultó sobremanera influyente en la segunda mitad del siglo, que no sólo ayudó a minar la validez de la teoría expresada por Eliot, Trilling, etc. acerca del carácter más evolucionado de la cultura elevada, sino que promovió la idea de la «sabiduría local», según la cual las expresiones culturales son válidas incluso cuando son aplicables sólo a lugares específicos, cuya lectura de dichas expresiones puede ser más diversa y compleja —más rica, a fin de cuentas— de lo que puede parecer a los observadores forasteros. En este sentido, Lévi-Strauss y Chinua Achebe estaban afirmando una misma cosa. Este avance en la antropología estaba respaldado por un cambio paralelo en su disciplina hermana, la arqueología. En 1959, Basil Davidson publicó Old África Rediscovered, un estudio detallado del pasado remoto del «continente oscuro». Más tarde, la Oxford University Press editó la magistral History of African Music. Ambas obras recibirán la debida atención en el capítulo 31, en el que tendremos oportunidad de examinar nuevos conceptos del pensamiento histórico. [2123] Sin embargo, no pueden menos de mencionarse aquí, pues las obras de Ellison, Baldwin, MacInnes, Achebe, Lévi-Strauss y Basil Davidson se hacen eco de la experiencia de ser negro en un mundo no negro. Las reacciones de cada uno de ellos son diferentes, pero todas comparten una convicción de que el arte, la historia, la lengua y la propia experiencia de ser negro han sido víctimas de un menosprecio o un desconocimiento deliberados en el pasado. Esa historia, esa lengua, esa experiencia necesitaban una defensa urgente, alguien que les diese forma y voz. Se trataba de una cultura alternativa diferente de la de los beats, aunque no menos rica, variada, o válida: era una empresa común que contaba con su propia gran tradición. Gran Bretaña no poseía en los años cincuenta una gran población negra. Los inmigrantes de dicha raza habían estado llegando desde 1948 y sus vidas habían sido narradas de forma esporádica por escritores como Colin MacInnes, al que ya hemos conocido. La primera ley de inmigración para la Commonwealth, que restringía la admisión de ciudadanos procedentes de la «nueva» Commonwealth (es decir, países predominantemente negros) no se aprobó hasta 1961. Hasta entonces, por lo tanto, la cultura tradicional británica no se vio muy amenazada por la raza. En lugar de eso, la «alternativa» encontró su fuerza en una división social equivalente que para algunos dio pie a un apasionamiento semejante: la clase. En 1955, una reducida tertulia de espíritus serios de igual parecer concibió la idea de crear un teatro en Londres con la intención de hacer algo nuevo: dar con obras de fuentes nuevas por completo, en un intento por revitalizar el drama contemporáneo y buscar un público nuevo. Bautizaron esta empresa como la English Stage Company (ESC) y arrendaron un pequeño teatro conocido como el Royal Court en la Sloane Square de Chelsea. El local resultó ser perfecto: su situación en pleno centro del Londres burgués contrastaba con el programa revolucionario de la compañía. [2124] El primer director artístico fue George Devine, que había estudiado en Oxford y en Francia y que introdujo como subdirector a Tony Richardson, de veintisiete años, que había estado trabajando para la BBC. Devine tenía experiencia y Richardson poseía el don necesario. En realidad, y según cuenta Oliver Neville en su historia de los inicios de la ESC fue Devine, con su carácter serio, quien dio las primeras muestras de instinto. Cuando la compañía daba sus primeros pasos, puso un anuncio en The Stage, semanario teatral, en busca de obras nuevas de temática contemporánea, y entre los setecientos originales que llegaron «casi a vuelta de correo» se encontró con uno de un dramaturgo llamado John Osborne que tenía por título Mirando hacia atrás con ira. [2125] Devine se sintió atraído enseguida por el lenguaje «cáustico» del drama, y su instinto le dijo que funcionaría bien en escena. Descubrió que el dramaturgo era un actor en paro, un hombre típico, en muchos aspectos, de la posguerra británica. La Ley de Educación de 1944 (que se introdujo a raíz del Informe Beveridge) había elevado la edad de escolarización obligatoria e iniciado el sistema moderno de escuelas de enseñanza primaria, secundaria y superior, y también