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3. PARÍS, AÑO CERO 


En octubre de 1945, tras su primera visita a los Estados Unidos (cuya vitalidad y abundancia lo habían impresionado, al menos de forma temporal), el filósofo Jean-Paul Sartre regresó a un París muy diferente. Tras años de guerra y ocupación, la ciudad había quedado destrozada, más en el aspecto emocional que en el físico (porque los alemanes habían puesto cuidado en no dañarla), y el contraste con Norteamérica resultaba penoso. La primera labor que llevó a cabo Sartre tras su regreso consistió en una conferencia pronunciada en la universidad y titulada «Existencialismo y humanismo». Para su consternación, asistieron tantas personas que todos los asientos quedaron ocupados y él mismo tuvo dificultades para entrar. El acto hubo de iniciarse con una hora de retraso. Cuando por fin pudo comenzar, «habló durante dos horas sin una pausa, sin apuntes y sin sacar las manos de los bolsillos», y el acontecimiento se hizo célebre. Esto se debió no sólo a su virtuosismo, sino también a que se trataba de la primera vez que Sartre admitía un cambio en su esquema filosófico. Influido sobremanera por lo sucedido en la Francia de Vichy y la victoria final de los aliados, su existencialismo, que antes de la guerra había consistido en una doctrina pesimista en esencia, se tornó una idea «basada en el optimismo y la acción». Las nuevas ideas de Sartre, según afirmó él mismo, serían «el nuevo credo» para «los europeos de 1945». Esta nueva postura por parte de uno de los pensadores más influyentes del mundo inmediatamente posterior a la guerra, según pone de relieve Arthur Herman en su estudio acerca del pesimismo cultural, era una consecuencia directa de sus experiencias durante el conflicto bélico. «La guerra partió mi vida por la mitad», observó Sartre. Al hablar del tiempo que pasó en la resistencia, el filósofo describió cómo había perdido su sensación de aislamiento: «De pronto caí en la cuenta de que era un ser social… Me percaté del peso del mundo, de los lazos que me unían a los demás y de los que unían a los demás conmigo».  Sartre nació en Poitiers, en 1905, y creció en un entorno acomodado. Sus padres gozaban de un alto nivel cultural y una gran sofisticación, y expusieron a su hijo a las más selectas manifestaciones artísticas, literarias y musicales (su abuelo era tío de Albert Schweitzer).  Asistió al Lycée Henri IV, una de las escuelas más de moda en París, y después, a la École Normale Supérieure. En un principio quiso ser poeta, inspirado sobre todo por la obra de Baudelaire, al que consideraba su héroe personal; pero no tardó en caer bajo la influencia de Marcel Proust y, lo que es más importante, de Henri Bergson. «En Bergson —afirmó— encontré de manera inmediata una descripción de mi propia vida psíquica». Era como si «la verdad hubiese bajado de los cielos».  También tuvieron una gran importancia en su formación Edmund Husserl y Martin Heidegger, cuya obra conoció a principios de los treinta por Raymond Aron, un compañero de clase del lycée. En la época, este último era más entendido que Sartre y acababa de regresar de Berlín, donde había sido alumno de Husserl. El filósofo alemán tenía la teoría de que gran parte de la estructura formal de la filosofía tradicional era un desatino y que el verdadero conocimiento procede de «nuestra intuición inmediata de las cosas tal como son». También estaba convencido de que la verdad puede entenderse mejor en «situaciones extremas», sucesos repentinos como el que tiene lugar cuando alguien cae de la acera frente a un coche en marcha. Husserl llamó a estos momentos de «existencia no mediata», en los que uno se ve obligado a «elegir y actuar» y en los que la vida es «más rea1 que nunca».  Sartre siguió a Aron a Berlín en 1933, ignorando al parecer el ascenso de Hitler.  Además de la influencia de Husserl, Heidegger y Bergson, Sartre aprovechó el clima intelectual creado en el París de los años treinta a raíz del seminario organizado en la Sorbona por un emigrante ruso llamado Alexandre Kojève. Las jornadas pusieron en contacto a toda una generación de intelectuales franceses (Aron, Maurice Merleau-Ponty, Georges Bataille, Jacques Lacan y André Bretón) con las ideas de Nietzsche y Hegel acerca de la historia y el progreso.  El argumento de Kojève partía de la idea de que la civilización occidental y su democracia habían triunfado sobre cualquier otro modelo (lo cual no dejaba de ser irónico, habida cuenta de lo que estaba sucediendo en la época en Alemania y Rusia), y que, más tarde o más temprano, todo el mundo, incluidas las entonces oprimidas clases trabajadoras, acabarían por aburguesarse. Sartre, sin embargo, había extraído conclusiones diferentes, pues en los años treinta se mostraba mucho más pesimista que su profesor ruso. En una de sus frases más célebres, describía al hombre como un ser «condenado a ser libre». Para él, que seguía a Heidegger más que a Kojève, el ser humano se hallaba solo en el mundo y se estaba viendo abrumado de forma gradual por el materialismo, la industrialización, la normalización y la americanización (no olvidemos que Heidegger había recibido la influencia de Oswald Spengler). La vida en un mundo tan sombrío era, según Sartre, un absurdo (otra de sus expresiones famosas). 

Este carácter absurdo, que no era más que una forma de vacío, producía en el hombre un sentimiento de náusea, una nueva variante de la alienación que le sirvió de título para una novela publicada en 1938, La Nausée. Uno de los protagonistas del libro padece esta dolencia, pues vive en un mundo burgués provinciano en que la vida se hace interminable y se convierte en «una especie de mareo dulzón». Se trata de algo semejante a una Madame Bovary remozada.  Casi todas las personas, al parecer de Sartre, prefieren ser libres, pero no lo son: viven en la «mala fe». Ésta era, en esencia, la idea que tenía Heidegger de la oposición autenticidad/no autenticidad, aunque; fue Sartre quien alcanzó mayor fama en cuanto existencialista, debido sobre todo a que usaba un lenguaje más accesible y escribía novelas y, más adelante, obras teatro. A pesar de haberse vuelto más optimista tras la guerra, las dos fases de su pensamiento están ligadas a una aversión —casi se diría odio— por la vida burguesa. Le encantaba recurrir a la imagen del camarero malhumorado que debía su acritud —náusea— a que odiaba ser camarero y anhelaba ser artista, actor, y sabía que cada momento que pasase sirviendo lo haría de «mala fe». La libertad sólo puede lograrse escapando de este tipo de existencia.
