Historia y
conciencia de clase de Georg Lukács (1923) es uno de los pocos
auténticos acontecimientos en la historia del marxismo.[1] Hoy en día, no podemos dejar de
experimentar el libro como un extraño resto de una época ya pasada — es difícil
incluso imaginar adecuadamente el impacto traumático que su aparición tuvo en
generaciones de marxistas, incluyendo al propio Lukács quien, en su fase
termidoriana, es decir, desde principios de los años treinta en adelante,
intentó desesperadamente distanciarse de él, para confinarlo a ser un mero
documento de interés histórico, y no autorizó su reimpresión sino hasta 1967,
acompañado de una nueva y larga introducción autocrítica. Hasta esta
reimpresión “oficial”, el libro llevaba un tipo de existencia espectral
subterránea de una entidad “no-muerta”, circulando en ediciones piratas entre
estudiantes alemanes en la década de 1960, disponible sólo en algunas
traducciones raras (como la legendaria traducción francesa de 1959). En mi
propio país, la ya desaparecida Yugoslavia, la referencia a Historia y
conciencia de clase servía como una señal ritualista
de reconocimiento de todo el círculo marxista crítico en torno
a la revista Praxis — su ataque a la noción de Engels de la
“dialéctica de la naturaleza” fue crucial para el rechazo crítico de la teoría
del conocimiento de la “reflexión” como el principio central del “materialismo
dialéctico”. Este impacto estaba lejos de estar confinado solamente a los
círculos marxistas: incluso Heidegger estuvo obviamente afectado por Historia
y conciencia de clase, ya que hay un par de indicios inconfundibles en Ser
y tiempo — por ejemplo, en el último parágrafo, Heidegger, en una reacción
obvia a la crítica de Lukács a la “cosificación”, se hace la siguiente
pregunta: “[…] Que la ontología antigua opera con «conceptos cosificados» [«Dingbegriffen»] y
que se corre el riesgo de «cosificar la conciencia» [«Bewußtsein zu
verdiglichen»], es algo sabido desde hace tiempo. Pero, ¿qué significa
cosificación [Verdinglichung]? ¿De dónde brota? […] ¿Basta
siquiera la «distinción» de «conciencia» y «cosa» para un desarrollo originario
de la problemática ontológica?”[2]
I.
Entonces, ¿cómo logró Historia y conciencia de clase este estatus de libro de culto, de obra prohibida cuasi-mítica, cuyo impacto tal vez es sólo comparable al no menos traumático libro Pour Marx, escrito por Louis Althusser, la más reciente gran antípoda antihegeliana de Lukács?[3] La primera respuesta que se nos viene a la mente, por supuesto, es que estamos tratando con el texto fundador de toda la tradición del marxismo hegeliano occidental, con un libro que combina una postura revolucionaria comprometida con temas que luego fueron desarrollados por las diferentes corrientes de la llamada teoría crítica hasta los estudios culturales de hoy (la noción de “fetichismo de mercancías” como la característica estructural de toda la vida social, la “cosificación” y la “razón instrumental”, etc.). Sin embargo, en una mirada más cercana, las cosas aparecen bajo una luz ligeramente diferente: hay una ruptura radical entre Historia y conciencia de clase —más precisamente, entre los escritos de Lukács de alrededor de 1915 a 1930, aproximadamente, incluyendo su Lenin de 1924, una serie de otros textos cortos de este período no incluidos en Historia y conciencia de clase y publicados en la década de 1960 bajo el título Táctica y ética, así como el manuscrito de Derrotismo y dialéctica [Chvostismus and Dialektik], la respuesta de Lukács a las críticas provenientes del Komintern (III Internacional)[4] —y la tradición posterior del marxismo occidental. La paradoja (desde nuestra perspectiva “pospolítica” occidental) de Historia y conciencia de clase es que tenemos un libro de filosofía extremadamente sofisticado, que puede competir con los logros más altos del pensamiento no marxista de su época, y sin embargo un libro que está completamente comprometido en la lucha política en curso, un reflejo de la propia experiencia política radicalmente leninista del autor (entre otras cosas, Lukács fue ministro de asuntos culturales en el breve gobierno comunista húngaro de Bela Kun en 1919).[5] La paradoja es, por lo tanto, que, con respecto al “estándar” del marxismo occidental de la Escuela de Frankfurt, Historia y conciencia de clase está al mismo tiempo mucho más abiertamente comprometidos políticamente y filosóficamente es mucho más especulativo, en su carácter hegeliano (véase la noción de proletariado como sujeto-objeto de la historia, una noción hacia la cual los miembros de la Escuela de Frankfurt siempre mantuvieron una distancia incómoda), si es que alguna vez hubo un filósofo del leninismo, del partido leninista, fueron los escritos marxistas tempranos de Lukács, que fueron hasta el límite en esta dirección, hasta defender los rasgos “antidemocráticos” del primer año del poder soviético contra las famosas críticas de Rosa Luxemburg, acusándola de “fetichizar” la democracia formal, en lugar de tratar a la democracia como una de tantas posibles estrategias que hay que respaldar o rechazar con respecto a las demandas de una situación revolucionaria concreta.[6] Y lo que hay que evitar hoy es precisamente la tentación de borrar este aspecto, reduciendo así a Lukács a una crítica cultural gentrificada y despolitizada, advirtiendo sobre la “cosificación” y la “razón instrumental”, motivos de los que desde hace mucho tiempo se apropiaron los críticos conservadores de la “sociedad de consumo”.
Así, precisamente como texto fundacional del marxismo occidental, Historia y conciencia de clase ocupa la posición de excepción, confirmando una vez más la noción de Schelling de que “el comienzo es la negación de lo que se comienza”[7]. ¿En qué se basa este estado excepcional? A mediados de los años veinte, lo que Alain Badiou llama el “Acontecimiento de 1917” comenzó a agotar su potencial, y el proceso tomó un giro termidoriano[8]. Este término debe ser concebido no sólo de la manera trotskista habitual (la traición de la revolución por una nueva clase burocrática), sino también en el sentido estricto elaborado por Badiou: como el cese del Acontecimiento, como la traición no de un cierto grupo social y/o sus intereses, sino de la fidelidad al Acontecimiento (revolucionario) mismo. Desde la perspectiva termidoriana, el Acontecimiento y sus consecuencias se volvieron ilegibles, “irracionales”, descartados como un mal sueño de la inmersión colectiva en la locura — “todos fuimos atrapados en un extraño vórtice destructivo…”
Lo que sucedió entonces con la saturación de lo que Badiou llama la “secuencia revolucionaria de 1917” es que un compromiso teórico-político directo como el de Lukács en Historia y conciencia de clase se hizo imposible. El movimiento socialista se dividió definitivamente en el reformismo parlamentario socialdemócrata y la nueva ortodoxia estalinista, mientras que el marxismo occidental, que se abstuvo de apoyar abiertamente a cualquiera de estos dos polos, abandonó la postura del compromiso político directo y se convirtió en parte de la maquinaria académica establecida cuya tradición se extiende desde los comienzos de la Escuela de Frankfurt hasta los estudios culturales de hoy en día, y en eso radica la diferencia clave que los separa del Lukács de la década de 1920. Por otro lado, la filosofía soviética asumió gradualmente la forma de “materialismo dialéctico” como la ideología legitimadora del “socialismo realmente existente” — uno de los signos del ascenso gradual de la ortodoxia soviética termidoriana en filosofía es precisamente la serie de ataques despiadados contra Lukács y su colega teórico Karl Korsch, cuyo Marxismo y filosofía es una especie de pieza acompañante de Historia y conciencia de clase, incluso hasta el punto de ser publicada en el mismo año (1923).[9] El punto de inflexión para este desarrollo fue el Quinto Congreso de la Komintern en 1924, el primer congreso después de la muerte de Lenin, y simultáneamente el primero después de que quedó claro que la era de agitación revolucionaria en Europa había terminado y que el socialismo tendría que sobrevivir en Rusia por sí solo.[10] En su famosa intervención en este Congreso, Zinóviev se permitió un ataque anti-intelectualista que agitó a las multitudes contra las desviaciones “ultraizquierdistas” de Lukács, Korsch y otros “profesores”, como él mismo los llamaba despectivamente, apoyando al compañero húngaro del Partido de Lukács, Lâszlo Rudas, en el rechazo crítico de este último a Lukács por “revisionismo”. Posteriormente, la principal crítica a Lukács y Korsch se originó en Abram Deborin y su escuela filosófica, en ese momento predominante en la Unión Soviética (aunque más tarde purgada como “idealista hegeliana”), quienes fueron los primeros en desarrollar sistemáticamente la noción de filosofía marxista como un método dialéctico universal, La dialéctica marxista fue así privada de su actitud directamente comprometida, práctico-revolucionaria, y se convirtió en una teoría epistemológica general que trata de las leyes universales del conocimiento científico.
Como ya señaló Korsch tras estos debates, la característica crucial fue que las críticas de la Komintern y las de los círculos socialdemócratas “revisionistas”, enemigos jurados oficialmente, repitieron básicamente los mismos contraargumentos, siendo perturbados por las mismas tesis en Lukács y Korsch, denunciando su “subjetivismo” (el carácter comprometido en la práctica de la teoría marxista, y así sucesivamente). Tal posición ya no era admisible en un momento en que el marxismo se estaba transformando en una ideología de Estado cuya razón de ser última era proporcionar la legitimación posterior a los hechos para las decisiones pragmáticas de los partidos políticos en las leyes ahistóricas (“universales”) de la dialéctica. Aquí fue sintomática la repentina rehabilitación de la noción de que el materialismo dialéctico era la “cosmovisión [Weltanschauung] de la clase obrera”: para Lukács y Korsch, así como para Marx, una “cosmovisión” por definición designa la posición “contemplativa” de la ideología con la que la teoría revolucionaria marxista comprometida tiene que romper.