contaba con ciertos fondos para ayudar a los estudiantes de las clases más humildes para que pudiesen acudir a escuelas de teatro. Sin embargo, en el sobrio panorama de la Inglaterra de posguerra había más estudiantes que puestos de trabajo. Osborne pertenecía al «excedente» de actores, como también Jimmy Porter, el «héroe» de su obra. [2126] Es necesario poner entre comillas este «héroe», pues es precisamente uno de los sellos distintivos de Mirando hacia atrás con ira el que su protagonista de clase media-baja se ataque a sí mismo al tiempo que se revela contra todo lo que lo rodea. En este sentido, Jimmy Porter está emparentado en lo literario con Okonkwo, «guiado por [una] energía furiosa dirigida al vacío». [2127] Muchos han criticado la estructura del drama por el hecho de que se desmorona al final, cuando Jimmy y su esposa de clase media se refugian en su mundo privado de fantasía lleno de ositos de peluche. [2128] A pesar de este hecho, la obra fue todo un éxito y marcó el inicio de una época en la que, como señala un crítico, las obras teatrales «dejaron de preocuparse por los héroes de clase media o de ambientarse en casas de campo». [2129] El título dio lugar a la expresión «jóvenes airados», que, junto con la de kitchen sink drama (‘obra de fregadero’, por su carácter realista), se acuñó para describir una serie de obras teatrales y novelas surgidas a mediados y finales de los años veinte en Gran Bretaña y que llamaban la atención sobre experiencias de hombres de clase obrera (pues solían ser hombres). [2130] Es en este sentido en el que la tendencia inaugurada por Osborne coincide con el resto de ejemplos de la redefinición de la cultura de los que hemos hablado. En realidad, en la obra de Osborne, al igual que sucede en Hamlet of Stepney Green (1957), de Bernard Kops; Waters of Babylon (1957) y Vivir como cerdos (1958), de John Arden; Sopa de pollo con centeno (1958) y Raíces (1959), de Arnold Wesker, y una serie de novelas, como Un lugar al sol (1957), de John Braine; Sábado noche, domingo mañana (1958), de Alan Sillitoe, y The Sporting Life (1960), de David Storey, los protagonistas eran siempre «héroes» de clase obrera, o antihéroes, como acabarían por llamarse. Éstos eran agresivos y se hallaban al margen del contexto de clase baja debido a su formación o a otras habilidades, pero no tenían claro hacia dónde se dirigían. Por otra parte, a pesar de que cada uno de estos autores podía ver las fallas de la sociedad de clase baja, y sabían que no eran menores que las de otras clases, su obra confería cierta legitimidad a la experiencia de los más desfavorecidos y proporcionaba formas de cultura diferentes de las tradicionales. Por hacer uso de una expresión de Eliot, todas estas obras daban muestra de un profundo escepticismo. La poesía estaba experimentando un cambio de características similares. El 1 de octubre de 1954, apareció en el Spectator un artículo anónimo titulado «In the Movement». En realidad era obra del director literario de la revista, J. D. Scott, que identificaba una nueva agrupación en la literatura británica, un conjunto de novelistas y poetas que «admiraban a Leavis, Empson, Orwell y Graves» y estaban «aburridos de la actitud desesperada de los cuarenta… impacientes en extremo ante la falta de sensibilidad poética», lo que los convertía en poetas «escépticos, fuertes, irónicos». [2131] El artículo del Spectator identificaba cinco autores, aunque, tras la publicación en 1955 de Poets of the 1950’s, de D. J. Enright, y, un año después, la de New Lines de Robert Conquest, se amplió hasta nueve el número de novelistas y poetas que comprendían lo que se conoció como el Movimiento: Kingsley Amis, Robert Conquest, Donald Cavie, el propio Enright, Thom Gunn, Christopher Holloway, Elisabeth Jennings, Philip Larkin y John Wain. Uno de sus antólogos describió el Movimiento —de una forma tal vez exagerada— como «la mayor ruptura en la tradición cultural desde el siglo XVIII». Las obras principales de este grupo de escritores incluyen la novela de Wain Hurry On Down (1953) y Afortunado Jim (1954), de Amis. El tono de todas ellas revela un «escepticismo de cultura media» y un «sentido común irónico». [2132] El poeta más característico del Movimiento, el hombre que ejemplificó de forma más limpia su postura ante la vida