Anthony Giddens
Un mundo desbocado. Los efectos de la globalización en
nuestras vidas
Madrid, Taurus, 2000. (e.o. 1999)
Este brevísimo ensayo ejemplifica su propio contenido.
Muestra la globalización, ante todo, como efecto de una revolución en las
telecomunicaciones que ha creado una audiencia global e innumerables redes de
intercomunicación especializadas; el texto compendia, a su vez, cinco breves
conferencias radiofónicas que Giddens pronunció en 1988 ante oyentes de
Londres, Washington, Hong-Kong y Nueva Delhi, abordando cinco tópicos
tópicamente afines a sus audiencias: la globalización y la democracia (Europa),
el riesgo (Asia Oriental), la tradición (India) y la familia (E.E.U.U.). Es
también ejemplar por exhibir la dificultad de transmitir contenidos
especializados o análisis refinados en un marco mediático donde el emisor y los
oyentes comparten la misma información anecdótica —lo que favorece un espacio
de inteligibilidad recíproca— pero adolecen de tiempo y recursos cognitivos
afines para profundizar en una comprensión más compleja y sistemática del
fenómeno.
En la más pura tradición sociológica que inicia Comte, Giddens
anuncia el advenimiento de una nueva era por efecto del proceso de
globalización. Éste consiste, someramente, en la mejora y generalización del
uso administrativo, mercantil y particular de sistemas de codificación y
transmisión binaria de información (códigos de barras, soportes magnéticos,
dinero de plástico, satélites de comunicaciones, microprocesadores, cables
ópticos, teléfonos y ordenadores portátiles, etc.) que no sólo ha acelerado la
transmisión de información científica, cultural, estadística y, sobre todo,
económica, sino que ha hecho virtualmente imposible plantear cualquier traba a
los mercados que operan con intangibles, especialmente los financieros y
tecnológicos. No cabe duda de que los Estados y las grandes compañías
transnacionales son los principales usuarios y beneficiarios de este cambio
técnico, al margen de que el proceso tenga una vertiente popular en la difusión
masiva del uso de Internet. Sin embargo, por fascinante que resulte el cambio
técnico, lo que lo hace objeto de interés sociológico es que, junto a su
capacidad para recuperar y acelerar el ciclo de acumulación económica,
proporciona los medios para una generalizada e intensa innovación cultural que,
a menudo, se percibe como fuente de desorganización y crisis sociales. El
surgimiento incipiente de lo que Giddens denomina la sociedad cosmopolita
mundial abre una vertiente hacia una mayor cooperación y solidaridad globales,
pero también supone una exigencia de readaptación para muchas instituciones hoy
fundamentales, como la nación, la familia, el trabajo, la naturaleza, la
tradición, etc.
La reflexión sobre la globalización ha suscitado una
conciencia nueva acerca de los riesgos derivados de la mayor complejidad de los
entramados institucionales en los que proliferan cada día más las consecuencias
inesperadas e indeseadas de la acción. Ejemplos paradigmáticos de riesgo global
son hoy la desestabilización del clima de origen antropogénico, la
desestabilización especulativa de los mercados financieros, los daños
potenciales a la salud pública originados en procesos agroalimentarios
industriales insuficientemente garantizados —adulteraciones, fallos técnicos,
modificaciones genéticas, fenómenos del todo inesperados como «las vacas
locas», etc.—. Hay otros riesgos globales igualmente relevantes, como la
desaparición de las culturas indígenas, el incremento de la desigualdad social
y económica a escala planetaria o la desestructuración de las economías de los
países más pobres, pero sólo esta última puede compararse en popularidad
mediática con las del párrafo anterior, y la razón de ello devela el sombrío
corazón de la globalización: tanto la renegociación de la deuda externa de los
países más débiles como los procesos citados más arriba pueden afectar de manera
súbita y catastrófica a los mercados globales de seguros así como a los de
valores. Si Karl Polanyi mostró en La gran transformación que el patrón oro era
el núcleo de la economía y la sociedad de mercado libre en el siglo XIX, estos
ejemplos muestran que la volatilidad de los mercados de capital es el
giroscopio de la nuestra. De otro lado, ese inmenso sistema público de seguros
para los riesgos del mercado de fuerza de trabajo que es el Estado del
Bienestar es otro de los campos globales de batalla, pues compite por recursos
financieros escasos con los mercados; de ahí el constante acoso a su
pervivencia. Lo que Giddens llama «riesgo manufacturado» no es un problema
técnico que pueda ser resuelto en nuevas instituciones donde se discutan
públicamente las incertidumbres del conocimiento tecnocientífico y se frene
precautoriamente el cambio tecnológico, sino un problema político que entraña
la decisión de arriesgarse a sufrir consecuencias imprevisibles a cambio del
logro inmediato de ventajas económicas —como en el caso de los alimentos
transgénicos—.