Evert Van der Zweerde desarrolló en detalle el funcionamiento ideológico de la filosofía soviética del materialismo dialéctico como la “visión del mundo científica de la clase obrera”:[11] aunque se trataba de una ideología autoproclamada, el problema es que no era la ideología que afirmaba ser — no motivaba, sino que legitimaba los actos políticos; no se podía creer en ella, sino que se promulgaba ritualmente; el objetivo de su afirmación de ser una “ideología científica” y, por lo tanto, la “reflexión correcta” de las circunstancias sociales era excluir la posibilidad de que en la sociedad soviética pudiera seguir existiendo una ideología “normal” que “reflejara” la realidad social de una manera “equivocada”; y así por el estilo. Así pues, pasamos totalmente por alto el punto si tratamos el infame “diamat” como un sistema filosófico genuino: fue un instrumento de legitimación del poder que se promulgó ritualmente y, como tal, que se ubicó en el contexto de la espesa red de relaciones de poder. Aquí son emblemáticos los diferentes destinos de I. Ilyenkov y P. Losev, dos prototipos de la filosofía rusa bajo el socialismo. Losev fue el autor del último libro publicado en la Unión Soviética (en 1929) que rechazaba abiertamente el marxismo (descartando el materialismo dialéctico como una “tontería obvia”); sin embargo, después de un corto período en prisión, se le permitió continuar su carrera académica y, durante la Segunda Guerra Mundial, incluso comenzó a dar conferencias de nuevo — la “fórmula” de supervivencia fue que él se retiró a la historia de la filosofía (estética) como disciplina científica especializada, centrándose en los antiguos autores griegos y romanos. Bajo el disfraz de informar e interpretar a pensadores del pasado, especialmente a Plotino y otros neoplatónicos, pudo así introducir de contrabando sus propias tesis místicas espiritualistas, mientras que, en las introducciones de sus libros, se refería de boquilla a la ideología oficial con una o dos citas de Jruschov o Breznev. De esta manera, Losev sobrevivió a todas las vicisitudes del socialismo y vivió para ver el fin del comunismo, aclamado como el gran anciano de la auténtica herencia espiritual rusa. En contraste con Losev, el problema con Ilyenkov, un magnífico dialéctico y experto en Hegel, fue que era una figura misteriosa de un marxista-leninista sincero; por esa razón (es decir, porque escribió de una manera personalmente comprometida, esforzándose por elaborar el marxismo como una filosofía seria, no meramente como un conjunto legitimador de fórmulas rituales), fue excomulgado gradualmente y finalmente orillado al suicidio — ¿hubo alguna vez una lección mejor sobre cómo funciona una ideología de manera efectiva?[12]
En un gesto de Thermidor personal, el propio Lukács, a principios de la década de 1930, se retiró y se dirigió a las áreas más especializadas de la estética marxista y la teoría literaria, justificando su apoyo público a la política estalinista en los términos de la crítica hegeliana del Alma Bella: la Unión Soviética, incluyendo todas sus dificultades inesperadas, fue el resultado de la Revolución de Octubre, así que, en lugar de condenarla desde la cómoda posición del Alma Bella manteniendo nuestras manos limpias, uno debería valientemente “reconocer la razón como la rosa en la cruz del presente” [“Die Vernunft als die Rose im Kreuze der Gegenwart zu erkennen”] — Adorno estaba totalmente justificado al designar sarcásticamente a este Lukács como alguien que malinterpretó el estruendo de sus cadenas con la marcha triunfante hacia delante del Espíritu del Mundo, y, consecuentemente, apoyó la “reconciliación extorsionada” entre el individuo y la sociedad de los países comunistas de la Europa Oriental.[13]
II
Sin embargo, este destino de Lukács nos confronta con el difícil problema del surgimiento del estalinismo: es demasiado fácil contrastar el auténtico impulso revolucionario del “Acontecimiento de 1917” con su posterior Termidor estalinista — el verdadero problema es “¿cómo llegamos de allí a aquí?” Como ha subrayado Alain Badiou, la gran tarea hoy es pensar en la necesidad del paso del leninismo al estalinismo sin negar el tremendo potencial emancipador del Acontecimiento de octubre, es decir, sin caer en el viejo balbuceo liberal del potencial “totalitario” de la política emancipadora radical, según el cual toda revolución habrá de terminar en una represión peor que la del viejo orden social derrocado. El desafío a enfrentar aquí es el siguiente: si bien se admite que el surgimiento del estalinismo fue el resultado inherente de la lógica revolucionaria leninista (no el resultado de alguna influencia corruptora externa en particular, como el “atraso ruso” o la postura ideológica “asiática” de sus masas), hay que atenerse, sin embargo, a un análisis concreto de la lógica del proceso político y, a cualquier precio, evitar recurrir a alguna noción general inmediata cuasi antropológica o filosófica, como el de la “razón instrumental”. En el momento en que apoyamos este gesto, el estalinismo pierde su especificidad, su dinámica política específica, y se convierte en un ejemplo más de esta noción general (este gesto puede ser ejemplificado con la famosa observación de Heidegger, en su Introducción a la Metafísica, de que, desde el punto de vista histórico de la época, el comunismo ruso y el americanismo son “metafísicamente lo mismo”[14]).
Dentro del marxismo occidental, fue, por supuesto, la Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer, así como los numerosos ensayos posteriores de Horkheimer sobre la “crítica de la razón instrumental”, los que lograron este cambio fatídico del análisis sociopolítico concreto a la generalización filosófico-antropológica, el cambio mediante el cual la “razón instrumental” ya no se basa en relaciones sociales capitalistas concretas, sino que se convierte casi imperceptiblemente en su “principio” o “fundamento” cuasi-trascendental.[15] Estrictamente correlativo a este cambio es la ausencia casi total de confrontación teórica con el estalinismo en la Escuela de Frankfurt, en claro contraste con su permanente obsesión por el antisemitismo fascista. Las mismas excepciones a esta regla son reveladoras: Behemoth,[16] de Franz Neumann, un estudio sobre el nacionalsocialismo que, en el típico estilo de moda de finales de los años treinta y principios de los cuarenta, sugería que los tres grandes sistemas mundiales —el emergente capitalismo del New Deal, el fascismo y el estalinismo— tienden hacia la misma sociedad burocrática, globalmente organizada y “administrada”; El marxismo soviético,[17] quizá el libro menos apasionado de Herbert Marcuse y posiblemente el peor, un análisis extrañamente neutro de la ideología soviética, sin compromisos claros; y, finalmente, los intentos de algunos habermasianos que, reflexionando sobre el emergente fenómeno disidente, se han esforzado por elaborar la noción de la sociedad civil como un lugar de resistencia al régimen comunista. Una posición que es interesante políticamente, pero que está lejos de ofrecer una teoría global satisfactoria de la especificidad del “totalitarismo” estalinista. La excusa estándar —que los autores de la Escuela de Frankfurt no querían oponerse al comunismo demasiado abiertamente porque, al hacerlo, le harían el juego a los partidarios pro-capitalistas en la guerra fría— es obviamente insuficiente: el punto no es que este miedo a ser puestos al servicio del anticomunismo oficial pruebe que eran secretamente pro-comunistas, sino más bien lo contrario: Si realmente estuvieran acorralados en cuanto a su posición con respecto a la Guerra Fría, habrían elegido la democracia liberal occidental (como lo hizo explícitamente Max Horkheimer en algunos de los escritos tardíos). Tuvo esta solidaridad última con el sistema occidental cuando realmente hubo una amenaza al sistema capitalista, del que de alguna manera se sintió avergonzado por reconocerlo públicamente, en clara simetría con la postura de la “oposición socialista democrática crítica” en la República Democrática Alemana, cuyos miembros criticaron el gobierno del Partido, pero, en el momento en que la situación se tornó realmente grave y el sistema socialista se vio amenazado, apoyaron públicamente el sistema (Brecht a propósito de las manifestaciones obreras de Berlín Oriental en 1953, y Christa Wolf a propósito de la Primavera de Praga en 1968). El “estalinismo” (es decir, el socialismo realmente existente) era, por lo tanto, para la Escuela de Frankfurt, un tema traumático a propósito del cual tenía que permanecer en silencio — este silencio era la única manera de mantener la inconsistencia de su posición de solidaridad subyacente con la democracia liberal occidental, sin perder su apariencia oficial de crítica izquierdista “radical”. Reconocer abiertamente esta solidaridad los habría privado de su aura “radical”, convirtiéndolos en otra versión de los liberales anticomunistas de izquierda de la Guerra Fría, mientras que mostrar demasiada simpatía por el socialismo realmente existente los habría obligado a traicionar su compromiso básico no reconocido.
Es difícil no sorprenderse por el carácter poco convincente y “plano” de las explicaciones anticomunistas estándar del estalinismo con sus referencias al carácter “totalitario” de la política emancipadora radical, etc. — hoy, más que nunca, uno debería insistir en que sólo una explicación dialéctica-materialista marxista puede dar cuenta eficazmente del surgimiento del estalinismo. Aunque, por supuesto, esta tarea va mucho más allá del alcance del presente ensayo, uno se siente tentado a arriesgarse a hacer una breve observación preliminar. Cada marxista recuerda la afirmación de Lenin, de sus Cuadernos Filosóficos,[18] de que nadie que no haya leído y estudiado en detalle toda la Ciencia de la lógica de Hegel puede realmente entender El Capital de Marx — en la misma línea argumentativa, uno está tentado de afirmar que nadie que no haya leído y estudiado en detalle los capítulos sobre juicio y silogismo de la Lógica de Hegel puede captar el surgimiento del estalinismo. Es decir, la lógica de este surgimiento puede quizás ser entendida mejor como la sucesión de las tres formas de mediación silogística, que encajan vagamente en la tríada del marxismo-leninismo-estalinismo. Los tres términos mediados (Universal, Particular y Singular) son Historia (el movimiento histórico global), el Proletariado (la clase particular con una relación privilegiada con el Universal) y el Partido Comunista (el agente singular). En la primera, la forma marxista clásica de su mediación, el Partido media entre la Historia y el Proletariado: su acción permite a la clase obrera “empírica” tomar conciencia de su misión histórica inscrita en su propia posición social y actuar en consecuencia, es decir, convertirse en un sujeto revolucionario. El acento está puesto aquí en la postura revolucionaria “espontánea” del Proletariado: el Partido sólo actúa en un papel mayéutico, haciendo posible la conversión puramente formal del Proletariado de clase en-sí a clase para-sí.
Sin embargo, como siempre en Hegel, la “verdad” de esta mediación es que, en el curso de su movimiento, su punto de partida, la identidad presupuesta, es falsificada. En la primera forma, esta identidad presupuesta es la que existe entre el Proletariado y la Historia, es decir, la noción de que la misión revolucionaria de la liberación universal está inscrita en la condición social muy objetiva del Proletariado como la “clase universal”, la clase cuyos verdaderos intereses particulares se superponen con los intereses universales de la humanidad; el tercer término, el Partido, es meramente el operador de la realización de este potencial universal de lo particular. Lo que se hace palpable en el curso de esta mediación es que el Proletariado sólo puede “espontáneamente” lograr una conciencia sindical reformista, así que, de esta manera, llegamos a la conclusión (supuestamente) leninista: la constitución del sujeto revolucionario sólo es posible cuando (los que se convertirán en) los intelectuales del Partido logran comprender la lógica interna del proceso histórico y, por consiguiente, “educan” al proletariado.[19] En esta segunda forma, el proletariado se reduce así al papel de mediador entre la Historia (proceso histórico global) y el conocimiento científico sobre ella encarnado en el Partido: después de comprender la lógica del proceso histórico, el Partido “educa” a los obreros para que sean el instrumento dispuesto para la realización de la meta histórica. La identidad presupuesta en esta segunda forma es la que existe entre lo Universal y lo Singular, entre la Historia y el Partido, es decir, la noción de que el Partido como “intelectual colectivo” posee un conocimiento efectivo del proceso histórico. Esta presuposición está mejor representada por la superposición de los aspectos “subjetivo” y “objetivo”: la noción de la Historia como un proceso objetivo determinado por las leyes necesarias es estrictamente correlativa con la noción de los intelectuales del Partido como el Sujeto cuyo conocimiento y perspicacia privilegiados de este proceso le permiten intervenir y dirigirlo. Y, como cabría esperar, es esta presuposición la que se falsifica en el curso de la segunda mediación, llevándonos a la tercera forma de mediación, “estalinista”, la “verdad” de todo el movimiento, en la que lo Universal (la Historia misma) media entre el Proletariado y el Partido: para decirlo en términos un tanto simplistas, el Partido se limita a utilizar la referencia a la Historia —es decir, a su doctrina, el “materialismo dialéctico e histórico”, que encarna su acceso privilegiado a la “inexorable necesidad de progreso histórico”— para legitimar su dominio real y su explotación de la clase obrera, es decir, para dar a las decisiones pragmáticas oportunistas del Partido una especie de “cobertura ontológica”.