Jacques Lacan, Pablo Picasso, Simone de Beauvoir, Jean-Paul Sartre, Albert Camus... Photo by Brassaï, 1944*


 La vida intelectual parisina resurgió en 1944, precisamente porque la ciudad había sido ocupada. Muchos libros se habían prohibido, había teatros censurados y revistas clausuradas, e incluso las conversaciones estaban bajo vigilancia. Al igual que en los países ocupados de la Europa oriental y en Holanda y Bélgica, la Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg (ERR), destacamento especial que, como ya hemos visto, se hallaba al mando de Alfred Rosenberg y se encargaba de confiscar colecciones de arte tanto privadas como públicas, había invadido Francia. La escasez de papel actuaba como garantía de que los libros, periódicos, revistas, programas de teatro, libretas escolares y materiales para artistas no se prodigaban. Amén de Sartre, era la época de André Gide, Albert Camus, Louis Aragón y Luis Buñuel, así como de los autores estadounidenses prohibidos en otros tiempos: Ernest Hemingway, John Steinbeck, Thornton Wilder, Damon Runyon, etc.  1944 fue también conocido como el año del «Ritzkrieg», pues aunque la guerra no había cesado, la liberación de París hizo que la ciudad se viese inundada de visitantes. Hemingway fue a ver a Sylvia Beach; su célebre librería, Shakespeare & Co. (que había publicado el Ulises de James Joyce), había cerrado de forma definitiva, pero ella había sobrevivido a los campos de concentración. Lee Miller, de Vogue, se apresuró a reanudar su amistad con Pablo Picasso, Jean Cocteau y Paul Éluard. Entre otros visitantes de la época se hallaban Marlene Dietrich, William Shirer, William Saroyan, Martha Gellhorn, A. J. Ayer y George Orwell. El cambio de sensibilidad era tan notable —y el sentimiento de renovación, tan completo— que Simone de Beauvoir habló de «París, año cero».  
Picasso en el Cafe de Flore 
Para alguien como Sartre, la épuration o purga de colaboracionistas constituyó también, si no algo precisamente alegre, al menos una satisfactoria demostración de justicia. Los nombres de Maurice Chevalier y Charles Trenet se hallaban en la lista negra por haber cantado en Radio París, emisora controlada por los alemanes durante la ocupación. Georges Simenon sufrió tres meses de arresto domiciliario por haber permitido que éstos hicieran versiones cinematográficas de algunos libros de Maigret. A los pintores André Derain, Dunoyer de Segonzac, Kees van Dongen y Maurice Vlaminck (que habían buscado refugio tras la liberación) se les ordenó la ejecución de un gran cuadro para el estado como castigo por aceptar una gira patrocinada por Alemania durante la guerra, mientras que el editor Bernard Grasset fue reducido a prisión en Fresnes por hacer demasiado caso a la «lista de Otto», que recogía los libros proscritos por los nazis y que debía su nombre a Otto Abetz, embajador alemán en París. Más serio fue el destino de autores como Louis-Ferdinand Céline, Charles Maurras y Robert Brasillach, que habían colaborado de manera estrecha con la administración de Vichy. Algunos fueron juzgados y declarados traidores, otros huyeron al extranjero y el resto se suicidó. El caso más célebre fue el del escritor Brasillach, «jubiloso nazi», que había llegado a ser editor de la virulenta publicación antisemita Je Suis Partout (‘Estoy en todas partes’, si bien muchos la conocían por el burlesco Je Suis Partí, ‘Me he ido’). Fue fusilado en febrero de 1945.  Sacha Guitry, dramaturgo y actor, especie de Noel Coward a la francesa, fue arrestado. Cuando le preguntaron por qué había aceptado reunirse con Goering, respondió: «Por curiosidad». A Serge Lifar, protegido de Sergei Diaghilev y director —según nombramiento del gobierno de Vichy— de la Ópera de París, se le prohibió de por vida actuar en teatros franceses, aunque después le conmutaron la pena por un año de suspensión.  Sartre, que amén de servir en el ejército había sufrido reclusión en Alemania y formaba parte de la resistencia, consideró que su momento era el mundo de posguerra y quiso labrar un nuevo cometido para el intelectual y el escritor. Su intención como filósofo seguía siendo la creación del homme revolté, el rebelde que tenía por objeto derrocar a la burguesía; pero a esto añadió una crítica de la razón analítica, que describía como «la doctrina oficial de la democracia burguesa». Sartre había quedado impresionado, durante el conflicto bélico, ante la manera en que había desaparecido la sensación de aislamiento humana, por lo que estaba convencido de que el existencialismo debía adaptarse a dicha idea (es decir, que la acción, la elección, era el remedio a los problemas del hombre). La filosofía y, en concreto, el existencialismo se convirtieron para él, en cierto sentido, en una forma de guerrilla en la que los individuos, a un tiempo almas aisladas y miembros de una campaña conjunta, podían encontrar su ser. 