y la literatura, fue Larkin (1922-1985). Éste había nacido en Coventry, un lugar no muy alejado del Birmingham de Auden, y tras su paso por Oxford comenzó a trabajar como bibliotecario en diversas universidades —Leicester (1946-1950), Belfast (1950-1955), Hull (1955-1985), al parecer, por la sencilla razón de que necesitaba un trabajo fijo. Escribió dos novelas al principio de su trayectoria literaria, aunque lo que lo hizo célebre fue su actividad como poeta. Le gustaba decir que era la poesía la que lo había elegido a él, más que a la inversa. Su voz poética, como pone en evidencia su primer poemario de madurez, El engaño, que vio la luz en 1955, era «escéptica, directa y nada ostentosa», pero, sobre todo, modesta, reforzada por el sentido común. No era airada como las obras teatrales de Osborne, aunque el rechazo que mostraba ante la antigua literatura, la tradición, las ideas elevadas y el psicoanálisis (que él llamaba «el fondo común mitológico») recuerda los principios realistas del kitchen sink drama, si bien en su poesía se ha bajado el control del volumen. [2133] Uno de sus poemas más célebres era «A misa», que incluía entre sus versos:
Me quito
las pinzas de la bici con torpes reverencias.
Éstos expresan de forma inmediata la «íntima sinceridad» del poeta, por no mencionar cierta conciencia cómica. Para Larkin, el hombre
tiene sed de significación, aunque no está muy seguro de que esté a la altura de dicha tarea; el mundo existe sin pregunta alguna: no hay nada filosófico al respecto; lo que sí es filosófico es el hecho de que el hombre no pueda hacer nada en ese sentido: no es más que un «espectador indefenso»; sus sentimientos no tienen significado y, por lo tanto, no hay lugar para ellos. En ese caso, ¿por qué hemos de tenerlos? Ésa es la lucha en la que nos vemos envueltos.
Así, observa
el granizo
de la existencia golpeando a la vida
y dándole formas que nadie ve.
Larkin raya en lo sentimental de modo intencionado, con el fin de llamar la atención acerca de las taras de dicho sentimentalismo, demasiado consciente de que era lo único que muchos poseían. El suyo es un mundo de desencanto y derrota (su opinión del matrimonio se basa en que «dos pueden llevar una vida tan estúpida como uno»), un «realismo pasivo cuyo reducido objetivo vital no es el de sentir grandes pasiones, sino el de evitar herir en ningún momento». Se trata del mensaje de alguien que sabe lo suficiente de ciencia para sentirse dolido y deprimido, pero que desconfía del existencialismo y de otras «grandes» palabras, pues desembocan en una situación semejante. Por esta razón ha crecido la figura de Larkin: su postura no es precisamente heroica, pero sí que resulta sostenible. Como ha señalado Blake Morrison, Larkin fue considerado durante décadas un poeta menor, pero, a finales del siglo XX, «Larkin parece dominar la historia de la poesía inglesa de la segunda mitad de la centuria tanto como Eliot dominaba la primera». [2134] Coincidiendo en parte con los jóvenes airados y el Movimiento, o al menos con el mundo que trataban de describir, se hallaba el original The Uses of Literacy, de Richard Hoggart, publicado un año después del estreno de Mirando hacia atrás con ira, en 1957. Su autor era, junto con Raymond Williams, Stuart Hall y E. P. Thompson, uno de los fundadores de la escuela de pensamiento (ahora disciplina académica) conocida como estudios culturales. Había nacido en Leeds en 1918 y había recibido su formación en la universidad del lugar. Vivió la segunda guerra mundial en el norte de África y en Italia, y la experiencia militar lo marcó tanto como a Williams. Tras las hostilidades trabajó en el mismo centro que Larkin, pues ejercía de profesor de literatura en el Departamento de Educación para Adultos de la Universidad de Hull. Durante su estancia allí publicó su primera monografía crítica: Auden. Sin embargo, fue en The Uses of Literacy donde aunó todas sus vivencias, sus orígenes de clase obrera, su vida militar y su experiencia docente en una universidad provinciana. Parecía como si hubiese dado con el vocabulario exacto para un aspecto de la vida que, hasta la fecha, no poseía ninguno. [2135] La formación de Hoggart estaba situada en el contexto de los métodos tradicionales de la crítica literaria pragmática, tal como la concebía I. A. Richards (véase el capítulo 18) y la «gran tradición» de F. R. Leavis, aunque su propia experiencia lo hizo avanzar en una dirección muy diferente. Su obra se oponía a este último de igual manera que la de Ginsberg se oponía a la de Lionel Trilling. [2136] En lugar de mantenerse en la tradición de Cambridge, aplicó los métodos de Richards a la cultura que conocía bien: de lo que cantaban los trabajadores en las tabernas a los semanarios familiares, de las canciones de los anuncios a las películas a las que acudía la gente corriente. A la manera de un antropólogo, describía y analizaba las costumbres con las que había crecido sin cuestionárselas, como la de lavar el coche un domingo por la mañana o fregar la entrada. La intención de su libro era doble: por un lado, describía de manera detallada la cultura de la clase trabajadora, en particular su lenguaje, que se mostraba en los libros, las revistas, las canciones y los juegos relacionados con ella; por otro lado, al hacerlo mostraba la gran riqueza de dicha cultura y hasta qué punto era mucho mayor de lo que sostenían sus críticos. Al igual que a Osborne, a Hoggart no se le escapaban sus defectos ni el hecho de que, ante todo, la sociedad británica negase a los nacidos en la clase obrera la oportunidad de salir de ella. De cualquier manera, su objetivo era más describirla y analizarla que servirse de ella para ningún fin político. Muchos reaccionaron por igual ante Hoggart y ante Osborne. De pronto se había dado legitimidad, una voz, a un aspecto que hasta la fecha se había pasado por alto: en definitiva, a otra excelente tradición. [2137] Hoggart, como era de esperar, nos lleva a hablar de Raymond Williams. Éste también había participado en la guerra, aunque pasó la mayor parte de su vida en el Departamento de Lengua Inglesa de Cambridge, donde no pudo menos de conocer la obra de Leavis. Su labor era más teórica que la de Hoggart, y como observador resultaba menos persuasivo; sin embargo, sus argumentos eran igual de convincentes. En una serie de libros iniciada con Culture and Society en 1958, Williams dejó claro —y puso en su contexto— lo que había quedado implícito en el estrecho alcance de la obra de Hoggart. [2138] Se trataba, en efecto, de una nueva estética. La idea básica de Williams consistía en que la obra de arte —una pintura, una novela, un poema, una película, etc.— no existía sino en un contexto. Incluso una obra que pudiese aplicarse a situaciones más amplias, «un símbolo universal», pertenecía a un entorno intelectual, social y, sobre todo, político determinado. En esto se basaba su argumento principal: la imaginación no puede evitar estar vinculada al poder; la forma que adopta el arte y la actitud que nosotros adoptamos ante él son en sí formas de política. El reconocimiento de esta relación entre la cultura y el poder, y no necesariamente la política de partido, es la máxima expresión de la conciencia propia. En Culture and Society, tras haber considerado a Eliot, Richards y Leavis en cuanto autores que conciben la «cultura» como algo que posee diversos niveles y de lo que sólo puede beneficiarse una minoría, la misma capaz de llevarla al más alto nivel, Williams pasa a un capítulo que titula «Marxismo y cultura». En la teoría marxista, según nos recuerda el autor, todo está determinado por los medios de producción y distribución, de manera que el progreso de la cultura está sujeto, al igual que todo lo demás, a las condiciones materiales para la producción de dicha cultura. Ésta, en consecuencia, no puede menos de reflejar la estructura social de la sociedad. En un contexto así, es de esperar que los que se encuentran arriba no deseen cambiar. Visto de esta manera, Eliot y Leavis no constituyen sino un reflejo de las circunstancias sociales de su tiempo y, al hacerlo, dan muestras de una visible falta de conciencia de sí mismos. [2139] De este resumen (simplificado en exceso) de la tesis de Williams se siguen varias conclusiones. La primera afirma que no existe un solo criterio por el que juzgar a un artista o una obra de arte: las élites, según las conciben Eliot o Leavis, no son más que un segmento de la población que cuenta con sus propios intereses. Williams, por el contrario, aconseja al lector que se guíe por su propia experiencia a la hora de determinar la relevancia de