Para ponerlo en términos de la coincidencia especulativa de los opuestos, o del “juicio infinito” en el que lo más alto coincide con lo más bajo, el hecho de que los trabajadores soviéticos eran despertados temprano cada mañana por la música de los altavoces que tocaban los primeros acordes de la Internacional, cuyas palabras son: “¡Levantaos, prisioneros del trabajo!” La “verdad” última del patético significado original de estas palabras (“¡Resiste, rompe las cadenas que te constriñen y busca la libertad!”) resultó ser su significado literal, la llamada a los trabajadores cansados, “¡Levántate, esclavo, y empieza a trabajar para nosotros, la nomenclatura del Partido!”
III
Volvamos a la triple mediación silogística de la Historia, el Proletariado y el Partido: si cada forma de mediación es la “verdad” de la anterior (el Partido que instrumentaliza a la clase obrera como el medio para alcanzar su objetivo, basado en la comprensión de la lógica del progreso histórico, es la “verdad” de la noción de que el Partido simplemente permite que el proletariado tome conciencia de su misión histórica, que sólo le permite descubrir su “verdadero interés”; el Partido que explota despiadadamente a las clases trabajadoras es la “verdad” de la noción de que el Partido sólo realiza a través de ellas su profunda comprensión de la lógica de la Historia), ¿significa esto que este movimiento es inexorable, que nos enfrentamos a una lógica de hierro por la cual, en el momento en que apoyamos el punto de partida —la premisa de que el Proletariado es, en cuanto a su posición social, potencialmente la “clase universal”— nos vemos atrapados, con una compulsión diabólica, en un proceso que termina con el gulag? Si este fuera el caso, Historia y conciencia de clase, a pesar de (o, más bien, a causa de) su brillantez intelectual, sería el texto fundador del estalinismo, y el rechazo posmodernista estándar de este libro como la manifestación última del esencialismo hegeliano, así como la identificación de Althusser del hegelianismo como el núcleo filosófico secreto del estalinismo —la necesidad teleológica del progreso de la historia hacia la revolución proletaria como su gran punto de inflexión, en el que el Proletariado, como sujeto-objeto de la Historia, la “clase universal” iluminada por el Partido acerca de la misión inscrita en su posición social objetiva, lleva a cabo el acto auto-transparente de la liberación—, estaría plenamente justificada. La reacción violenta de los partidarios del “materialismo dialéctico” contra Historia y conciencia de clase volvería a ser un ejemplo de lo que Lucien Goldmann señalaba sobre la manera en que la ideología dominante debe necesariamente negar sus verdaderas premisas fundamentales: en esta perspectiva, la megalómana noción hegeliana lukácsiana del Partido Leninista como la encarnación del Espíritu histórico, como el “intelectual colectivo” del Proletariado como Sujeto-Objeto absoluto de la Historia, sería la “verdad” oculta de la aparentemente más modesta explicación “objetivista” estalinista de la actividad revolucionaria, basada en un proceso ontológico global dominado por leyes dialécticas universales. Y, por supuesto, sería fácil jugar contra esta noción hegeliana de Sujeto-Objeto con la premisa deconstruccionista básica de que el sujeto emerge precisamente en/como la brecha básica en la Sustancia (el orden objetivo de las cosas), que hay subjetividad sólo en la medida en que hay una “grieta en el edificio del Ser”, sólo en la medida en que el universo está de alguna manera “descarrilado”, “fuera de lugar”, en suma, que no sólo la plena actualización del sujeto siempre falla, sino que lo que Lukács habría descartado como un modo de subjetividad “defectuoso”, como un sujeto frustrado, es efectivamente el sujeto mismo.
La explicación “objetivista” estalinista sería así también la “verdad” de Historia y conciencia de clase por razones filosóficas estrictamente inherentes: puesto que el sujeto siempre fracasa [en su actualización] por definición, su plena actualización como sujeto-objeto de la Historia implicaría necesariamente su auto-cancelación, su auto-objetivización como instrumento de la Historia. Y, además, sería fácil afirmar, contra este estancamiento hegeliano-estalinista, la afirmación postmoderna laclauiana de la contingencia radical como el terreno mismo de la subjetividad (política): los universales políticos están “vacíos”, el vínculo entre ellos y el contenido particular que los hegemoniza es lo que está en juego en una lucha ideológica, que es totalmente contingente; en otras palabras, ningún sujeto político tiene escrita su misión universal en su condición social “objetiva”.
¿Es éste, sin embargo, el caso de Historia y conciencia de clase? ¿Se puede descartar a Lukács como el defensor de una afirmación pseudo-hegeliana del Proletariado como sujeto-objeto absoluto de la historia? Volvamos al trasfondo político concreto de Historia y conciencia de clase, en el que Lukács sigue hablando como un revolucionario plenamente comprometido. Para decirlo en términos un tanto toscos y simplificados, la elección, para las fuerzas revolucionarias en la Rusia de 1917, en la difícil situación en la que la burguesía no fue capaz de llevar a cabo la revolución democrática, fue la siguiente.
Por un lado, la postura menchevique era la de la obediencia a la lógica de las “etapas objetivas del desarrollo”: primero la revolución democrática y luego la revolución proletaria. En el torbellino de 1917, en lugar de capitalizar la desintegración gradual de los aparatos estatales y construir sobre el descontento popular generalizado y la resistencia contra el gobierno provisional, todos los partidos radicales deben resistir la tentación de empujar al movimiento demasiado lejos y más bien unir fuerzas con los elementos democrático-burgueses para lograr primero la revolución democrática, esperando pacientemente la situación revolucionaria “madura”. A partir de este momento, una toma del poder por parte de los socialistas en 1917, cuando la situación aún no estaba “madura”, desencadenaría una regresión al terror primitivo. (Aunque este miedo a las catastróficas consecuencias terroristas de un levantamiento “prematuro” parecería dar cuenta de lo que ocurrió con el estalinismo, la verdad es lo contrario: la ideología del estalinismo marcó efectivamente un retorno a esta lógica “objetivista” de las necesarias etapas de desarrollo).[20]
Por otro lado, la postura leninista era dar un salto, lanzarse a la paradoja de la situación, aprovechar la oportunidad e intervenir, incluso si la situación era “prematura”, con la apuesta de que esta intervención “prematura” cambiaría radicalmente la relación de fuerzas “objetiva” misma, dentro de la cual la situación inicial parecía “prematura”, es decir, que socavaría los mismos estándares con respecto a los cuales la situación era juzgada como “prematura”.
Aquí hay que tener cuidado de no perder el punto: no es que, a diferencia de los mencheviques y escépticos entre los propios bolcheviques, Lenin pensara que la compleja situación de 1917 —es decir, la creciente insatisfacción de las amplias masas con la política irresoluta del gobierno provisional— ofrecía una oportunidad única de “saltar por encima” una fase (la revolución democrático-burguesa), de “condensar” las dos etapas consecutivas necesarias (la revolución democrático-burguesa y la revolución proletaria) en una. Esta noción sigue aceptando la lógica fundamental objetivista “cosificada” de las “etapas necesarias del desarrollo”; simplemente permite un ritmo diferente de su curso en distintas circunstancias concretas (en otras palabras, que en algunos países, la segunda etapa puede seguir inmediatamente a la primera). En contraste con esto, el punto de Lenin es mucho más fuerte: en última instancia, no existe una lógica objetiva de “etapas necesarias de desarrollo”, ya que las “complicaciones” que surgen de la intrincada textura de las situaciones concretas y/o de los resultados imprevistos de las intervenciones “subjetivas” siempre descarrilan el curso recto de las cosas. Como Lenin solía observar, el hecho del colonialismo y de las masas superexplotadas en Asia, África y América Latina afecta radicalmente y “desplaza” la “lucha de clases” “recta” en los países capitalistas desarrollados — hablar de “lucha de clases” sin tener en cuenta el colonialismo es una abstracción vacía que, traducida a política práctica, sólo puede resultar en condonar el papel “civilizador” del colonialismo y así, al subordinar la lucha anticolonialista de las masas asiáticas a la “verdadera” lucha de clases en los estados occidentales desarrollados, acepta de facto que la burguesía define los términos de la lucha de clases.[21] Uno está tentado a recurrir aquí a los términos lacanianos: lo que está en juego en esta alternativa es la (in)existencia del “Otro con mayúscula”: los mencheviques se basaban en el fundamento global de la lógica positiva del desarrollo histórico, mientras que los bolcheviques (Lenin, por lo menos) eran conscientes de que “el Otro con mayúscula no existe” — una intervención política propiamente dicha no se produce dentro de las coordenadas de alguna matriz global subyacente, puesto que lo que [esa intervención] logra es precisamente la “reorganización” de esta misma matriz global.