Fundó (en calidad de redactor jefe), junto con Simone de Beauvoir y Maurice MerleauPonty, una nueva revista política, filosófica y literaria llamada Les Temps Modernes, cuyo lema: «El hombre es total, totalmente comprometido y totalmente libre».  En efecto, este grupo se unió a la larga lista de pensadores (Bergson, Spengler, Heidegger…) que consideraban que el positivismo, la ciencia, el razonamiento analítico y el capitalismo estaban creando un mundo materialista y racional, aunque burdo, que despojaba al hombre de su fuerza vital. Con el tiempo, esto llevaría a Sartre a adoptar una actitud por completo opuesta a los Estados Unidos igual de burda (como había sucedido con anterioridad a Spengler y Heidegger). Sin embargo, de entrada, declaró en El existencialismo es un humanismo (1947) que «el hombre no es más que una ubicación», una de sus frases más célebres. El ser humano, declaró, tenía «un propósito lejano» de realizarse, de tomar decisiones para ser. Sin embargo, para lograrlo debía liberarse de la racionalidad burguesa. No hay duda de que Sartre tenía dotes para acuñar expresiones; fue el primer filósofo de frases lapidarias, y sus ideas lograron atraer a muchos durante la posguerra, en especial su creencia en que la mejor manera de lograr una existencia existencial, el mejor modo de ser «auténtico», como habría dicho Heidegger, era rebelarse contra todo. El crítico, a su parecer, tenía una vida más plena que el conformista. (Más tarde rechazó incluso la concesión del Premio Nobel). Este enfoque lo llevó en 1948 a fundar la Asociación Democrática Revolucionaria, con la intención de alejar a los intelectuales y a otros de la obsesión que empezaba a dominar sus vidas: la guerra fría.  Sartre era adepto al marxismo («No es culpa mía si la realidad es marxista», era su manera de expresarlo). Sin embargo, había un aspecto determinado en el que se le adelantaba otro miembro de la trinidad fundacional de Les Temps Modernes, Maurice Merleau-Ponty. Éste también había asistido al seminario de Kojève en los años treinta y había recibido asimismo la influencia de Husserl y Heidegger. Tras la guerra, empero, llevó la doctrina refractaria mucho más allá que Sartre. En Humanismo y terror, publicado en 1948, llegó a fundir a Sartre y a Stalin en el argumento existencial definitivo. Su sistema filosófico se centraba en que la guerra fría era una «situación extrema» clásica, que requería «decisiones fundamentales por parte de los hombres en situaciones en las que el riesgo es máximo». Las revoluciones que habían logrado ser efectivas, afirmaba, habían derramado menos sangre que los imperios capitalistas, por lo que eran preferibles a éstos y gozaban de «un futuro humanista». Según su análisis, el estalinismo, a pesar de todas sus fallas, era una forma más «honesta» de violencia que la que sustentaba al capitalismo liberal. El estalinismo reconocía su carácter violento, en opinión de Merleau-Ponty, mientras que no podía decirse lo mismo de los imperios occidentales. Al menos en este sentido, era preferible el régimen de Stalin.  El existencialismo, Sartre y Merleau-Ponty eran, por lo tanto, los padres conceptuales de gran parte del clima intelectual de los años posteriores a la guerra, sobre todo en Francia, aunque también en el resto de Europa. Cuando autores como Arthur Koestler (de cuyo Oscuridad a mediodía, que revelaba las atrocidades de Stalin, se vendieron doscientos cincuenta mil ejemplares sólo en Francia) los amonestaron, hubieron de soportar que se les tachase de mentirosos.  Entonces, Sartre y el resto echaron mano de argumentos tales como que los soviéticos encubrían su violencia porque se avergonzaban de ella, mientras que en las democracias capitalistas occidentales la violencia era implícita y se toleraba públicamente. Sartre y Merleau-Ponty gozaron de una gran influencia en Francia por tener el único Partido Comunista fuera del bloque soviético (en 1952 Les Temps Modernes se convirtió en una publicación del partido, aunque mantuvo su nombre), y su repercusión no cesó en realidad hasta después de las revueltas estudiantiles de 1968. Su postura reavivó asimismo un odio filosófico a los Estados Unidos que nunca había desaparecido del todo en Europa, pero que adoptó entonces una virulencia sin precedentes. En 1954 Sartre visitó Rusia y declaró al regresar que «en la URSS existe una libertad total de crítica».  Sabía que no era cierto, pero estimaba más importante mantener la postura antiamericana que criticar a la Unión Soviética. Esta actitud no cesó en ningún momento, ni en Sartre ni en otros, y estuvo presente en el compromiso adquirido por el filósofo con otras causas marxistas contrarias a los Estados Unidos: la Yugoslavia de Tito, la Cuba de Castro, la China de Mao y el Vietnam de Ho Chi Minh. En el ámbito nacional, como era de suponer, se convirtió en dirigente de las protestas contra la batalla francesa en Argelia a mediados de los cincuenta, en la que el filósofo respaldaba a los rebeldes del Frente de Liberación Nacional (FLN). Fue esta actitud la que lo llevó a entablar amistad con el hombre que acabaría por hacer avanzar su pensamiento un paso más: Frantz Fanon. Francia valora a sus intelectuales en mayor medida que muchos países. Las calles reciben nombres de filósofos e incluso de escritores de segunda categoría. En ningún sitio es tan cierto como en París el hecho de que el período que siguió a la segunda guerra mundial constituyese la edad de oro de los intelectuales. Durante la ocupación alemana, la resistencia intelectual había estado dirigida por el Comité National des Ecrivains, que tenía como portavoz a Les Lettres Françaises. Tras la liberación, el cargo de editor fue asumido por Louis Aragón, «antiguo surrealista convertido en estalinista». Su primera acción fue publicar una lista de 156 escritores, artistas, gente de teatro y académicos colaboracionistas, para los cuales la revista pedía «un castigo justo». Hoy en día, la imagen que se tiene del intelectual francés es la de una persona con jersey negro de cuello vuelto y un cigarrillo negro en los labios, como un Gauloise o un Gitane. Este modelo se debe en parte a Sartre, que, como todos los de la época, fumaba en grandes cantidades y llevaba siempre los bolsillos llenos de papeles.  

Los diferentes grupos de intelectuales tenían sus cafeterías favoritas. Sartre y De Beauvoir eran asiduos del café Flore, situado en la esquina del bulevar Saint-Germain y la calle Saint-Benoît.  Sartre desayunaba allí (dos copas de coñac) y se sentaba en una mesa del piso de arriba para escribir durante tres horas. Simone de Beauvoir hacía otro tanto, si bien en una mesa diferente. Después de comer, ambos regresaban a la parte alta durante otras tres horas. 