un artista o su obra, pues todos los puntos de vista pueden tener la misma validez. En este sentido, a pesar de que el propio Williams se hallaba inmerso en lo que muchos considerarían la cultura elevada, estaba criticando esa misma tradición. Sus teorías también daban a entender que, al desarrollar nuevas ideas, los artistas estaban abriendo nuevas fronteras no sólo en lo estético, sino también en el terreno político. Esta identificación de arte y política desembocó con el tiempo en lo que en ocasiones se conoce como la izquierda cultural. Por último, el canon de Eliot, Leavis, Trilling y Commager recibió también dos ataques por parte de la ciencia. De la crítica histórica se encargó, en primer lugar, la escuela francesa creada en torno a los Annales d’histoire économique et sociale y, después, la escuela británica de historiadores marxistas. Los logros de su acercamiento se expondrán con más detenimiento en el capítulo 31; baste por el momento decir que estos historiadores centraban su atención en el hecho de que la «historia» afecta al pueblo «llano» tanto como a los reyes, los generales y los primeros ministros, de que la historia que corresponde a pueblos enteros de campesinos, la reconstruida a través de, por ejemplo, la partidas de nacimiento, matrimonio o defunción, puede resultar tan apasionante y significativa como las crónicas de las principales batallas y tratados. Querían demostrar, en definitiva, que la vida avanza y adquiere significados por medios que no tienen por qué ceñirse a la guerra o la política. De esta manera, la historia se unía a otras disciplinas al llamar la atención hacia el mundo de los «órdenes inferiores» y revelar cuánta riqueza puede haber en sus vidas. Lo que había hecho Hoggart en relación con las clases trabajadoras de la Gran Bretaña del siglo XX lo hicieron los miembros de la escuela de los Annales, por ejemplo, con los campesinos de Languedoc o Montaillou. Los historiadores marxistas británicos (Rodney Hilton, Christopher Hill, Eric Hobsbawm y E. P. Thompson, entre otros) también centraron sus estudios en las vidas del pueblo llano: los campesinos, los cargos inferiores del clero y, como sucedió en la obra clásica de Thompson, en las clases obreras de Inglaterra. La esencia de todos estos estudios consistía en que las clases más bajas eran un elemento importante de la historia y que eran conscientes de ello, por lo que actuaban de forma racional en interés propio y no se limitaban a ser pábulo de las clases sociales superiores. La historia, la antropología, la arqueología e incluso la propia disciplina de la lengua inglesa en manos de Williams y, de forma independiente, de Achebe, Baldwin, Ginsberg, Hoggart y Osborne conspiraron desde mediados hasta finales de los cincuenta para destronar las ideas tradicionales acerca de la cultura elevada. Por todos lados surgían nuevos escritos y nuevos descubrimientos. La idea de que la espina dorsal de una civilización podía crearse a partir de un número limitado de «grandes libros» parecía cada vez más insostenible, más alejada de la realidad. En términos materiales, los Estados Unidos habían alcanzado una prosperidad mucho mayor que la de los países europeos: ¿Qué razón tenían sus habitantes para fijarse en los autores del viejo continente? Las antiguas colonias se sentían elevadas por sus historias recién descubiertas: ¿qué necesidad tenían de otra? Existían respuestas —y buenas— a estas preguntas, pero durante un tiempo nadie pareció interesado en buscarlas. Entonces llegó un golpe inesperado de una dirección completamente distinta. Al ataque más directo a las teorías de Eliot, Leavis y los demás le corresponden una fecha y una localización muy concretas: sucedió en Cambridge, en Inglaterra, poco después de las cinco de la tarde del 7 de mayo de 1959. Fue entonces cuando una «figura voluminosa se acercó arrastrando los pies al atril situado en el ala occidental del Senate House», un edificio de piedra blanca del centro de la ciudad. [2140] La sala, que como el resto del edificio se hallaba profusamente decorada en un estilo neoclásico, estaba abarrotada de académicos de rango elevado, estudiantes y una serie de invitados distinguidos, congregados para celebrar uno de los «acontecimientos públicos de mayor interés» en Cambridge: la conferencia anual Rede.