Esta es la razón de la gran admiración de Lukács por Lenin: su Lenin fue el que, a propósito de la división de la socialdemocracia rusa entre bolcheviques y mencheviques, cuando las dos facciones luchaban por la formulación precisa de quién podría ser miembro del Partido según lo definido por el Programa del Partido, escribió: “A veces, el destino de todo el movimiento de la clase obrera en los largos años venideros puede decidirse por medio de una o dos palabras en el programa del Partido.” O el Lenin que, cuando vio la oportunidad de la toma del poder por parte de los revolucionarios a finales de 1917, dijo: “¡La historia nunca nos perdonará si perdemos esta oportunidad!” A un nivel más general, la historia del capitalismo es una larga historia de la manera en que el marco ideológico-político predominante fue capaz de acomodar —y suavizar el borde subversivo de— los movimientos y demandas que parecían amenazar su propia supervivencia. Por ejemplo, durante mucho tiempo, los libertarios sexuales pensaron que la represión sexual monogámica era necesaria para la supervivencia del capitalismo; ahora sabemos que el capitalismo no sólo puede tolerar, sino incluso incitar y explotar activamente formas de sexualidad “perversa”, por no mencionar la indulgencia promiscua en los placeres sexuales. Sin embargo, la conclusión que se puede sacar de esto no es que el capitalismo tenga la capacidad infinita de integrarse y así cortar el borde subversivo de todas las demandas particulares — la cuestión del tiempo, de “aprovechar el momento”, es crucial aquí. Una determinada demanda en particular posee, en un momento dado, un poder detonante global; funciona como un sustituto metafórico de la revolución global: si insistimos incondicionalmente en ello, el sistema explotará; sin embargo, si esperamos demasiado, el metafórico cortocircuito entre esta demanda en particular y el derrocamiento global se disuelve, y el sistema puede, a su vez, responder, con una burlona e hipócrita satisfacción: “¿Quería usted esto? ¡Toma, tómalo!” sin que ocurra nada realmente radical. El arte de lo que Lukács llamó Augenblick —el momento en que, brevemente, hay una apertura para que un acto intervenga en una situación— es el arte de aprovechar el momento adecuado, de agravar el conflicto antes de que el sistema pueda acomodarse a nuestra demanda. Así que tenemos aquí a un Lukács que es mucho más “gramsciano” y coyunturalista de lo que se suele suponer — la lukácsiana Augenblick está inesperadamente cerca de lo que, hoy en día, Alain Badiou se esfuerza por formular como el Acontecimiento: una intervención que no se puede explicar en términos de sus “condiciones objetivas” preexistentes. El quid de la argumentación de Lukács es rechazar la reducción del acto a sus “circunstancias históricas”: no hay “condiciones objetivas” neutrales, o, en hegelés, todas las presuposiciones ya están mínimamente puestas.
Ejemplo de ello es, al principio de Derrotismo y Dialéctica, el análisis de Lukács de la enumeración “objetivista” de las causas del fracaso de la dictadura revolucionaria del Soviet húngaro en 1919: la traición de los oficiales del ejército, el bloqueo externo que causó hambre…[22] Aunque estos son indudablemente hechos que jugaron un papel crucial en esta derrota revolucionaria, es un error metodológico evocarlos como hechos crudos, sin tener en cuenta la forma en que fueron “mediados” por la constelación específica de fuerzas políticas “subjetivas”. Tomemos el bloqueo: ¿por qué, en contraste con el bloqueo aún más fuerte al Estado soviético ruso, este último no sucumbió a la embestida imperialista y contrarrevolucionaria? Porque, en Rusia, el Partido Bolchevique concientizó a las masas de que este bloqueo era el resultado de fuerzas contrarrevolucionarias extranjeras y nacionales, mientras que, en Hungría, el Partido no era lo suficientemente fuerte ideológicamente, de modo que las masas trabajadoras sucumbieron a la propaganda anticomunista, que afirmaba que el bloqueo era el resultado de la naturaleza “antidemocrática” del régimen — la lógica de “volvamos a la “democracia” y la ayuda exterior empezará a fluir….”. ¿Qué hay de la traición de los oficiales? Sí, pero ¿por qué una traición similar no tuvo las mismas consecuencias catastróficas en la Rusia soviética? Y, cuando se descubrieron los traidores, ¿por qué no fue posible reemplazarlos con cuadros confiables? Porque el Partido Comunista Húngaro no era lo suficientemente fuerte y activo, mientras que el Partido Bolchevique Ruso movilizó adecuadamente a los soldados que estaban dispuestos a luchar hasta el final para defender la revolución. Por supuesto, se puede afirmar que la debilidad del Partido Comunista es de nuevo un componente “objetivo” de la situación social; sin embargo, detrás de este “hecho”, hay de nuevo otras decisiones y actos subjetivos, de modo que nunca llegamos al nivel cero de un estado puramente “objetivo” de las cosas — el punto final no es la objetividad, sino la “totalidad” social como el proceso de la “mediación” global entre los aspectos subjetivos y los objetivos. En otras palabras, el acto no puede reducirse nunca a un resultado de condiciones objetivas.
Para tomar un ejemplo de un dominio diferente, la forma en que una ideología implica “poner sus presupuestos” es también fácilmente discernible en la (pseudo-) explicación estándar de la creciente aceptación de la ideología nazi en Alemania en la década de 1920: los alemanes de clase media ordinaria fueron hábilmente manipulados por los nazis gracias a los temores y las ansiedades generados por la crisis económica y los rápidos cambios sociales. El problema con esta explicación es que pasa por alto la circularidad autorreferencial que se da aquí: sí, los nazis ciertamente manipularon hábilmente los miedos y ansiedades; sin embargo, lejos de ser simples hechos pre-ideológicos, estos miedos y ansiedades fueron ya el producto de una cierta perspectiva ideológica. En otras palabras, la propia ideología nazi (co)generó las “ansiedades y temores” contra los que se propuso como solución.
IV
Ahora podemos volver, una vez más, a nuestro triple “silogismo” y determinar en qué consiste, precisamente, su error: en la misma oposición entre sus dos primeras formas. Lukács, por supuesto, se oponía a la ideología “espontánea” de abogar por la autoorganización autónoma de las masas trabajadoras contra la “dictadura” impuesta externamente de los burócratas del Partido, así como a la noción pseudo-leninista (en realidad es la de Kautsky) de que la clase obrera “empírica” sólo puede, por sí sola, alcanzar el nivel de reformismo sindicalista, y que la única manera en que puede convertirse en el sujeto revolucionario es con la mediación de los intelectuales independientes, quienes obtendrían una visión neutral “científica” de la necesidad “objetiva” del paso del capitalismo al socialismo, y luego transmitirían este conocimiento a la clase obrera empírica, “educándolos” sobre la misión inscrita en su propia posición social objetiva. Es aquí donde encontramos la oprobiosa dialéctica “identidad de los opuestos” en su estado más puro: el problema con estas oposiciones no es que los dos polos estén demasiado crudamente opuestos y que la verdad esté en algún punto intermedio, en su “mediación dialéctica” (la conciencia de clase surge de la “interacción” entre la autoconciencia espontánea de la clase obrera y la actividad educativa del Partido); el problema es más bien que la noción misma de que la clase obrera tiene el potencial interior para alcanzar una conciencia de clase revolucionaria adecuada (y, en consecuencia, que el Partido simplemente desempeña un papel modesto, autodestructivo y mayeutico de permitir que los trabajadores empíricos actualicen este potencial) legitima el ejercicio por parte del Partido de una presión dictatorial sobre los “trabajadores empíricos”, que en realidad son los trabajadores realmente existentes, y su confusa y oportunista conciencia de sí mismos, en nombre de (la correcta percepción del Partido de) lo que son en realidad sus verdaderos potenciales internos y/o sus “verdaderos intereses de largo plazo”. En resumen, Lukács está aquí simplemente aplicando la identificación especulativa hegeliana del “potencial interno” de un individuo con la presión externa ejercida sobre él por sus educadores a la falsa oposición entre el “espontaneismo” y la dominación externa del Partido: decir que un individuo posee “potencial interno” para ser un gran músico es estrictamente equivalente al hecho de que este potencial tiene que estar ya presente en el educador que, a través de la presión externa, obligará al individuo a actualizarlo,
Así que la paradoja es que cuanto más insistimos en la forma en que una postura revolucionaria traduce directamente la verdadera “naturaleza interna” de la clase obrera, más nos vemos obligados a ejercer presión externa sobre la clase obrera “empírica” para actualizar esta posibilidad interna. En otras palabras, la “verdad” de esta identidad inmediata de los opuestos, de las dos primeras formas, es, como hemos visto, la tercera forma, la mediación estalinista — ¿por qué? Porque esta identidad inmediata impide cualquier lugar para el acto propiamente dicho: si la conciencia de clase surge “espontáneamente”, como la actualización del potencial interior inscrito en la situación objetiva de la clase obrera, entonces no hay ningún acto real, sólo la conversión puramente formal del en-sí al para-sí, el gesto de sacar a la luz lo que siempre ha estado allí; si la conciencia de clase revolucionaria adecuada debe ser “importada” a través del Partido, entonces tenemos, por un lado, intelectuales “neutrales” que adquieren una visión “objetiva” de la necesidad histórica (sin una intervención comprometida en ella), y luego lo que en última instancia es su uso instrumental y manipulador de la clase obrera como una herramienta para actualizar la necesidad ya escrita en la situación — de nuevo, no hay lugar para un acto propiamente dicho.
Esta noción del acto también nos permite abordar la característica que parece justificar plenamente la desestimación crítica de Lukács como un marxista determinista “hegeliano”: su mal conocida distinción entre conciencia empírica, fáctica y de clase (un fenómeno de psicología colectiva que se establecerá a través de la investigación sociológica positiva) y conciencia de clase “atribuida/asignada/imputada [zugerechnete]” (conciencia de que es “objetivamente posible” que una clase determinada logre alcanzar sus objetivos si moviliza plenamente sus recursos subjetivos). Como subraya Lukács, esta oposición no es simplemente la oposición entre la verdad y la falsedad: a diferencia de todas las demás clases, es “objetivamente posible” que el proletariado alcance la autoconciencia que le permite comprender correctamente la verdadera lógica de la totalidad histórica — depende de la movilización de su potencial subjetivo a través del Partido hasta qué punto la clase obrera factual alcanzará el nivel de esta conciencia de clase “atribuida”. En contraste con el proletariado, la conciencia “imputada” de todas las demás clases, aunque también va más allá de su conciencia fáctica, no es todavía la verdadera percepción de la totalidad histórica, sino que sigue siendo una distorsión ideológica (Lukács se refiere aquí al conocido análisis de Marx sobre la Revolución Francesa de 1848, en el que la causa del “Dieciochavo Brumario” de Napoleón III fue que la burguesía radical ni siquiera actualizó su propio potencial político progresista). El reproche se impone aquí casi automáticamente, ¿no es cierto que el propio Lukács regresa implícitamente a la oposición kantiana entre la posibilidad formal ideal y el estado de hechos empírico de las cosas que siempre va a la zaga de este ideal? ¿Y no está implícita en este rezago la justificación de la dominación del Partido sobre la clase obrera: el Partido es en última instancia, precisamente, el mediador entre la “conciencia imputada” y la conciencia fáctica — conoce la conciencia ideal potencial y se esfuerza por “educar” a la clase obrera empírica para alcanzar este nivel? Si esto fuera todo lo que Lukács quiso decir con “mediación subjetiva”, por acto y decisión, entonces, por supuesto, todavía permaneceríamos dentro de los límites de una dependencia “cosificada” de las “etapas objetivas de desarrollo”: existe el límite ideal-típico prescrito de lo que es “objetivamente posible”, el límite de la conciencia “atribuida” determinada por la posición social objetiva de una clase, y todo el espacio de maniobra que queda para los agentes históricos es la brecha entre este máximo “objetivamente posible” y la medida en que se acercan efectivamente a este máximo.
