3. PARÍS, AÑO CERO
En octubre de 1945, tras su primera visita a los Estados Unidos (cuya vitalidad y
abundancia lo habían impresionado, al menos de forma temporal), el filósofo
Jean-Paul Sartre regresó a un París muy diferente. Tras años de guerra y
ocupación, la ciudad había quedado destrozada, más en el aspecto emocional que
en el físico (porque los alemanes habían puesto cuidado en no dañarla), y el
contraste con Norteamérica resultaba penoso. La primera labor que llevó a cabo
Sartre tras su regreso consistió en una conferencia pronunciada en la universidad
y titulada «Existencialismo y humanismo». Para su consternación, asistieron
tantas personas que todos los asientos quedaron ocupados y él mismo tuvo
dificultades para entrar. El acto hubo de iniciarse con una hora de retraso.
Cuando por fin pudo comenzar, «habló durante dos horas sin una pausa, sin
apuntes y sin sacar las manos de los bolsillos», y el acontecimiento se hizo
célebre. Esto se debió no sólo a su virtuosismo, sino también a que se
trataba de la primera vez que Sartre admitía un cambio en su esquema filosófico.
Influido sobremanera por lo sucedido en la Francia de Vichy y la victoria final
de los aliados, su existencialismo, que antes de la guerra había consistido en una
doctrina pesimista en esencia, se tornó una idea «basada en el optimismo y la
acción». Las nuevas ideas de Sartre, según afirmó él mismo, serían «el
nuevo credo» para «los europeos de 1945». Esta nueva postura por parte de uno
de los pensadores más influyentes del mundo inmediatamente posterior a la
guerra, según pone de relieve Arthur Herman en su estudio acerca del pesimismo
cultural, era una consecuencia directa de sus experiencias durante el conflicto
bélico. «La guerra partió mi vida por la mitad», observó Sartre. Al hablar del
tiempo que pasó en la resistencia, el filósofo describió cómo había perdido su
sensación de aislamiento: «De pronto caí en la cuenta de que era un ser social…
Me percaté del peso del mundo, de los lazos que me unían a los demás y de los
que unían a los demás conmigo». Sartre nació en Poitiers, en 1905, y creció en un entorno acomodado. Sus
padres gozaban de un alto nivel cultural y una gran sofisticación, y expusieron a
su hijo a las más selectas manifestaciones artísticas, literarias y musicales (su
abuelo era tío de Albert Schweitzer). Asistió al Lycée Henri IV, una de las
escuelas más de moda en París, y después, a la École Normale Supérieure. En un
principio quiso ser poeta, inspirado sobre todo por la obra de Baudelaire, al que
consideraba su héroe personal; pero no tardó en caer bajo la influencia de Marcel
Proust y, lo que es más importante, de Henri Bergson. «En Bergson —afirmó—
encontré de manera inmediata una descripción de mi propia vida psíquica». Era
como si «la verdad hubiese bajado de los cielos». También tuvieron una
gran importancia en su formación Edmund Husserl y Martin Heidegger, cuya
obra conoció a principios de los treinta por Raymond Aron, un compañero de
clase del lycée. En la época, este último era más entendido que Sartre y acababa
de regresar de Berlín, donde había sido alumno de Husserl. El filósofo alemán
tenía la teoría de que gran parte de la estructura formal de la filosofía tradicional
era un desatino y que el verdadero conocimiento procede de «nuestra intuición
inmediata de las cosas tal como son». También estaba convencido de que la
verdad puede entenderse mejor en «situaciones extremas», sucesos repentinos
como el que tiene lugar cuando alguien cae de la acera frente a un coche en
marcha. Husserl llamó a estos momentos de «existencia no mediata», en los que
uno se ve obligado a «elegir y actuar» y en los que la vida es «más rea1 que
nunca». Sartre siguió a Aron a Berlín en 1933, ignorando al parecer el ascenso de
Hitler. Además de la influencia de Husserl, Heidegger y Bergson, Sartre
aprovechó el clima intelectual creado en el París de los años treinta a raíz del
seminario organizado en la Sorbona por un emigrante ruso llamado Alexandre
Kojève. Las jornadas pusieron en contacto a toda una generación de
intelectuales franceses (Aron, Maurice Merleau-Ponty, Georges Bataille,
Jacques Lacan y André Bretón) con las ideas de Nietzsche y Hegel acerca de la
historia y el progreso. El argumento de Kojève partía de la idea de que la
civilización occidental y su democracia habían triunfado sobre cualquier otro
modelo (lo cual no dejaba de ser irónico, habida cuenta de lo que estaba
sucediendo en la época en Alemania y Rusia), y que, más tarde o más temprano,
todo el mundo, incluidas las entonces oprimidas clases trabajadoras, acabarían
por aburguesarse. Sartre, sin embargo, había extraído conclusiones diferentes,
pues en los años treinta se mostraba mucho más pesimista que su profesor ruso.