El propietario no los reconocía al principio, pero después de que Sartre se volviese un personaje célebre comenzó a recibir tantas llamadas telefónicas que se le instaló una línea para su uso exclusivo. Casi todos evitaron durante un tiempo la Brasserie Lipp, situada frente al café Flore, porque sus platos alsacianos habían gozado de gran fama entre los alemanes durante la ocupación (aunque Gide había comido allí). Picasso y Dora Maar frecuentaban Le Catalán, sito en la rué des Grans Augustins; los comunistas hacían uso del Bonaparte, en el lado septentrional de la place, y los músicos se decantaban por el Royal Saint-Germain, ante el Deux Magots, que constituía la segunda opción de Sartre. En cualquier caso, la vida existencial de «indiferencia desencantada» tenía lugar entre el bulevar Saint-Michel al este y la rué des Daint-Péres al oeste, los quais del Sena al norte y la calle Vaugirard al sur; ésta era «la catedral de Sartre».  En aquellos días, muchos escritores, artistas y músicos, en lugar de vivir en apartamentos, tenían habitaciones en hoteles modestos, lo que explica el uso que hacían de la vida de café. El único establecimiento de este tipo que abría por las noches era Le Tabou, en la calle Dauphine, al que acudían a menudo Sartre, Merleau-Ponty, Juliette Gréco, la diseuse (pues practicaba una forma hablada de cantar), y Albert Camus. En 1947 Bernard Lucas persuadió a los propietarios de Le Tabou a arrendarle el sótano, una ala con forma tubular en la que instaló una barra, un gramófono y un piano. El café tuvo un éxito inmediato, y desde entonces Saint-Germain y la famille Sartre se convirtieron en atracción turística.  De cualquier manera, pocos turistas leían Les Temps Modernes, la revista que había comenzado su andadura en 1945, fundada por Gaston Gallimard, y que contaba con Sartre, De Beauvoir, Camus, Merleau-Ponty, Raymond Queneau y Raymond Aron en el consejo de redacción. Simone de Beauvoir consideraba que esta publicación era lo mejor del «ideal sartreano», y es cierto que pretendía erigirse en modelo de una era de cambio intelectual. El París de entonces comenzaba a resurgir en lo intelectual, y no sólo por lo que respecta a la filosofía y el existencialismo. En el ámbito dramático, la Antígona de Jean Anouilh y A puerta cerrada de Sartre habían aparecido en 1944; el Calígula de Camus, un año más tarde, igual que La loca de Chaillot, de Giraudoux, y en 1946 se estrenó Muertos sin sepultura, también de Sartre. Eugéne Ionesco y Samuel Beckett, influidos por Luigi Pirandello, esperaban entre bastidores. El apasionante clima de les intellos de París, sin embargo, no tardó en agriarse debido a una cuestión que lo dominaba todo: el estalinismo. Francia, como hemos visto, poseía un Partido Comunista de gran vigor, pero, tras la centralización de Yugoslavia a la manera de la Unión Soviética, la llegada al poder del comunismo en Checoslovaquia y la muerte de su ministro de Asuntos Exteriores, Jan Masaryk, muchos franceses consideraron inviable mantener su pertenencia al partido, o bien fueron expulsados cuando expresaron su repugnancia. También se dio en Francia una serie de huelgas de consecuencias desastrosas que dividió a los intelectuales y los trabajadores del país, si bien ambos sectores nunca habían mantenido una relación tan estrecha como hacían creer los primeros. A esto siguieron dos acontecimientos: En primer lugar, Sartre y su famille se afiliaron en 1947 a la Rassemblement Démocratique Révolutionnaire, partido creado con la intención de fundar un movimiento independiente de la Unión Soviética y los Estados Unidos.  El Kremlin tomó en serio este paso, temiendo que la «filosofía de la decadencia» sartreana, como llamaban al existencialismo, se convirtiese en un «tercer poder», sobre todo entre los jóvenes. Andrei Zndanov, según sabemos ahora, se encargó de que se atacase al filósofo desde diversos frentes, en particular durante la conferencia de paz de Wroclaw, Polonia, en agosto de 1948, donde también fue Picasso objeto de humillación. El filósofo francés cambió más tarde de opinión acerca de la Rusia estalinista, alegando que cualquier error que hubiese cometido se debía al afán por conseguir el mayor bien posible. Su tortuosa forma de razonar se hizo aún más necesaria a medida que transcurrían los años cuarenta y surgían más pruebas de las atrocidades perpetradas por Stalin. De cualquier manera, lo que mantenía a Sartre en el ámbito de lo soviético fue, por encima de todo, su perenne odio al materialismo estadounidense. Esta posición sufrió un enorme revés en 1947, con la publicación de Yo escogí la libertad, de Victor Kravchenko, ingeniero ruso que había desertado de la Unión Soviética durante una operación comercial para refugiarse en los Estados Unidos en 1944. El libro obtuvo un éxito desenfrenado y se tradujo a una veintena de lenguas. El origen ruso de su autor lo convirtió en la primera descripción testimonial de los campos de trabajo de Stalin, la persecución de los kulaks que había llevado a cabo y sus colectivizaciones forzosas. En Francia, debido al poder del Partido Comunista, ninguna editorial importante se atrevió a publicar el libro (lo que recuerda a lo sucedido en Gran Bretaña con Rebelión en la granja). Sin embargo, cuando por fin apareció, se vendieron cuatrocientos mil ejemplares y le fue concedido el Premio SainteBeuve. El libro fue objeto de critica por parte del partido, y Les Lettres Françaises publicó un artículo escrito por un tal Sim Thomas, al parecer antiguo oficial del OSS, que sostenía que la autoría del libro pertenecía al servicio estadounidense de inteligencia más que a Kravchenko, que no era sino un mentiroso compulsivo y un alcohólico. El aludido, que a la sazón se había instalado en los Estados Unidos, lo demandó por difamación. El juicio se celebró en enero de 1949 y fue objeto de una gran campaña publicitaria. Les Lettres Françaises logró hacerse con testigos rusos, con la ayuda de la NKVD, entre los que se incluía la antigua esposa del demandante, Zinaida Gorlova, con la que el autor afirmaba haber presenciado un buen número de atrocidades. Como quiera que el padre de ella se hallaba aún en un campo de concentración, es evidente que su testimonio había sido manipulado. De cualquier manera, cuando, sentada en el banquillo de los testigos, se encontró ante su exmarido, comenzó a deteriorarse físicamente, a perder peso casi de la noche al día y a aparecer «desaseada y apática». Finalmente la hubieron de llevar al aeropuerto de Orly, donde la estaba esperando un aeroplano militar soviético para llevarla de nuevo a Moscú. «Sim Thomas» nunca apareció: no era más que una invención. El testimonio más impresionante de la parte de Kravcheucko fue el de Margarete Buber-Neumann, viuda del dirigente del Partido Comunista alemán de preguerra, Heinz Neumann. Tras la subida de Hitler al poder, había huido con su marido a la Rusia soviética, pero una vez allí, ambos habían sido enviados a un campo de trabajo acusados de «desviacionismo político».  