Existe, sin embargo, otra posibilidad que se nos presenta: leer la brecha entre la conciencia de clase fáctica y la “imputada” no como la oposición estándar entre el tipo ideal y su actualización borrosa fáctica, sino como la autofisura interna (o “fuera de lugar”) del sujeto histórico. Para ser más precisos, cuando se habla del proletariado como la “clase universal”, hay que tener en cuenta la noción estrictamente dialéctica de universalidad que se hace actual, “para sí misma”, sólo en el disfraz de su contrario, en un agente que está fuera de lugar en cualquier posición particular dentro del orden global existente y que por lo tanto mantiene hacia él una relación negativa — permítanme citar aquí la fórmula apropiada de Ernesto Laclau (a pesar del declarado antihegelianismo de Laclau):
Lo universal forma parte de mi identidad en la medida en que me penetra una carencia constitutiva, es decir, en la medida en que mi identidad diferencial ha fracasado en su proceso de constitución. Lo universal surge de lo particular no como un principio subyacente y explicativo, sino como un horizonte incompleto que sutura una identidad particular dislocada.[23]
En este sentido, como dice en el mismo documento, “lo universal es el símbolo de una plenitud que falta”; sólo puedo relacionarme con lo universal como tal en la medida en que mi identidad particular se ve frustrada, “dislocada”, sólo en la medida en que algún impedimento me impida “ser lo que ya soy” (con respecto a mi posición social particular). La afirmación de que el proletariado es la “clase universal” equivale, en última instancia, a la afirmación de que, dentro del orden mundial existente, el proletariado es la clase que está radicalmente dislocada (o, como diría Badiou, que ocupa el punto de la “torsión sintomática”) con respecto al cuerpo social: mientras que otras clases todavía pueden mantener la ilusión de que “la sociedad existe”, y que tienen su lugar específico dentro del cuerpo social mundial, la existencia misma del proletariado repudia la afirmación de que “la sociedad existe”. En otras palabras, la superposición de lo universal y lo particular en el proletariado no representa su identidad inmediata (en el sentido de que los intereses particulares del proletariado son al mismo tiempo los intereses universales de la humanidad, de modo que la liberación proletaria equivaldrá a la liberación de toda la humanidad): el potencial revolucionario universal está más bien “inscrito en el propio ser del proletariado” como su división radical inherente. Esta división, una vez más, no es la división inmediata entre los intereses/posiciones particulares del proletariado y su misión histórica universal — la “misión universal” del proletariado surge de la manera en que la existencia muy particular del proletariado está “barrada”, obstaculizada, de la manera en que el proletariado es a priori (“en su propio concepto”, por decirlo en hegeles) incapaz de realizar su identidad social particular, La escisión es, pues, la escisión entre la identidad positiva particular y la barra, el bloqueo inherente, que impide que los proletarios actualicen su propia identidad positiva particular (su “lugar en la sociedad”) —sólo si concebimos la escisión de esta manera, hay un espacio para el acto propiamente dicho, no sólo para las acciones que siguen los “principios” o “reglas” universales dados de antemano— y, por lo tanto, proporcionar la “cobertura ontológica” para nuestra actividad.
Ahí reside la diferencia última entre, por un lado, el auténtico Partido leninista y, por otro, el Partido kautskyista estalinista, que encarna el “conocimiento objetivo” no comprometido que debe impartirse a la clase obrera sin educación: el Partido kautskyista estalinista se dirige al proletariado desde una posición de conocimiento “objetivo” con la intención de complementar la (auto)experiencia subjetiva proletaria del sufrimiento y la explotación, es decir, la escisión aquí es la escisión entre la autoexperiencia subjetiva “espontánea” del proletariado y el conocimiento objetivo de la propia situación social, mientras que, en una auténtica posición leninista, la escisión es totalmente subjetiva, es decir, el Partido se dirige al proletariado desde una posición radicalmente subjetiva y comprometida de la falta que impide que los proletarios logren su “lugar propio” en el edificio social.[24] Y, además, es esta diferencia crucial la que también explica por qué el cuerpo sublime estalinista del Líder (con sus mausoleos y todos los teatros que lo acompañan) es impensable dentro del estricto horizonte leninista: el Líder puede ser elevado a la figura de la Belleza Sublime sólo cuando el “pueblo”, a quien representa, ya no es el proletariado completamente dislocado, sino la entidad substancial que existe en sentido positivo, las “masas trabajadoras”.
A aquellos que —ante lo que aquí y ahora estamos describiendo— reaccionan señalando que esto no es más que una distinción filosófica que no sirve de nada a los luchadores comprometidos, recordemos una experiencia similar con la filosofía práctica de Kant: ¿no es que las proposiciones aparentemente “difíciles” de Kant sobre la forma pura de la Ley como el único motivo legítimo de un acto ético, y así sucesivamente, de repente se vuelven claras si las relacionamos directamente con nuestra experiencia ética inmediata? Lo mismo ocurre con la distinción antes mencionada: la brecha que separa la confianza en la “lógica objetiva” del riesgo de un acto auténtico es “intuitivamente” conocida por cualquiera que participe en una lucha.
V
En este punto, debe aclararse otro posible malentendido: la posición de Lukács no es, como puede parecer a un lector superficial, que toda la historia hasta ahora estaba dominada por la necesidad objetiva “cosificada”, y que sólo con la crisis capitalista tardía, y el fortalecimiento concomitante de la postura proletaria revolucionaria, surge la “posibilidad objetiva” para romper la cadena de la necesidad que lo abarca todo. Toda la historia humana se caracteriza por la tensión dialéctica y la interdependencia entre la necesidad y la contingencia; lo que hay que tener cuidado es distinguir las diferentes formas históricas de esta interdependencia. En la sociedad premoderna, por supuesto, no sólo era posible —en efecto, ocurría todo el tiempo— que contingencias sin sentido (la locura o alguna otra peculiaridad psicológica del monarca) pudieran conducir a consecuencias catastróficas globales (como la destrucción total de ciudades árabes ricas y altamente civilizadas por parte de los mongoles); sin embargo, las idiosincrasias psicológicas sólo podían tener tales consecuencias en el marco de ciertas relaciones de poder y de producción bien definidas en las que se invierte de manera efectiva una gran parte de la autoridad en el líder. En la sociedad capitalista moderna, la contingencia reina bajo el disfraz de la “impredecible” interacción de las fuerzas del mercado, que puede, “sin ninguna razón aparente”, arruinar instantáneamente a los individuos que trabajaron duro toda su vida: como ya lo han dicho Marx y Engels, el mercado es la reencarnación moderna del antiguo destino caprichoso;[25] en otras palabras, esta “contingencia” es la forma de apariencia de su anverso dialéctico, la necesidad ciega e impenetrable del sistema capitalista. Finalmente, en el proceso revolucionario, el espacio está abierto, no para un “acto” fundacional metafísico, sino para una intervención contingente, estrictamente “coyuntural”, que puede romper la cadena misma de la necesidad que domina toda la historia hasta ahora.
Aquí es ejemplar la crítica de Lukács a la actitud escéptica de los liberales hacia la Revolución de Octubre, que lo consideraban un importante, pero arriesgado, “experimento político”: la posición es la de “esperemos y observemos pacientemente su resultado final…” Lukács estaba plenamente justificado en responder que tal actitud traslada la postura experimental/observacional de las ciencias naturales a la historia humana: es el caso ejemplar de observar un proceso desde una distancia segura, eximirse de él, no de la postura comprometida de alguien que —desde siempre está ya atrapado, incrustado, en una situación— interviene en él. Por supuesto, el punto clave de Lukács aquí es que no estamos tratando con una simple oposición entre la postura de la observación impasible y la de la intervención práctica (“¡basta de palabras y teorías vacías, finalmente hagamos algo!”): Lukács aboga por la unidad/mediación dialéctica de la teoría y la práctica, en la que incluso la postura más contemplativa es eminentemente “práctica” (en el sentido de estar incrustada en la totalidad de la [re]producción social y, por lo tanto, expresa una cierta postura “práctica” de cómo sobrevivir dentro de esta totalidad) y, por otro lado, incluso la postura más “práctica” implica un cierto marco “teórico”; materializa un conjunto de proposiciones ideológicas implícitas.[26] Por ejemplo, la resignada postura “melancólica” de buscar el sentido de la vida en la sabiduría contemplativa retirada está claramente arraigada en la totalidad histórica de una sociedad en decadencia, en la que el espacio público ya no ofrece una salida para la autoafirmación creativa; o, la postura del observador externo que trata la vida social como un objeto en el que uno “interviene” de manera instrumental-manipulativa y “hace experimentos”, es la misma postura requerida para la participación en una sociedad de mercado.[27] Por otro lado, la postura individualista extrema del hedonismo radical “practica” la noción del hombre como un ser hedonista, es decir, como Hegel lo habría dicho, una persona nunca es directamente un hedonista, sino que se relaciona consigo misma como un hedonista. En términos marxistas clásicos, la conciencia social no sólo es una parte constitutiva del ser social (del proceso real de reproducción), sino que este “ser” mismo (el proceso real de reproducción) puede seguir su curso sólo si está mediado/sostenido por una forma adecuada de “conciencia”: digamos que si, en una sociedad capitalista, los individuos no son, en su vida práctica diaria, presa del “fetichismo de las mercancías”, el proceso mismo “real” de la (re)producción capitalista es perturbado. En este punto nos encontramos con la crucial noción hegeliana de (auto)conciencia, que designa la adquisición de la autoconciencia como un acto inherentemente práctico, para oponerse a la noción contemplativa de un “discernimiento correcto” científico: la autoconciencia es un discernimiento que afecta directamente a su objeto, afecta su estatus social real — cuando el proletariado se da cuenta de su potencial revolucionario, este mismo “discernimiento” lo transforma en un sujeto revolucionario real, efectivo.