En una de sus frases más célebres, describía al hombre como un ser «condenado
a ser libre». Para él, que seguía a Heidegger más que a Kojève, el ser humano se
hallaba solo en el mundo y se estaba viendo abrumado de forma gradual por el
materialismo, la industrialización, la normalización y la americanización (no
olvidemos que Heidegger había recibido la influencia de Oswald Spengler). La
vida en un mundo tan sombrío era, según Sartre, un absurdo (otra de sus
expresiones famosas).

Este carácter absurdo, que no era más que una forma de
vacío, producía en el hombre un sentimiento de náusea, una nueva variante de la
alienación que le sirvió de título para una novela publicada en 1938, La Nausée.
Uno de los protagonistas del libro padece esta dolencia, pues vive en un mundo
burgués provinciano en que la vida se hace interminable y se convierte en «una
especie de mareo dulzón». Se trata de algo semejante a una Madame Bovary
remozada. Casi todas las personas, al parecer de Sartre, prefieren ser libres,
pero no lo son: viven en la «mala fe». Ésta era, en esencia, la idea que tenía
Heidegger de la oposición autenticidad/no autenticidad, aunque; fue Sartre quien
alcanzó mayor fama en cuanto existencialista, debido sobre todo a que usaba un
lenguaje más accesible y escribía novelas y, más adelante, obras teatro. A
pesar de haberse vuelto más optimista tras la guerra, las dos fases de su
pensamiento están ligadas a una aversión —casi se diría odio— por la vida
burguesa. Le encantaba recurrir a la imagen del camarero malhumorado que
debía su acritud —náusea— a que odiaba ser camarero y anhelaba ser artista,
actor, y sabía que cada momento que pasase sirviendo lo haría de «mala fe». La libertad sólo puede lograrse escapando de este tipo de existencia. |
Jacques Lacan, Pablo Picasso, Simone de Beauvoir, Jean-Paul Sartre, Albert Camus... Photo by Brassaï, 1944* |
La vida intelectual parisina resurgió en 1944, precisamente porque la ciudad
había sido ocupada. Muchos libros se habían prohibido, había teatros censurados
y revistas clausuradas, e incluso las conversaciones estaban bajo vigilancia. Al
igual que en los países ocupados de la Europa oriental y en Holanda y Bélgica, la
Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg (ERR), destacamento especial que, como ya
hemos visto, se hallaba al mando de Alfred Rosenberg y se encargaba de
confiscar colecciones de arte tanto privadas como públicas, había invadido
Francia. La escasez de papel actuaba como garantía de que los libros, periódicos,
revistas, programas de teatro, libretas escolares y materiales para artistas no se
prodigaban. Amén de Sartre, era la época de André Gide, Albert Camus, Louis
Aragón y Luis Buñuel, así como de los autores estadounidenses prohibidos en
otros tiempos: Ernest Hemingway, John Steinbeck, Thornton Wilder, Damon
Runyon, etc. 1944 fue también conocido como el año del «Ritzkrieg», pues
aunque la guerra no había cesado, la liberación de París hizo que la ciudad se
viese inundada de visitantes. Hemingway fue a ver a Sylvia Beach; su célebre
librería, Shakespeare & Co. (que había publicado el Ulises de James Joyce),
había cerrado de forma definitiva, pero ella había sobrevivido a los campos de
concentración. Lee Miller, de Vogue, se apresuró a reanudar su amistad con
Pablo Picasso, Jean Cocteau y Paul Éluard. Entre otros visitantes de la época se
hallaban Marlene Dietrich, William Shirer, William Saroyan, Martha Gellhorn,
A. J. Ayer y George Orwell. El cambio de sensibilidad era tan notable —y el
sentimiento de renovación, tan completo— que Simone de Beauvoir habló de
«París, año cero».  |
Picasso en el Cafe de Flore |
Para alguien como Sartre, la épuration o purga de colaboracionistas
constituyó también, si no algo precisamente alegre, al menos una satisfactoria