Después del pacto de no agresión Molotov-Ribbentrop, de 1940, los habían devuelto a Alemania, y a ella la habían confinado en el campo de concentración Ravensbrück. Por lo tanto, habida cuenta de que Margarete Buber-Neumann había estado en los campos de concentración de ambos lados del telón de acero, parecía no tener ninguna razón para mentir. El veredicto se hizo público el 4 de abril, el mismo día en que se firmó el Tratado del Atlántico Norte, y era favorable a Kravchenko. Recibió una indemnización mínima por prejuicios, pero eso no era lo importante. Muchos intelectuales renunciaron a su pertenencia al partido ese mismo año, una decisión que acabaría por adoptar el mismísimo Albert Camus. Sartre y De Beauvoir, con todo, no se mostraron dispuestos a seguir el ejemplo. A su entender, toda revolución tenía su «terrible majestad».  En su caso, el odio al materialismo estadounidense tenía más peso que cualquier otra consideración. Tras la guerra, la capital francesa parecía decidida a volver a su posición de centro neurálgico de la vida intelectual y creadora, a ser de nuevo la Ciudad de la Luz que siempre había sido. Bretón y Duchamp habían vuelto de los Estados Unidos, y se habían unido de nuevo con Cocteau. Ésta fue la era de la Colombe de Anouilh, el Diario —y Premio Nobel— de Gide, Las voces del silencio de Malraux, Les Gommes de Alain Robbe-Grillet, etc. También volvió a ser, tras un interludio, la ciudad de Edith Piaf, Sidney Bechet y Maurice Chevalier, de la serie Jazz de Matisse, de los trabajos más importantes de la escuela historiográfica de la revista Annales, de la que tendremos oportunidad de hablar en otro capítulo, de las nuevas matemáticas de «Nikolas Bourbaki», del Peau noire, masques blancs de Frantz Fanon y Las vacaciones de monsieur Hulot de Jacques Tati. Coco Chanel aún vivía y Christian Dior estaba empezando. En la música «seria» era la época de Olivier Messiaen. Este compositor tenía un espléndido estilo individualista. Lejos de considerarse existencialista, era un creador teológico «condenado a la labor de reconciliar la imperfección humana y la Gloria Divina a través del arte». Messiaen detestaba muchos aspectos de la vida moderna, ante la que prefería las grandes civilizaciones antiguas de Asiría y Sumer. Su obra, que da muestras de una marcada influencia de Debussy y los compositores rusos, ansiaba crear lo intemporal, sensaciones contemplativas, amén de jugar con el serialismo. Con frecuencia hacía uso de repetición a gran escala y, lo que constituyó su mayor innovación, transcribió diversos cantos de pájaros. Hasta los años sesenta, Messiaen empleó técnicas arriesgadas (entre las que se incluían formas novedosas de dividir el teclado del piano), los citados pitos de pájaros y la música oriental con el fin de forjar un nuevo espíritu religioso en ámbito musical. A esta época pertenecen Turangalila (‘Canción de amor’, en lengua hindú), 1946-1948; Livre d’Orgue, 1951, y Réveil des Oiseaux, 1953. Su oposición al existencialismo fue subrayada por su discípulo Pierre Boulez, que describió la música de su maestro como más cercana a la filosofía oriental de «ser» que a la idea occidental de «llegar a ser». [1883] A pesar de todo esto, los años cincuenta iban a ser testigos del lento declive de Paris, a medida que la ciudad se veía adelantada por Nueva York y, en menor medida, Londres. A finales de los sesenta, se eclipsaría aún más debido a las rebeliones estudiantiles. Este hecho no sólo es aplicable a la filosofía o la literatura, sino también a la pintura. Derto Giacometti creó algunas de sus figuras más grandes —y más estilizadas— en el París de posguerra; para muchos se convirtieron en la personificación del hombre existencial. Jean Dubuffet, por su parte, pintó sus obras de aspecto infantil, si bien sofisticado, que representaban intelectuales y animales (ante todo vacas), grotescas y tiernas a un tiempo, de tal manera que revelaban los sentimientos mezclados acerca de la sinceridad con la que se miraba a sí misma la escena filosófica y literaria del París de posguerra. Los artistas de la escuela de París, como Bernard Buffet, René Mathieu, Antoni Taies y Jean Atlan, lograban vender sus obras con una facilidad que resultaba embarazosa y que superaba a la de los artistas británicos o norteamericanos. Sin embargo, privaciones de la guerra habían provocado una notable falta de visión de futuro que hacía aplicable por igual a marchantes y artistas, lo que desembocó en la especulación y la caída de los precios en 1962. La pintura contemporánea francesa nunca se ha recuperado por completo. A decir verdad, De Beauvoir había errado de medio a medio al afirmar que París se hallaba en el año cero: sin duda era otro ejemplo de una puesta de sol confundida con un amanecer. Una década después del final de la segunda guerra mundial tuvo lugar el último destello de la Ciudad de la Luz. El existencialismo había recibido un nuevo ímpetu y gozaba de popularidad en Francia porque, en parte, era hijo de la resistencia y, por lo tanto, representaba la imagen que los franceses, o al menos los intelectuales franceses, querían tener de sí mismos. Al margen de Sartre, la gloria final de París se debió a cuatro hombres, tres de los cuales eran franceses de adopción y un cuarto odiaba gran parte de lo que representaba París. Se trata de Albert Camus, Jean Genet, Samuel Beckett y Eugéne Ionesco. Camus, un pied-noir nacido en Argelia, se crio en la pobreza y nunca olvidó su atracción por los pobres y los oprimidos. Durante un breve período practicó el marxismo, y en el período bélico editó el diario de la resistencia Combat. Al igual que Sartre, se obsesionó con la condición «absurda» del hombre en un universo indiferente, y su propia trayectoria constituyó un intento de mostrar cómo podía —o debía— afrontarse dicha situación. En 1942 escribió El mito de Sísifo, un tratado filosófico que apareció por vez primera en la prensa clandestina. En él expone que el hombre debe reconocer dos cosas: que sólo puede contar consigo mismo y lo que sucede dentro de su mente, y que el universo es diferente e incluso hostil, que la vida es una lucha y que todos, como Sísifo, empujamos colina arriba una piedra que volverá a caer hacia abajo en el momento en que nos detengamos. Esto puede parecer fútil —o quizá serlo —, pero no tiene vuelta de hoja. En 1947 publicó La peste, novela de lectura mucho más sencilla. El argumento arranca con el inicio de la epidemia de peste bubónica en una ciudad argelina, Orán. El autor no hace uso del libro en ningún momento para filosofar de forma abierta, sino que se propone explorar las reacciones de una serie de personajes (como el doctor Rieux, su madre o Tarrou) ante la terrible noticia y analiza la forma en que se enfrentan a la situación a medida que se propaga la enfermedad.  