En la medida en que la (auto)conciencia designa la forma en que las cosas aparecen al sujeto, esta identidad de pensamiento y ser en el acto práctico de la autoconciencia puede también formularse como la identidad dialéctica, de la Esencia y su Apariencia. Lukács se basa aquí en el análisis de Hegel de la “esencialidad” de la apariencia: la apariencia nunca es “mera apariencia”, sino que pertenece a la esencia misma. Esto significa que la conciencia (apariencia ideológica) es también un hecho social “objetivo” con una efectividad propia: como ya hemos señalado, la conciencia “fetichista” burguesa no es simplemente una “ilusión” que enmascara los procesos sociales reales, sino un modo de organización del propio ser social, crucial para el proceso real de (re)producción social.[28]
Aquí se puede decir que Lukács participa en el gran “cambio de paradigma” que operó también en la física cuántica, y cuya característica principal no es la disolución de la “realidad objetiva”, su reducción a una “construcción subjetiva”, sino, por el contrario, la afirmación inaudita del estado “objetivo” de la apariencia misma. No basta con oponerse a la forma en que las cosas “objetivamente son” a la forma en que “simplemente aparecen ante nosotros”: la forma en que aparecen (ante el observador) afecta a su propio “ser objetivo”. Esto es lo que es tan pionero en la física cuántica: la noción de que el horizonte limitado del observador (o del mecanismo que registra lo que sucede) determina lo que efectivamente sucede. No podemos decir que la autoconciencia (o el color o la densidad material o…) designan simplemente la forma en que experimentamos la realidad, mientras que “objetivamente” sólo hay partículas subatómicas y sus fluctuaciones: estas “apariencias” tienen que ser tenidas en cuenta si queremos explicar lo que “efectivamente está sucediendo”[29]. De manera homóloga, el quid de la noción de Lukács de conciencia de clase es que la forma en que la clase obrera “aparece a sí misma” determina su ser “objetivo”.[30]
Es de crucial importancia no malinterpretar las tesis de Lukács como otra versión de la oposición hermenéutica estándar entre Erklären (el procedimiento explicativo de las ciencias naturales) y Verstehen (la forma de comprensión en el trabajo en las ciencias humanas): cuando Lukács se opone al acto de autoconciencia de un sujeto histórico a la “percepción correcta” de las ciencias naturales, su objetivo no es establecer una distinción epistemológica entre dos procedimientos metodológicos diferentes, sino, precisamente, romper el punto de vista mismo de la “metodología” formal y afirmar que el conocimiento mismo es parte de la realidad social. Todo conocimiento, de la naturaleza y de la sociedad, es un proceso social, mediado por la sociedad, una parte “real” de la estructura social y, debido a esta inclusión autorreferencial del conocimiento en su propio objeto, una teoría revolucionaria es en última instancia (también) su propia meta-teoría. Aunque Lukács se oponía categóricamente al psicoanálisis, el paralelo con Freud es aquí sorprendente: de la misma manera que el psicoanálisis interpreta la resistencia contra sí mismo como el resultado de los procesos muy inconscientes que son su tema, el marxismo interpreta la resistencia contra sus percepciones como el “resultado de la lucha de clases en la teoría”, tal como se explica por su propio objeto — en ambos casos, la teoría se encuentra atrapada en un bucle de autoreferencialidad; es, de alguna manera, la teoría acerca de la resistencia a sí misma.
Sin embargo, otro malentendido, aún más fatídico, sería leer esta tesis sobre la mediación social de todas las formas de conocimiento en términos de la afirmación historicista estándar de que cada forma de conocimiento es un fenómeno social, “un hijo de su tiempo”, que depende y expresa las condiciones sociales de su aparición. El punto de Lukács es precisamente socavar esta falsa alternativa del relativismo historicista (no existe un conocimiento neutral de la “realidad objetiva”, ya que todo el conocimiento está sesgado, incrustado en un “contexto social” específico) y la distinción entre las condiciones socio-históricas y el valor inherente de la verdad de un cuerpo de conocimiento (incluso si una cierta teoría surgió dentro de un contexto social específico, este contexto sólo proporciona condiciones externas, que de ninguna manera disminuyen o socavan la “verdad objetiva” de sus proposiciones — por ejemplo, aunque, como todo el mundo sabe, Darwin elaboró su teoría evolutiva bajo el estímulo de la economía de Malthus, el darwinismo sigue siendo reconocido como verdadero, mientras que Malthus está merecidamente medio olvidado). El problema del historicismo, como él mismo dice en Historia y conciencia de clase, es que no es lo suficientemente “historicista”: presupone todavía un punto de observación externa vacío para el cual y a partir del cual todo lo que sucede se relativiza históricamente.[31] Lukács supera esta relativización historicista llevándola a su conclusión, es decir, incluyendo en el proceso histórico al propio sujeto observador, socavando así la medida muy exenta con respecto a la cual todo se relativiza: el logro de la autoconciencia de un sujeto revolucionario no es una percepción de las maneras en que su propia postura se relativiza, condicionada por circunstancias históricas específicas, sino un acto práctico de intervenir en estas “circunstancias”[32]. La teoría marxista describe a la sociedad desde el punto de vista del compromiso… de su cambio revolucionario y, por lo tanto, transforma su objeto (la clase obrera) en un sujeto revolucionario — la descripción neutral de la sociedad es formalmente “falsa”, ya que implica la aceptación del orden “existente”, ya que implica la aceptación del orden “existente”, Lejos de “relativizar” la verdad de una intuición, la conciencia de su propia incrustación en una constelación concreta —y por lo tanto de su compromiso, parcial, de su carácter— es una condición positiva de su verdad.
Y ahí reside el gran logro de Derrotismo y dialéctica: Lukács aclara las cosas con respecto a las posibles interpretaciones erróneas de su posición básica articulada en Historia y conciencia de clase, no sólo contra su objetivo obvio, la emergente ortodoxia soviética pseudo-leninista que más tarde fue santificada bajo el disfraz del “marxismo-leninismo” estalinista, sino —para nosotros hoy en día lo que es aún más importante— contra la ya mencionada predominante recepción occidental de Historia y conciencia de clase, centrada en el motivo de moda de la “cosificación”. Cuando, en Derrotismo y dialéctica, Lukács elabora en detalle los comentarios críticos sobre la noción de Engels de la “dialéctica de la naturaleza” desde Historia y conciencia de clase, deja claro que su crítica de la “dialéctica de la naturaleza” está arraigada en una crítica más fundamental de la noción del proceso revolucionario según lo determinado por las leyes “objetivas” y las etapas del desarrollo histórico. El punto de la polémica de Lukács contra la “dialéctica de la naturaleza” no es, por lo tanto, el de la teoría abstracta-epistemológica kantiana (la idea de que la “dialéctica de la naturaleza” reconoce erróneamente la “mediación subjetiva” de lo que parece ser la realidad natural, es decir, la constitución subjetiva de que lo que percibimos como “realidad”), sino que en última instancia es política: la “dialéctica de la naturaleza” es problemática porque legitima la postura hacia el proceso revolucionario como obedeciendo a “leyes objetivas”, sin dejar espacio para la contingencia radical del Augenblick, ya que el acto es una intervención práctica irreductible a sus “condiciones objetivas”.
Y hoy, en la era del triunfo mundial de la democracia, cuando (con algunas notables excepciones como Alain Badiou) ningún izquierdista se atreve a cuestionar las premisas de la política democrática, es más crucial que nunca tener en cuenta el recordatorio de Lukács, en sus polémicas contra la crítica de Rosa Luxemburg a Lenin, en cuanto a la forma en que la auténtica postura revolucionaria de apoyar la contingencia radical del Augenblick tampoco debería respaldar la oposición estándar entre “democracia” y “dictadura” o “terror”. El primer paso a dar, si queremos dejar atrás la oposición entre el universalismo liberal-democrático y el fundamentalismo étnico/religioso en el que se centran incluso los medios de comunicación de masas de hoy, es reconocer la existencia de lo que uno se siente tentado a llamar “fundamentalismo democrático”: la ontologización de la democracia en un marco universal despolitizado que no debe ser (re)negociado como resultado de las luchas hegemónicas político-ideológicas. Lukács sabía muy bien que la cualificación de la “dictadura del proletariado” como el “gobierno democrático de las amplias clases trabajadoras, dirigido sólo contra el estrecho círculo de las ex clases gobernantes”, es un juego de manos simplista: los bolcheviques, por supuesto, a menudo rompían las “reglas del juego” democráticas, experimentamos el “terrorismo rojo” bolchevique.
La democracia como forma de política de Estado es inherentemente “popperiana”: el criterio último de la democracia es que el régimen es “falsificable”, es decir, que un procedimiento público claramente definido (el voto popular) puede establecer que el régimen ya no es legítimo y debe ser reemplazado por otra fuerza política. No se trata de que este procedimiento sea “justo”, sino de que todas las partes interesadas se pongan de acuerdo de antemano y sin ambigüedades sobre él, independientemente de su “justicia”. En su procedimiento habitual de chantaje ideológico, los defensores de la democracia estatal afirman que en el momento en que abandonamos esta característica, entramos en la esfera “totalitaria” en la que el régimen es “no falsificable”, es decir, evita para siempre la situación de “falsificación” inequívoca: pase lo que pase, aunque miles de personas se manifiesten en contra del régimen, el régimen sigue sosteniendo que es legítimo, que defiende los verdaderos intereses del pueblo y que el “verdadero” pueblo lo apoya…. En este caso, deberíamos rechazar este chantaje (como hace Lukács a propósito de Rosa Luxemburg): no hay “reglas democráticas (de procedimiento)” que uno tenga prohibido violar a priori. La política revolucionaria no es una cuestión de “opiniones”, sino de la verdad en nombre de la cual a menudo uno se ve obligado a hacer caso omiso de la “opinión de la mayoría” y a imponer la voluntad revolucionaria en su contra. En los tiempos difíciles de la intervención extranjera y la guerra civil después de la Revolución de Octubre, Trotsky admitió abiertamente que el gobierno bolchevique a veces estaba dispuesto a actuar en contra de la opinión objetiva de la mayoría, no en nombre de una “visión de la verdad objetiva” privilegiada, sino en nombre de la tensión muy “subjetiva” entre la fidelidad al Acontecimiento Revolucionario y la retirada oportunista del mismo, la tensión inherente al proceso revolucionario en sí. (Significativamente, aunque el estalinismo era en realidad una dictadura mucho más violenta, nunca reconocería abiertamente que actuó en contra de la opinión de la mayoría — siempre se aferró al fetiche del pueblo cuya verdadera voluntad expresa la dirección). El legado político de Lukács es, por lo tanto, la afirmación de la voluntad revolucionaria incondicional y “despiadada”, dispuesta a “ir hasta el final”, a tomar el poder y socavar la totalidad existente; su apuesta es que la alternativa entre la rebelión auténtica y su posterior “osificación” en un Nuevo Orden no es exhaustiva, en otras palabras, que la efervescencia revolucionaria debería correr el riesgo de traducir su estallido en un Nuevo Orden. Lenin tenía razón: después de la Revolución, las perturbaciones anárquicas de las restricciones disciplinarias de la producción deberían ser reemplazadas por una disciplina aún más fuerte. Tal afirmación se opone totalmente a la celebración “postmoderna” de la “revuelta” buena y la “revolución” mala, o, en términos más modernos, de la efervescencia de la multitud en “sitios de resistencia” marginales contra cualquier intento real de atacar a la totalidad en sí misma (véase la apropiación despolitizadora de los medios de comunicación de masas de mayo del 68 como un “estallido de creatividad juvenil espontánea contra la sociedad de masas burocratizada”).[33]
Como Alain Badiou enfatiza repetidamente, un Acontecimiento es frágil y raro — así que en lugar de simplemente enfocarse en “¿cómo se convirtió la Revolución de Octubre en un Termidor estalinista? Tal vez deberíamos dar la vuelta a la cuestión: ¿es el desgaste termidoriano del Acontecimiento, el seguimiento pasivo del curso de las cosas, lo que aparece como “natural” para el animal humano? La gran pregunta es más bien la opuesta: ¿cómo es posible que, de vez en cuando, el milagro imposible de un Acontecimiento tenga lugar y deje huellas en el trabajo paciente de aquellos que permanecen fieles a él? Así que el punto no es “desarrollar más” a Lukács de acuerdo con las “exigencias de los nuevos tiempos” (el gran lema de todo revisionismo oportunista, hasta el Nuevo Laborismo), sino repetir el Acontecimiento en nuevas condiciones. ¿Somos aún capaces de imaginarnos un momento histórico en el que términos como “traidor revisionista” no formaban parte del mantra estalinista, sino que expresaban una auténtica visión comprometida?