Ese año, el orador era sir Charles Snow, al que más tarde nombraron lord, aunque es universalmente conocido por sus iniciales: C. P. Snow.
Cuando volvió a sentarse, una hora después, más o menos —según refiere Stefan Collini—, Snow había hecho al menos tres cosas: había acuñado una frase, quizás incluso un concepto, acerca de una trayectoria universal de éxito irrefrenable; había formulado una pregunta… que cualquier observador reflexivo de la sociedad moderna debe encontrarse en la obligación de responder; y había iniciado una controversia que resultó excepcional por su alcance, su duración y, al menos en ciertas ocasiones, su intensidad. [2141]
El título de la conferencia era «The Two Cultures and the Scientific Revolution», y las dos culturas que en ella identificaba eran la de «los intelectuales literarios» y la de los científicos de la naturaleza, «en los que decía encontrar una actitud mutua de sospecha e incomprensión que, al mismo tiempo, tenía dañinas consecuencias sobre las posibilidades de aplicar la tecnología a los problemas del mundo». [2142] Snow había elegido bien el momento de su conferencia. Cambridge era la primera institución científica de Gran Bretaña, y también el lugar donde habitaba F. R. Leavis (así como Raymond Williams), que, según hemos visto, era uno de los principales abogados de la cultura literaria tradicional con que contaba el país. Por otra parte, el propio Snow era un hombre de Cambridge, que había trabajado en el Laboratorio Cavendish a las órdenes de Ernest Rutherford (aunque comenzó sus estudios universitarios en Leicester). Su carrera científica había sufrido un contratiempo en 1932 cuando, tras anunciar que había descubierto la forma de producir la vitamina A con métodos artificiales, se vio obligado a retractarse porque sus cálculos habían resultado ser imperfectos. [2143] Después de esto no volvió a dedicarse a la investigación científica, aunque en lugar de eso se convirtió en asesor científico del gobierno y en novelista. Como tal, escribió una serie de libros con el título genérico de Extraños y hermanos, acerca de los procesos de toma de decisiones de un número determinado de comunidades cerradas (como sucedía con las sociedades profesionales de los colleges de Cambridge). Sus novelas fueron objeto de burla por parte de los abogados de la literatura «elevada», que encontraban —o fingían encontrar— su estilo forzado y pomposo. En consecuencia, Snow servía de puente —si bien esto es relativo— entre las dos culturas cuya relación estaba criticando. Su idea central era aplicable, según decía, en todo el mundo, y la reacción a su conferencia se encargó de demostrar hasta qué punto era verdadera esta afirmación. Sin embargo, no era menos cierto que el lugar donde mejor podía aplicarse era en Gran Bretaña, donde había llegado a mostrar un contraste más pronunciado. Los intelectuales literarios, en opinión de Snow, tenían las riendas del poder tanto en el gobierno como en los círculos sociales más altos, lo que significaba que sólo se consideraba culto a quien poseía, por ejemplo, conocimientos de historia, de los clásicos o de literatura inglesa. Estas personas no tenían demasiadas nociones de ciencia (en muchas ocasiones, eran por completo ajenos a las disciplinas científicas); raras veces pensaban que fuese algo importante o al menos interesante, y con frecuencia la dejaban fuera cuando discutían la política del gobierno o la consideraban aburrida desde el punto de vista social. Él pensaba que esta forma de ignorancia era vergonzante amén de peligrosa y, aplicada al gobierno, decepcionante. Al mismo tiempo, juzgaba que los científicos adolecían en muchas ocasiones de una educación muy escasa en el terreno de las humanidades y de una gran propensión a infravalorar la literatura en cuanto subjetivismo poco válido del que no podían aprender gran cosa. Al leer la conferencia de Snow, resulta sorprendente el número elevado de agudas observaciones que va diseminando a lo largo de su exposición. Así, por ejemplo, considera que los científicos son más optimistas que los intelectuales literarios y que suelen