La globalización y el riesgo «manufacturado» son rasgos
presentes de la sociedad futura; por contra, la tradición y la familia serían
rasgos periclitados. Esto no significa que vayan a desaparecer, pero sí que van
a ser desmitificadas y que muchos depositarios de autoridad ligados a ellas
verán dolorosamente cómo su influencia se reduce; y se resistirán a ello. Hoy
sabemos que las tradiciones se inventan, se adaptan; que su esencia no es la
duración sino una repetición ritual que confiere sentido a la práctica. Sobre
la base de su reiteración, Giddens compara la tradición «tradicional» y el
fenómeno creciente de la adicción moderna (a sustancias que crean dependencia,
pero también al juego, el trabajo, el sexo, a la televisión, los videojuegos o
Internet); la tradición gobierna el presente desde el pasado mediante creencias
y sentimientos colectivos compartidos, mientras que el hábito compulsivo del
adicto rige su presente como el único medio de vencer su ansiedad ante el
futuro. La tradición es una fuente invalorable de identidad y sentido que,
reinterpretada, abre la puerta de la continuidad de una colectividad; la
tradición sobrevivirá si es abierta. Pero también puede intentar la estrategia
opuesta, para-adictiva: el cierre fundamentalista —étnico, nacionalista,
ideológico o religioso— en torno a una fantasía de pureza e integración
comunitarias y a autoridades carismáticas. Si la ansiedad ante el futuro es la
patología de la sociedad global, el fundamentalismo lo expresa para sus
segmentos menos capaces y las sociedades más vulnerables. Para Giddens, el
choque entre los fundamentalismos y la emergente sociedad de tolerancia
cosmopolita será una de las grandes fracturas de conflicto en el futuro
inmediato.
Aunque se presenta sin dramatismo, no deja de verse que la
institución familiar es la posición clave del choque. La familia «tradicional»,
extensa unidad productiva y de solidaridad, basada en el matrimonio decidido
por los mayores, dominada por los varones adultos, con profunda desigualdad
legal y sexual entre hombres y mujeres, heterosexual, dio paso en los países
industriales durante el siglo XX a una familia nuclear biparental con mayor
igualdad legal y una sexualidad menos reproductiva. Hoy, las crecientes
oportunidades de empleo femenino y los medios anticonceptivos habrían originado
un cambio estructural: hombres y mujeres formalmente iguales buscan y tiene
relaciones basadas en la pura intimidad y en la comunicación abierta de sus
metas, intereses, planes y sentimientos; consolidadas, forman parejas homo— o
heterosexuales, con o sin descendencia, casadas o no. Su fundamento no es
económico —la producción ni el consumo— sino emocional —la convivencia íntima—.
Sin embargo, sí tiene un importante corolario socioeconómico: la erradicación
del empleo infantil y la generalización de la educación, y especialmente la
igualdad legal y la educación de la mujer son las principales fuentes de
capital humano para el desarrollo económico y social globales. La
democratización de la familia sería el primum mobile de la prosperidad.
Esto nos lleva al último tema: la democracia pluralista es
hoy el ideal político universal, con la excepción de las monarquías árabes
petroleras. A pesar de los escándalos de corrupción y del amplio desinterés por
la política partidista —que moviliza a los ciudadanos más hacia los movimientos
sociales y las ONGs— el modelo democrático no está en cuestión; la primera
proclama de un golpista suele ser que convocará prontas elecciones. No
obstante, la creciente importancia de instituciones supra— y plurinacionales,
la influencia cada vez mayor de los grupos de presión, interés u opinión y la
agitación de las heterogéneas comunidades sub-estatales exigen una
profundización democrática en todos estos niveles, así como de sus
participantes. Los riesgos económicos, sociales y ecológicos globales demandan
alguna forma de «democracia global».
En suma, Giddens ofrece un pulcro y persuasivo argumento: la
globalización genera riesgos para todas las sociedades, pero el mayor es que
los países emergentes o atrasados caigan presa del fundamentalismo y renuncien
a liberalizar y democratizar sus instituciones, empezando por la familia, para
integrarse en una sociedad global dinámica y pletórica de oportunidades. Desde
Londres parece obvio que sólo ahondar democráticamente los modelos económicos,
políticos y sociales que Occidente globaliza puede paliar la inestabilidad y
los daños transicionales actuales y futuros. Esta apología no es reprochable a
Giddens, sino más bien su omisión de que en un mundo global algunos riesgos son
universales. La vulnerabilidad de una economía dependiente de los
hidrocarburos baratos, la creciente inseguridad alimentaria
de los países más áridos y más poblados, la proliferación de «mini-conflictos»
armados que disuaden la inversión y aumentan el gasto en armas y la deuda,
entre otros, pueden causar daños mucho mayores que cualquier oscilación de los
tipos de cambio.
JUAN MANUEL IRANZO
(Universidad Pública de Navarra)
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