El principal objetivo de Camus es mostrar lo que significa —y lo que no significa— la comunidad, lo que el hombre puede y no puede esperar: de hecho, la obra constituye una sensible descripción del aislamiento. Por supuesto, es ésta la peste que nos aflige. En la novela hay indudables ecos de Dietrich Bonhoeffer y sus ideas acerca de la comunidad, pero también de Hugo von Hofmannsthal; a fin de cuentas, Camus logró crear una obra de arte a partir del absurdo y el aislamiento. Cabe preguntarse si este hecho lo redime. El autor recibió el Premio Nobel de Literatura en 1957, pero murió tres años después en un accidente de coche. Jean Genet —San Genet en la biografía que le escribió Sartre— se presentó un buen día de 1944 al filósofo y su compañera en el café Flore. Tenía la cabeza afeitada y la nariz partida, «pero sus ojos sabían sonreír y su boca era capaz de expresar el asombro de la niñez». Su aspecto debía mucho al hecho de haberse educado en reformatorios, prisiones y burdeles, donde había ejercido la prostitución. Su futura reputación surgiría de su facilidad de palabra y sus argumentos provocadores, pero lo que más interesaba de él a los existencialistas era el hecho de que, en cuanto homosexual agresivo y criminal, se hallaba a un mismo tiempo en dos prisiones (la psicológica y la física), y al vivir al límite, en situaciones extremas, gozaba al menos de la oportunidad de estar más vivo, ser más auténtico que los demás. También interesaba a De Beauvoir porque, al ser homosexual y verse obligado a encarnar papeles «femeninos» en la cárcel (en cierta ocasión le tocó hacer de «novia» en un trío en el presidio), sus criterios acerca del sexo y los dos sexos eran por completo diferentes a los de cualquier otra persona. No cabe duda de que Genet vivía la vida al máximo en este sentido, hasta tal punto que llegó a profanar una iglesia para comprobar qué hacía Dios al respecto. «Y ocurrió el milagro. No hubo milagro alguno. Dios quedó desacreditado. Dios era falso».  En un conjunto de novelas y obras teatrales se dedicó a entretener a su público mostrándole cómo era en realidad la vida entre los «raros» y los criminales que conocía, las depravadas jerarquías sexuales que se establecían en las prisiones, así como las prácticas sexuales retorcidas y los códigos de conducta invertidos (llamar a alguien mamón podía ser motivo de asesinato).  Sin embargo, el instinto del autor lo hizo comprender que la mala vida, siempre al borde de la violencia, la situación extrema por excelencia, no sólo provocaba un interés lascivo por parte de la burguesía, sino también sentimientos más profundos. Daba pie a una ansia de algo, bien fuera un masoquismo latente, una homosexualidad escondida o un secreto deseo de violencia. Fuera lo que fuese, la popularidad de la obra de Genet ponía en evidencia lo insuficiente de la vida burguesa en mayor medida que los análisis de Sartre o el resto. Nuestra Señora de las flores (1946) fue escrita mientras Genet se hallaba en la penitenciaría de Mettray y detalla las victorias y derrotas, mezquinas pero cruciales, en un mundo cerrado de homosexuales naturales y obligados. Las criadas (1948) versa aparentemente sobre la conspiración de dos sirvientas para asesinar a su señora; sin embargo, la insistencia por parte de Genet en que todos los personajes fueran interpretados por hombres subraya la intención real de la obra: la naturaleza de la sexualidad y su relación con nuestros cuerpos. Del mismo modo, en Los negros (1958) el requisito del autor de que algunos de los personajes blancos fuesen interpretados por negros y de que entre el público hubiera siempre un blanco para llevar a cabo improvisaciones resaltaba aún más la opinión de Genet acerca de la vida como algo movido por los sentimientos (aunque se tratase del sentimiento de vergüenza) más que por el mero pensamiento.  En virtud de su condición de excriminal, sabía lo que Sartre no parecía haber entendido: que un rebelde no es por necesidad un revolucionario, y que la diferencia entre ambos es, en ocasiones, crítica. El período más creativo de Samuel Beckett coincidió en parte con el de Camus o Genet. Fue en estas fechas cuando puso el punto final a Esperando a Godot, Final de Partida y La última cinta. Sin embargo, cabe señalar que las dos últimas se estrenaron en Londres: a la sazón, París comenzaba a declinar. Nacido en 1906, Beckett era hijo de un acomodado matrimonio protestante que vivía en Foxrock, cerca de Dublín. Al igual que Isaiah Berlín observó la Revolución de octubre en Petrogrado, Beckett fue testigo del Levantamiento de Pascua desde las colinas cercanas a la capital irlandesa.  Asistió al Trinity College de Dublín, como James Joyce, y tras una temporada dedicado a la docencia viajó por toda Europa.  En París conoció al autor de Ulises, de quien se hizo amigo y a quien ayudó en la defensa de sus últimas obras (por aquel entonces, Joyce estaba escribiendo Finnegans Wake).  Beckett se estableció en un principio en Londres tras la muerte de su padre, que lo hizo beneficiario de una pensión anual. En 1934 comenzó a someterse a psicoanálisis en la clínica Tavistock con Wilfred Bion. Por estas fechas estaba escribiendo cuentos, poemas y obras de crítica.  En 1937 regresó a París, donde finalmente Routledge publicó su novela Murphy, que había sido rechazada por cuarenta y dos editoriales. Durante la guerra se distinguió como miembro de la resistencia, lo que lo hizo merecedor de dos medallas; aunque también pasó un tiempo escondido (con la novelista Nathalie Sarraute) en la Francia de Vichy. Este hecho, como han destacado varios críticos, lo hizo un experto en el arte de esperar. (Cuando regresó, Nancy Cunard pensó que tenía el aspecto de «una águila azteca»).  