provenir de hogares más pobres (tanto en Gran Bretaña como, «probablemente», en los Estados Unidos). A los segundos los encuentra más vanidosos que a los primeros, pues hacen oídos sordos a la cultura de los científicos, mientras que éstos son al menos conscientes de lo que ignoraban. [2144] Asimismo, daba por hecho que los intelectuales literarios sentían celos de sus colegas científicos: «No hay científico alguno con un mínimo de talento que se crea menospreciado o que piense que su trabajo es ridículo, como sucede al héroe de Afortunado Jim. De hecho, parte del descontento de [Kinsley] Amis y sus asociados es el descontento del licenciado en humanidades subempleado». [2145] Llegaba a la conclusión de que muchos intelectuales literarios eran luditas natos. [2146] Sin embargo, el punto más importante de su teoría era su descripción de las dos culturas y del abismo que mediaba entre ambas, que respaldaba con la afirmación de que el mundo estaba iniciando una revolución. [2147] Snow la distinguía de la revolución industrial de la siguiente manera: La industrial estaba relacionada con la introducción de la maquinaria y la creación de fábricas y ciudades, que habían cambiado de manera profunda la experiencia humana. La revolución científica, sin embargo, databa en su opinión del momento en que «se hizo por vez primera uso industrial de las partículas atómicas. Pienso que la sociedad industrial de la electrónica, la energía atómica y la automatización es diferente en ciertos aspectos capitales de cualquiera que haya sucedido con anterioridad y cambiará el mundo en mucha mayor medida». Hizo un estudio de la educación científica en Gran Bretaña, los Estados Unidos, Rusia, Francia y Escandinavia, que lo llevó a la conclusión de que la más necesitada era Gran Bretaña (pensaba que los rusos estaban en el buen camino, aunque no se mostraba seguro acerca de lo que habían conseguido). [2148] Por último, sostenía que la correcta administración de la ciencia, que sólo sería efectiva cuando los intelectuales literarios se familiarizasen con esas disciplinas ajenas y dejaran a un lado sus prejuicios, ayudaría a resolver el problema de los países ricos y pobres que angustiaba al planeta. [2149] La conferencia de Snow dio pie a una reacción masiva. Se llegó a debatir en muchas lenguas que el orador no entendía (húngaro, japonés, polaco…), por lo que nunca supo lo que se decía. Muchos coincidían con él, más o menos, aunque también le llegaron críticas mordaces —y en uno de los casos, muy personal— de dos direcciones: Uno de los críticos no fue otro que F. R. Leavis, que publicó una conferencia que había dado sobre Snow en forma de artículo en el Spectator. Lo criticaba por dos motivos: En primer lugar —el más serio— sostenía que los métodos de la literatura mantenían una relación con el individuo muy diferentes de los de la ciencia, «porque el lenguaje de la literatura era el lenguaje del individuo, no en un sentido obvio, sino al menos en uno más obvio que el científico». Para Leavis, ni el universo físico ni el discurso de su notación estaba en posesión de los observadores en la misma medida en que la literatura podía estar en posesión de sus lectores (o de sus escritores, pues mantenía que la literatura y la cultura literaria estaban construidas no de palabras aprendidas sino a partir de un intercambio). [2150] Al mismo tiempo, empero, Leavis protagonizó también un ataque personal al propio Snow. Hasta tal punto llegó su inquina en el plano de lo personal que tanto el Spectator como la editorial Chatto & Windus, que recogió el artículo en una antología, se acercaron a Snow para ver si tenía intención de demandarlo. Éste no lo hizo, pero —no podía ser de otra manera— se sintió herido en lo más hondo. [2151] He aquí un fragmento del artículo de Leavis:
Si el genio está determinado por el convencimiento de que uno es un cerebro capacitado por su habilidad, perspicacia y conocimientos a sentar cátedra acerca de los aterradores problemas de nuestra civilización, no cabe duda alguna de que el de sir Charles Snow es enorme, pues no vacila en ningún momento.