En otras palabras, la pregunta que se hará hoy a propósito del acontecimiento único del temprano Lukács marxista no es: “¿Cómo está su obra en relación con la constelación de hoy? ¿Todavía está vivo? sino, parafraseando la conocida reversión de Adorno de la pregunta historicista condescendiente de Croce sobre “lo que está muerto y lo que está vivo en la dialéctica de Hegel” (el título de su obra principal):[34] ¿cómo nos encontramos hoy en día en relación con —a los ojos de— Lukács? ¿Seguimos siendo capaces de cometer el acto propiamente dicho, descrito por Lukács? ¿Qué agente social es capaz, de acuerdo a su radical dislocación, hoy en día, de lograrlo?
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—Žižek, Slavoj. “Postface. George Lukács as the Philosopher of Leninism”, en Georg Lukács. A Defence of History and Class Consciousness. Tailism and the Dialectic, (Tr. Esther Leslie, with an introduction by John Rees and a postface by Slavoj Žižek), ed. Verso, Londres y Nueva York, 2000, pp. 151-182. [También en: Žižek, Slavoj. “6. George Lukács as the Philosopher of Leninism”, en Slavoj Žižek. The Universal Exception, editado por Rex Butler y Scott Stephens, Continuum, Londres, 2006, pp. 94-123.]
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Notas
[1] Véase Georg Lukács, Historia y conciencia de clase. Estudios sobre dialéctica marxista, trad. Manuel Sacristán, México: editorial Grijalbo, 1969. [eds]
[2] Martin Heidegger, Ser y tiempo, trad. Jorge Eduardo Rivera C., Madrid: Trotta, 2003, § 83, p. 450.
[3] Permítanme evocar aquí de nuevo mi experiencia personal: más o menos, se podría decir que, en las dos últimas décadas del régimen comunista, dos orientaciones filosóficas dominaron la vida intelectual en Eslovenia: el heideggerianismo entre la oposición y el marxismo de la Escuela de Frankfurt entre los círculos “oficiales” del Partido. Así pues, cabría esperar que la principal lucha teórica se hubiera producido entre estas dos orientaciones, mientras que el tercer bloque —nosotros, los lacanianos y los althusserianos— deberíamos permanecer en el papel de espectadores inocentes. Sin embargo, tan pronto como estalló la polémica, ambas grandes orientaciones atacaron ferozmente a la tercera postura, en particular a Althusser. En los años 70, Althusser funcionaba como una especie de punto sintomático, un nombre ante el cual todos los adversarios “oficiales” en Eslovenia, los heideggerianos y los marxistas de la Escuela de Frankfurt, los filósofos de la Praxis y los ideólogos del comité central en Zagreb y Belgrado, de repente empezaron a hablar bajo el mismo idioma, pronunciando las mismas acusaciones. Desde el principio, el punto de partida de los lacanianos eslovenos fue la observación de cómo el nombre “Althusser” provocó un enigmático malestar en todos los campos. Uno se siente incluso tentado a sugerir que el desafortunado suceso en la vida privada de Althusser (el estrangulamiento de su esposa) jugó el papel de un pretexto bienvenido, de un “pedacito de realidad” que permitía a sus adversarios teóricos reprimir el trauma real que representaba su teoría (“¿Cómo puede tomarse en serio una teoría de alguien que estranguló a su esposa?”). Esta resistencia a Althusser, cuyo carácter excesivo, casi “irracional”, era profundamente sintomático, certificaba cómo era precisamente la teoría althusseriana —difamada como protoestalinista— la que servía como una especie de herramienta teórica “espontánea” para socavar eficazmente a los regímenes comunistas “totalitarios”: su teoría de los aparatos ideológicos de Estado asignaba un papel crucial en la reproducción de una ideología a los rituales y prácticas “externos” con respecto a los cuales las creencias y convicciones “internas” son estrictamente secundarias. ¿Y es necesario llamar la atención sobre el lugar central de tales rituales en el “socialismo realmente existente”? Para él, lo que contaba era la obediencia externa, no la “convicción interna” — la obediencia coincidía con la apariencia de obediencia, por lo que la única forma de ser verdaderamente “subversivo” era actuar “ingenuamente”, hacer que el sistema “se comiera sus propias palabras”, es decir, socavar la apariencia de su consistencia ideológica.
Paradójicamente, desde la perspectiva de cada uno de estos dos marxismos, Althusser y Lukács, el otro aparece como el estalinista por excelencia: para Althusser y los post-althusserianos, la noción de Lukács del Partido Comunista como el sujeto cuasi-hegeliano legitima el estalinismo; para los seguidores de Lukács, el “antihumanismo teórico” estructuralista de Althusser, su rechazo de toda la problemática de la alienación y la cosificación, juega a favor del desprecio estalinista por la libertad humana. Si bien este no es el lugar para entrar en detalle en esta confrontación, basta con enfatizar cómo cada uno de estos dos marxistas articula una problemática crucial excluida del horizonte del oponente: en Althusser, es la noción de los Aparatos Ideológicos de Estado como existencia material de la ideología, y en Lukács, la noción del acto histórico. Y, por supuesto, no hay manera fácil de lograr una “síntesis” entre estos dos enfoques mutuamente excluyentes — quizás la manera de proceder sería a través de la referencia a Antonio Gramsci, la otra gran figura fundadora del marxismo occidental.
[4] Veáse Georg Lukács, Lenin. La coherencia de su pensamiento, trad. Jacobo Muñóz, México: Grijalbo, 1970; Táctica y ética. Escritos tempranos (1919-1929), trad. Miguel Vedda, Buenos Aires: Ediciones el cielo por Asalto, 2005; Derrotismo y dialéctica. Una defensa de «Historia y conciencia de clase», edición y traducción de Francisco García Chicote y Martín Ignacio Koval, Buenos Aires: Herramienta ediciones, 2015; [Versión en inglés: A Defence of «History and Class Consciousness»: Tailism and the Dialectic, trad. Esther Leslie, Londres y Nueva York: Verso, 2000. (editores)]
[5] Historia y la conciencia de clase marca así también una ruptura radical con el propio Lukács pre-marxista, cuya obra principal, A Theory of the Novel (Una teoría de la novela), pertenece a la tradición weberiana de la crítica sociocultural — ¡no es de extrañar que, en este libro, firmara con su nombre Georg von Lukács! Véase Georg Lukács, La teoría de la novela. Ensayo histórico-filosófico acerca de las formas de épica grande, trad. Manuel Sacristán, México y Barcelona: Grijalbo, 1970. (editores)
[6] Por supuesto, si uno está dispuesto a entrar en los juegos de historia alternativos, uno puede suponer con seguridad que, si Lenin hubiera leído Historia y conciencia de clase, habría rechazado sus premisas filosóficas como “subjetivistas” y contrarias al “materialismo dialéctico” con su teoría del conocimiento de la “reflexión” (es significativo cómo, para mantener sus credenciales leninistas, Lukács tiene que ignorar virtualmente Materialismo y Empiriocriticismo de Lenin). Por otro lado, en todos los escritos de Lenin sólo hay una mención a Lukács: en 1921, en una breve nota para la revista Kommunismus, el órgano de la Komintern para el sudeste de Europa, Lenin interviene en un debate entre Lukács y Bela Kun, atacando ferozmente el texto de Lukács como “muy izquierdista y muy malo. En ella, el marxismo está presente sólo a un nivel puramente verbal” (véase V. I. Lenin, Obras completas, volumen 41, Moscú, Progress Publishers, 1969, págs. 135-7). Sin embargo, esto no socava la afirmación de que Lukács es el filósofo último del leninismo: fue más bien el propio Lenin quien no era plenamente consciente de la postura filosófica que “practicaba” en su trabajo revolucionario, y quien sólo gradualmente (a través de la lectura de Hegel durante la Primera Guerra Mundial) se dio cuenta de ello. La otra pregunta clave, por supuesto, es: ¿era necesario este reconocimiento erróneo de la verdadera postura filosófica de cada uno para su compromiso político? En otras palabras, ¿la regla, establecida ya por Lucien Goldmann, en su clásico El Dios Oculto, a propósito de Pascal y los jansenistas (que también eran inaceptables para los círculos católicos gobernantes), de cómo la ideología gobernante tiene que negar necesariamente sus verdaderas premisas fundamentales, se aplica también al leninismo? Si la respuesta es “sí”, si el mal reconocimiento leninista de sus premisas filosóficas es estructuralmente necesario, entonces el leninismo es sólo otra ideología y la explicación de Lukács al respecto, aunque cierta, es insuficiente: puede penetrar en las verdaderas premisas filosóficas del leninismo, pero lo que no puede explicar es la misma brecha entre la verdad y la apariencia, es decir, la necesaria negación de la verdad en la falsa autoconciencia leninista (objetivista, ontológica, “materialista dialéctico”) — como el propio Lukács sabía muy bien (ésta es una de las grandes tesis hegelianas de Historia y la conciencia de clase), la apariencia nunca es simplemente apariencia, sino que es, precisamente como apariencia, esencial.
[7] F. W. J. Schelling, Sämtliche Werke, Ed. K. F. A. Schelling, Stuttgart, Cotta, 1856-61, Volumen 6, p. 600.
[8] Véase Alain Badiou, « Qu’est-ce qu’un thermidorien », en Abrégé de métapolitique, París, Editions du Seuil, 1998, págs. 139-54.
[9] Karl Korsch, Marxismo y filosofía, trad. Elizabeth Beniers, México: ed. Era, 1971. [eds.]