A esas alturas, Beckett estaba completamente inmerso en la cultura francesa: se había convertido en un especialista en la obra de Proust, había frecuentado el círculo de la revista Transition, se hallaba empapado de la obra de los poetas simbolistas y no pudo menos de sentir la influencia del existencialismo sartreano. Escribió sus principales obras en francés para luego traducirlas al inglés; para esto último contó con ayuda en diversas ocasiones.  Como ha señalado el crítico Andrew Kennedy, su experiencia con las «fatigas del idioma» ayudó sin duda a conformar su estilo. Beckett escribió su obra más célebre, Esperando a Godot, en menos de cuatro meses, entre principios de octubre de 1948 y enero de 1949. Sin embargo, pasaron cuatro años hasta que se estrenó, en el Théâtre de Babylone de París. A pesar de que hubo reseñas de todo tipo y de que sus amigos tuvieron que «acorralar» a gran parte del público para que asistiese, no cabe duda de que la espera valió la pena, pues Godot se ha convertido en una de las obras teatrales más discutidas del siglo, con un número muy semejante de detractores y admiradores, al menos en un principio, aunque con el tiempo ha ido creciendo en cuanto a consideración.  Se trata de una obra muy escueta: los cinco personajes se mueven en un escenario vacío, sin otro elemento que un árbol solitario.  Con frecuencia se alude a los dos protagonistas como vagabundos literarios, y por lo general, ambos visten sombrero hongo, aunque las acotaciones no siempre lo exigen. La obra destaca por sus prolongados períodos de silencio, las repeticiones en el diálogo —cuando lo hay—, su constante vacilar entre la especulación metafísica y las burdas frases hechas, la repetición casi exacta de algunas acciones en las dos mitades en que se divide la obra y la no aparición del personaje que da nombre a la obra. Su forma única, las referencias a sí misma y lo que exige del público hacen de la representación uno de los últimos hitos de las vanguardias. Cierto crítico resumió de manera muy inteligente este hecho cuando escribió: «¡Nada sucede dos veces!».  Esto es muy cierto a primera vista, aunque no deja de ser una parodia. Como ocurre con todas las obras maestras del arte moderno, la forma de Godot es intrínseca a la obra, así como a la experiencia de su representación. No hay resumen que pueda hacerle justicia. Se trata de una obra post-Tierra baldía, post-O’Neill, postJoyce, post-Sartre, post-Proust, post-Freud, post-Heisenberg y post-Rutherford. En ella pueden encontrarse tantas influencias del siglo XX como permita la paciencia del espectador o el lector, y es aquí donde descansa toda su riqueza. Vladimiro y Estragón, los dos vagabundos, están esperando a Godot. No sabemos de quién se trata, dónde lo están esperando, cuánto tiempo llevan así ni cuánto piensan pasar en esa actitud. El hecho de esperar, los silencios y las repeticiones parecen confabularse para hacer destacar el tema del tiempo, y por supuesto, al desconcertar e intrigar al espectador, que se ve obligado también a esperar entre esos silencios y repeticiones, Godot supone una experiencia insólita, que hace pensar al público. (El título en francés de la obra, En Attendant Godot, subraya la sensación de la espera al hacer uso del verbo attendre, ‘esperar’, pero también ‘prestar atención’). En algunos aspectos, la obra supone una inversión de En busca del tiempo perdido. Proust fue capaz de hacer algo de nada, mientras que Beckett logra hacer nada de algo; a la postre, el resultado es el mismo: obligar al espectador a reflexionar acerca de lo que es nada y lo que es algo, y hasta qué punto difieren estos dos conceptos (al tiempo que recuerda la pregunta formulada por Wolfgang Pauli en los años veinte: por qué hay algo en lugar de nada). Los dos actos de la obra se ven interrumpidos por la llegada de Lucky y Pozzo por un lado y del niño por el otro. Los dos primeros, sordo y mudo respectivamente, constituyen algo así como un número de vaudeville.  El niño es un mensajero del señor Godot, aunque no tiene ningún mensaje, lo que nos hace pensar en El castillo de Kafka. Por su puesto, la obra no se agota aquí: durante la representación se suceden un buen número de maldiciones, números con los sombreros, mímica y problemas con las botas y las funciones corporales Sin embargo, Godot gira, ante todo, en torno al vacío, al silencio y al significado. Es difícil no acordarse de la analogía empleada por los físicos a la hora de ilustrar la escala atómica: el núcleo (que, sin embargo, posee la mayor parte de la masa) tiene un tamaño relativo con respecto a la corteza de electrones comparable al de un grano de arena colocado en el centro de un teatro de la ópera. Beckett parece decirnos que esto es más que sombrío: la comunicación no sólo es estúpida, inútil y absurda, sino también cómica. Todo lo que nos queda es un clisé o mera especulación, tan alejada de cualquier realidad que nunca podemos saber si tiene significado alguno, lo cual nos remite a Wittgenstein. Aunque Beckett admiraba la obra de Chaplin, su mensaje es completamente opuesto: Vladimiro y Estragón no son héroes ni por asomo, y su actuación cómica no provoca identificación alguna por nuestra parte. Resulta ser aterradora, o al menos eso pretende. Beckett derriba todas las categorías. Vladimiro y Estragón ocupan un lugar en el espacio y en el tiempo; en las primeras ediciones francesas se presentan como «les comiques staliniens»; la obra versa sobre la humanidad —el universo— que se desmorona, pierde su energía, se enfría; a los personajes, como dirían los existencialistas, se les ha puesto en el mundo sin ningún propósito o esencia: son sólo sentimiento. Los protagonistas deben esperar, armarse de paciencia, porque no tienen ni idea de lo que vendrá, ni siquiera de si vendrá o no, a excepción, por su puesto, de la muerte, Vladimiro y Estragón se mantienen unidos (lo que constituye la única nota positiva, optimista, del drama) hasta alcanzar la soberbia culminación: como ejemplo del arte dramático es difícil que sea superado. Vladimiro grita: «Hemos acudido a la cita y se acabo. No somos santos, pero hemos acudido a la cita. ¿Cuántos pueden decir lo mismo?». Lo mejor de Beckett —al igual que sucede con O’Neill o Eliot— es vivir su obra. El autor no era ningún cínico, y la única forma satisfactoria de concluir cualquier exposición de su obra es citarla. Sus finales son mejores que los de ninguno. El de Godot es así: 

VLADIMIRO. —Bueno, ¿nos vamos? 