Cuando Leavis dio su conferencia hizo una pausa tras esta frase, para retomar el discurso con la siguiente: «Sin embargo, Snow es, en realidad, portentosamente ignorante». [2152] No obstante, la crítica más contundente no fue la de Leavis, sino la que expresó Lionel Trilling desde Nueva York. En primer lugar reprendió a Leavis, tanto por su mala educación como por haber llevado la discusión al terreno de lo personal, y también porque había defendido a una serie de escritores modernos a los que él, al menos hasta la fecha, no soportaba. Al mismo tiempo, juzgaba que Snow había exagerado en sus conclusiones hasta lo absurdo. Era imposible, en su opinión, caracterizar a un número tan elevado de escritores con lo que él llamaba una actitud «arrogante». La ciencia podía tenerse en pie de manera lógica o conceptual, pero no sucedía lo mismo con la literatura. Las actividades que comprendía esta última eran demasiado variadas para compararlas con la ciencia de forma tan sencilla. [2153] De cualquier manera, cabe preguntarse sobre la certeza de este hecho, pues al margen de lo que pudiera decir Trilling, el debate de las «dos culturas» se mantiene vivo en algunos círculos: la conferencia de Snow se reeditó en 1997 con una extensa introducción de Stefan Collini que exponía con detalle todas las ramificaciones con que contaba en todo el planeta, mientras que en 1999, la BBC celebró un debate público con el título de «Las dos culturas cuarenta años después». Hoy parece obvio al menos que Snow tenía razón acerca de la importancia de la revolución electrónica y de la información. El propio escritor es más recordado por su conferencia que por sus novelas. [2154] Como habrá oportunidad de tratar en la Conclusión, el final del siglo XX asiste a lo que podríamos llamar una «cultura de encrucijada», donde los libros de ciencia populares (si bien difíciles) tienen tanto éxito de ventas como las novelas y más que los de crítica literaria. La gente se está volviendo más instruida en el terreno científico. Podemos o no estar de acuerdo por completo con Snow, pero es difícil no pensar que, como sucedió con Riesman, había logrado identificar algo. Y así, retazo a retazo, libro a libro, drama a drama, canción a canción, disciplina a disciplina, el canon tradicional comenzó a desmoronarse, o a ser socavado. Para algunos, este cambio tuvo un efecto liberador, pero para otros resultó profundamente perturbador en cuanto portador de un sentimiento de pérdida. Otros, quizá más realistas, se lo tomaron con calma. El tener más conocimientos sobre las ciencias o estar familiarizado con la obra de, pongamos por caso, Chinua Achebe, James Baldwin o John Osborne no significaba necesariamente defenestrar todas las obras tradicionales. Con todo, no cabe duda de que, desde la década de los cincuenta, el sentido de una búsqueda común, una gran tradición compartida por personas que se consideraban cultivadas empezaba a descomponerse. De hecho, la misma idea de la cultura elevada empezaba a resultar objeto de sospecha en ciertos ámbitos. La propia expresión «cultura elevada» se encerraba —o incluso se enterraba— con frecuencias entre comillas, como si se tratase de una idea en la que no se podía confiar o que no debía tomarse en serio. Esta actitud resultó fundamental para la nueva estética que, en décadas posteriores, se conocería como posmodernismo. A pesar de la crueldad de su crítica a Snow, existe un argumento poderoso del que Leavis no se valió (es de suponer que porque no era consciente de ello), pero que en los cincuenta cobraría cada vez más importancia. Snow había hecho hincapié en el éxito del enfoque científico (empírico, racional y frío, capaz de modificarse a sí mismo…). De forma paradójica, al mismo tiempo que él y Leavis intercambiaban críticas, se iban acumulando pruebas de que la «cultura» de la ciencia no era exactamente como la presentaba Snow, sino que se trataba de una actividad mucho más humana de lo que parecía a simple vista a través de las lecturas de las publicaciones periódicas del ámbito científico. Esta nueva visión de la ciencia, que tendremos oportunidad de conocer enseguida, también ayudaría a conformar el llamado estado posmoderno.
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