[10] Por cierto, la lección de estos primeros años de la Revolución de Octubre es, en última instancia, la misma que la de la China postmaoísta: al contrario que los ideólogos liberales, hay que afirmar que no existe un vínculo necesario entre el mercado y la democracia. La democracia y el mercado van de la mano con unas relaciones de propiedad estables: en el momento en que se ven perturbados, nos encontramos con la dictadura de Chile de la Pinochet o con una explosión revolucionaria. Es decir, la paradoja que hay que subrayar es que, en los duros años del “comunismo de guerra” anteriores a la aplicación de la Nueva Política Económica (NPE), que abrió de nuevo el espacio para la “liberalización” del mercado, había mucha más democracia en la Rusia soviética que en los años de la NPE. La liberalización del mercado de la NPE va de la mano con el surgimiento de un fuerte partido de apparatchiks que se hace con el control de la sociedad: este partido surgió precisamente como reacción a la autonomía de la sociedad civil de mercado, de la necesidad de establecer una fuerte estructura de poder para controlar estas nuevas fuerzas desencadenadas.
[11] Evert van der Zweerde, Soviet Historiography of Philosophy, Dordrecht, Kluwer, 1997.
[12] Paradigmática aquí es la legendaria historia de la fallida participación de Ilyenkov en un congreso mundial de filosofía en los Estados Unidos a mediados de la década de 1960: A Ilyenkov ya se le había concedido un visado y se disponía a tomar un avión, cuando se canceló su viaje porque su intervención escrita, “desde el punto de vista leninista”, que había presentado con antelación a los ideólogos del Partido, los disgustó, no por su contenido (totalmente aceptable), sino simplemente por su estilo, la forma comprometida en que estaba escrita; ya la frase inicial (“Es mi opinión personal que…”) tocó una cuerda equivocada.
[13] Theodor W. Adorno, “Reconciliación extorsionada. Sobre «Contra el realismo mal entendido» de Lukács”, en Notas sobre Literatura, ed. Rolf Tiedemann, trad. Alfredo Brotons Muñoz, Madrid: Akal, 2003, págs. 242-269.
[14] Martin Heidegger, Introducción a la Metafísica, trad. Angela Ackermann Pilári, Barcelona, ed. Gedisa, 1999, p. 42. [eds]
[15] Max Horkheimer y Theodor Adorno, Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos, Ed. y trad. Juan José Sánchez, Madrid: Editorial Trotta, 2009 [eds].
[16] Franz Neumann, Behemoth. Pensamiento y acción en el nacional-socialismo, 1933-1944, Barcelona: Anthropos y United States Holocaust Memorial Museum, 2014. [eds]
[17] Herbert Marcuse, El marxismo soviético. Un análisis crítico, trad. Juan M. de la Vega, Madrid: Revista de Occidente, 1967. [eds]
[18] [“Es completamente imposible entender El capital de Marx, y en especial su primer capítulo, sin haber estudiado y entendido a fondo toda la Lógica de Hegel. ¡¡Por consiguiente, hace medio siglo ninguno de los marxistas entendía a Marx!!” Lenin, Vladímir I. Obras Completas. Tomo XLII. Cuadernos filosóficos, Akal editor y Ediciones de Cultura Popular, México, 1974, p. 172.]
[19] Ver V. I. Lenin, ¿Qué hacer?, Moscú, ed. Progreso, 1979, p. 111. [eds]
[20] Tampoco olvidemos que, en las semanas previas a la Revolución de Octubre, cuando el debate entre los bolcheviques era tan arduo, Stalin tomó partido en contra de la propuesta de Lenin de una toma inmediata del poder por parte de los bolcheviques, argumentando, al igual que los mencheviques, que la situación aún no estaba “madura”, y que, en lugar de un “aventurismo” tan peligroso, ¡habría que apoyar una amplia coalición de todas las fuerzas anti-Zaristas!
[21] Una vez más, uno puede discernir aquí una inesperada cercanía a la noción althusseriana de “sobredeterminación”: no hay una regla última que permita medir las “excepciones” contra ella; en la historia real, en cierto modo, no hay nada más que excepciones.
[22] Lukács, Derrotismo y Dialéctica, págs. 21-23. [eds]
[23] Ernesto Laclau, “Universalism, Particularism, and the Question of Identity”, October, No. 61, 1992, p. 89.
[24] Quizás, una referencia a Kierkegaard podría ser de alguna ayuda aquí: esta diferencia es la que existe entre el Ser positivo del Universal (la “universalidad muda” de una especie definida por lo que todos los miembros de la especie tienen en común) y lo que Kierkegaard llamó el “Universalidad en devenir”, el Universal como el poder de la negatividad que socava la fijación de cada constelación en particular. Para una elaboración más detallada de esta distinción, véase el capítulo 2 de Slavoj Žižek El espinoso sujeto. El centro ausente de la ontología política, Barcelona, Paidós, 2001.
[25] Véase Karl Marx y Friedrich Engels, “Manifesto of the Communist Party”, en The Revolutions of 1848: Political Writings, Volume 1, ed. David Fembach, Londres, Penguin/New Left Review, 1973, pp. 70-1. [eds] (Karl Marx y Friedrich Engels. Manifiesto Comunista, edición bilingüe con introducción de Eric Hobsbawm, tr. Elena Grau Biosca, ed. Crítica, Madrid, 1998).
[26] Lukács, History and Class Consciousness, pp. 97-100. [eds]
[27] La descripción de Žižek aquí condensa su primer trabajo sobre el “narcisismo patológico”, publicado como prólogo a la edición croata de La cultura del narcisismo de Christopher Lasch (Narcisisticka kultura, Zagreb, Naprijed, 1986). Posteriormente fue traducido y publicado como “‘Pathological Narcissus’ as a socially mandatory form of subjectivity”, en Manifiesto, Liubliana, Bienal Europea de Arte Contemporáneo, 2000, pp. 234-55. [eds]
[28] En un enfoque más detallado, uno tendría que elaborar aquí esta noción hegeliana clave de la esencialidad de la apariencia. El punto de Hegel no es el tópico estándar que “una esencia tiene que aparecer”, que es sólo tan profundo como lo que es expresado-externalizado, etc., sino uno mucho más preciso: la esencia es, de alguna manera, su propia apariencia, aparece como esencia en el dominio de la apariencia, es decir, la esencia no es nada más que la apariencia de la esencia, la apariencia de que hay algo detrás de lo cual está la Esencia.
[29] Para una mayor elaboración de este punto por parte de Žižek, ver “Quantum physics with Lacan”, en The Indivisible Remainder: An Essay on Schelling and Related Matters, Londres y Nueva York, Verso, 1996, pp. 208-13. Como señala Žižek, las llamadas qualia o ‘apariencias’ de la conciencia toman el mismo estatus dentro del cognitivismo; ver Organs without Bodies: Deleuze and Consequences, Nueva York y Londres, Routledge, 2004, págs. 135-6. [eds]
[30] Aquí también, sería interesante establecer la conexión entre Lukács y Badiou, para quienes la “apariencia” es el dominio de la consistencia de la positiva “realidad dura”, mientras que el orden del Ser es intrínsecamente frágil, inconsistente, escurridizo, accesible sólo a través de las matemáticas, que se ocupa de las multitudes puras. Véase Alain Badiou, “Being and appearance”, en Theoretical Writings, ed. y trans. Ray Brassier y Alberto Toscano, Londres y Nueva York, Continuum, 2004, pp. 163-75. Aunque Lukács y Badiou están lejos de desplegar la misma noción de apariencia, lo que sí tienen en común es la forma en que ambos giran alrededor de la oposición metafísica estándar entre la Apariencia y el Ser, en la que la apariencia es transitoria; en contraste con la dura positividad del Ser. Con Lukács, “apariencia” significa realidad objetiva “cosificada”, mientras que la verdadera “actualidad” es la del movimiento transitorio de mediación subjetiva. La homología con la física cuántica se presenta de nuevo: en esta última, lo que experimentamos como “realidad” es también el orden de la “apariencia” consistente que emerge a través del colapso de la fluctuación cuántica, mientras que el orden del Ser es el de las fluctuaciones cuánticas transitorias, sin substancias.
[31] Lukács, History and Class Consciousness, pp. 186-9. [eds]
[32] La misma crítica podría hacerse a la noción de Richard Rorty de que no existe una verdad objetiva, sino una multitud de historias (más o menos efectivas) sobre nosotros mismos que nos narramos a nosotros mismos: el problema con esta noción no es que sea demasiado relativista, sino que no es lo suficientemente “relativista” — de una manera típicamente liberal, Rorty sigue presuponiendo un marco universal de reglas neutrales y no relativista (respeto por el dolor de los demás, etc.) que cada uno debe respetar cuando se entregue a su propia forma de vida idiosincrásica, el marco que garantiza la coexistencia tolerable de estas formas de vida.
[33] Ver, como ejemplo de esta postura, las declaraciones de Kristeva: “Hoy la palabra «revuelta» se ha asimilado a Revolución, a acción política. Los acontecimientos del siglo XX, sin embargo, nos han mostrado que las «revueltas» políticas —revoluciones— finalmente traicionaron la revuelta, especialmente el sentido psíquico del término. ¿Por qué? Porque revuelta, como yo lo entiendo —revuelta psíquica, revuelta analítica, revuelta artística—, se refiere a un estado de cuestionamiento permanente, de transformación, de cambio, de sondeo interminable de las apariencias. Si nos fijamos en la historia de las revueltas políticas, vemos que el proceso de cuestionamiento ha cesado… en el caso de la Revolución Rusa, esta es una revolución que se volvió cada vez más dogmática al dejar de cuestionar sus propios ideales hasta que finalmente degeneró en totalitarismo”. (Julia Kristeva, “The necessity of the Revolt”, Trans 5, 1998, p. 125.) Uno se siente tentado a añadir sarcásticamente a esta última tesis: ¿no fueron las grandes purgas estalinistas o las del Jemer Rojo la forma más radical de “cuestionamiento permanente” del régimen político? Más grave aún, lo que resulta problemático con esta posición de despolitización de la revuelta es que impide cualquier cambio político radical real: el régimen político existente nunca es efectivamente socavado o revocado, sino que es interminablemente “cuestionado” desde diferentes “sitios de resistencia” marginales, porque cada cambio radical real es descartado de antemano como si fuera a terminar inevitablemente en alguna forma de regresión “totalitaria”. Así que esta celebración de la “revuelta” equivale a la vieja tesis reaccionaria de que, de vez en cuando, el orden existente tiene que rejuvenecerse a sí mismo con algo de sangre fresca para seguir siendo viable, como la vulgar sabiduría conservadora tailandesa que todo buen conservador fue en su juventud brevemente un izquierdista radical…
[34] Theodor W. Adorno, Drei Studien zu Hegel, Frankfurt am Main, Suhrkamp, 1971, p. 13.
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