ESTRAGÓN. —Sí, vámonos.

 (Ninguno de los dos se mueve). 

O tal vez sea mejor acabar citando la carta que envió Beckett a Harold Pinter, también dramaturgo: 

Si insiste en encontrarles forma [a mis obras teatrales], yo se la describiré. En cierta ocasión me hallaba en el hospital. En la sala de al lado había un hombre moribundo, víctima de una cáncer de laringe. Cuando se hacía el silencio podía oírlo gritar sin descanso: ése es el tipo de forma que tiene mi obra. 

Para Beckett, a mediados de siglo, las especulaciones de Sartre no tenían sentido alguno: no hacían más que poner de relieve lo obvio. La ciencia había creado un mundo vacío y oscuro, cada vez más difuso a medida que se comprendían nuevos detalles, quizá porque las palabras ya no sirven para expresar lo que sabemos o creemos saber. En Godot, la dignidad desaparece casi por completo y el humor sobrevive, de forma irónica, sólo a duras penas y, a lo sumo, de manera muy incierta. Al margen de lo que pueda tener de cómoda, para Beckett la dignidad no tiene ningún sentido; en cuanto al humor…, en fin, lo único que puede decirse es que hace la espera más amena. Beckett provenía de fuera de Francia, pero fue París la que le proporcionó — igual que a Genet— un escenario para sus triunfos. El caso del tercer gran dramaturgo de esta época, Eugéne Ionesco, fue ligeramente distinto. Nacido en Rumania y criado en Francia, pasó varios años en su país natal durante la ocupación soviética antes de regresar a París. En la capital francesa dio a conocer su primera obra teatral, La cantante calva, en 1950. No tardaron en sucederse otras como Las sillas (1955), El peatón del aire (1956), Amadeo o cómo salir del paso (1958), El asesino sin gajes (1959) y El rinoceronte (1959). Una de las biografías sobre Beckett lleva por subtítulo «El último autor moderno», si bien esta descripción podía haberse aplicado también a Ionesco, por cuanto encarnaba, en cierto modo, la perfecta amalgama de Wittgenstein, Karl Kraus, Freud, Alfred Jarry, Kafka, Heidegger y los dadaístas y surrealistas. El dramaturgo admitía que muchas de las ideas para sus obras procedían de sus sueños.  Su objetivo primordial, según declaró, era, al menos en sus primeras creaciones, expresar el asombro que le producían el simple hecho de existir y la pregunta de por qué hay algo en lugar de nada. Estrechamente ligada a esto se encuentra su preocupación por el lenguaje, así como el descontento que le producía la dependencia de la frase hecha y, en un plano más profundo, la meridiana insuficiencia del lenguaje a la hora de representar la irrealidad. Detrás de todo esto se halla también su obsesión por la psicología, en especial por la nueva psicología de grupo a la que ha dado pie el mundo moderno de la civilización de masas en las grandes ciudades, por cómo afectaba este hecho a nuestra idea de soledad y por lo que separaba al hombre del animal. En La cantante calva da la impresión de que quienes hablan son las figuras que pueblan los paisajes de De Chirico, autómatas sin trazas de emociones, cuyas palabras surgen en un solo tono. La intención de Ionesco es mostrar la magia del lenguaje genuino, hacer que centremos nuestra atención en su naturaleza y su creación. En El peatón del aire, una de sus obras basadas en sueños (en concreto, en el de volar), el protagonista puede observar las vidas de los demás desde su posición privilegiada. Esta forma unilateral de compartir, que ofrece un sinnúmero de posibilidades cómicas, desemboca en una situación trágica, pues, a consecuencia de su insólita posición de ventaja, el protagonista se siente más solo que nadie. En Las sillas, van apareciendo en escena los asientos que dan título al drama a un ritmo muy ágil, para crear una situación que las palabras no pueden expresar. Esto obliga al público a resolver por sí mismo el problema y encontrar las palabras que faltan. Por último, en El rinoceronte, los personajes se van metamorfoseando en animales de manera paulatina, y truecan su psicología humana en algo más «primitivo», más centrado en el grupo, de tal manera que el espectador se pregunta constantemente cuán grande es la diferencia entre ambas formas de comportamiento.  Ionesco se mostraba muy sensible a los descubrimientos científicos, en particular a los relacionados con la psicología de Freud y Jung, pero también con la biología. Esto lo hacía poseedor de una forma muy personal de pesimismo. 

Me pregunto si el arte no estará en un callejón sin salida —declaró en 1970—, si, en su forma presente, no habrá alcanzado su final. En otro tiempo, los escritores y los poetas eran venerados como adivinos y profetas. Contaban con cierta intuición, una sensibilidad más marcada que el resto de sus coetáneos y, lo que era aún mejor, descubrían cosas: su imaginación iba más allá incluso de la propia ciencia, se posaba en cosas que la ciencia descubriría veinticinco o cincuenta años después. Proust era un precursor en relación con la psicología de su época. … Sin embargo, desde hace algún tiempo, la ciencia y la psicología del subconsciente han progresado a pasos de gigante, mientras que las revelaciones empíricas de los escritores han hecho bien poco. En estas condiciones, ¿es lícito seguir considerando la literatura como un medio de conocimiento? 

Y añadía: «Telstar [el satélite de televisión] es en sí mismo un logro sorprendente Sin embargo, lo usan para que veamos una obra de teatro de Terence Rattigan. De igual manera, el cine es un avance más interesante que las películas que se proyectan en sus teatros». Estas observaciones de Ionesco no resultan menos intemporales que su teatro. El París de los años cincuenta fue testigo de las últimas muestras importantes de arte de vanguardia, de la última ocasión en que pudo decirse que la cultura elevada dominaba una civilización de relieve. Como tendremos oportunidad de ver en los capítulos 25 y 26, la estructura de la vida intelectual estaba empezando a verse sacudida por un cambio radical.

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