demostración de justicia. Los nombres de Maurice Chevalier y Charles Trenet se
hallaban en la lista negra por haber cantado en Radio París, emisora controlada
por los alemanes durante la ocupación. Georges Simenon sufrió tres meses de
arresto domiciliario por haber permitido que éstos hicieran versiones
cinematográficas de algunos libros de Maigret. A los pintores André Derain,
Dunoyer de Segonzac, Kees van Dongen y Maurice Vlaminck (que habían
buscado refugio tras la liberación) se les ordenó la ejecución de un gran cuadro
para el estado como castigo por aceptar una gira patrocinada por Alemania
durante la guerra, mientras que el editor Bernard Grasset fue reducido a prisión
en Fresnes por hacer demasiado caso a la «lista de Otto», que recogía los libros
proscritos por los nazis y que debía su nombre a Otto Abetz, embajador alemán
en París. Más serio fue el destino de autores como Louis-Ferdinand Céline,
Charles Maurras y Robert Brasillach, que habían colaborado de manera estrecha
con la administración de Vichy. Algunos fueron juzgados y declarados traidores,
otros huyeron al extranjero y el resto se suicidó. El caso más célebre fue el del
escritor Brasillach, «jubiloso nazi», que había llegado a ser editor de la virulenta
publicación antisemita Je Suis Partout (‘Estoy en todas partes’, si bien muchos
la conocían por el burlesco Je Suis Partí, ‘Me he ido’). Fue fusilado en febrero
de 1945. Sacha Guitry, dramaturgo y actor, especie de Noel Coward a la
francesa, fue arrestado. Cuando le preguntaron por qué había aceptado reunirse
con Goering, respondió: «Por curiosidad». A Serge Lifar, protegido de Sergei
Diaghilev y director —según nombramiento del gobierno de Vichy— de la
Ópera de París, se le prohibió de por vida actuar en teatros franceses, aunque
después le conmutaron la pena por un año de suspensión. Sartre, que amén de servir en el ejército había sufrido reclusión en Alemania
y formaba parte de la resistencia, consideró que su momento era el mundo de
posguerra y quiso labrar un nuevo cometido para el intelectual y el escritor. Su
intención como filósofo seguía siendo la creación del homme revolté, el rebelde
que tenía por objeto derrocar a la burguesía; pero a esto añadió una crítica de la
razón analítica, que describía como «la doctrina oficial de la democracia
burguesa». Sartre había quedado impresionado, durante el conflicto bélico, ante
la manera en que había desaparecido la sensación de aislamiento humana, por lo
que estaba convencido de que el existencialismo debía adaptarse a dicha idea (es
decir, que la acción, la elección, era el remedio a los problemas del hombre). La
filosofía y, en concreto, el existencialismo se convirtieron para él, en cierto
sentido, en una forma de guerrilla en la que los individuos, a un tiempo almas
aisladas y miembros de una campaña conjunta, podían encontrar su ser.

Fundó
(en calidad de redactor jefe), junto con Simone de Beauvoir y Maurice MerleauPonty, una nueva revista política, filosófica y literaria llamada Les Temps
Modernes, cuyo lema: «El hombre es total, totalmente comprometido y
totalmente libre». En efecto, este grupo se unió a la larga lista de
pensadores (Bergson, Spengler, Heidegger…) que consideraban que el
positivismo, la ciencia, el razonamiento analítico y el capitalismo estaban
creando un mundo materialista y racional, aunque burdo, que despojaba al
hombre de su fuerza vital. Con el tiempo, esto llevaría a Sartre a adoptar una
actitud por completo opuesta a los Estados Unidos igual de burda (como había
sucedido con anterioridad a Spengler y Heidegger). Sin embargo, de entrada,
declaró en El existencialismo es un humanismo (1947) que «el hombre no es más
que una ubicación», una de sus frases más célebres. El ser humano, declaró,
tenía «un propósito lejano» de realizarse, de tomar decisiones para ser. Sin
embargo, para lograrlo debía liberarse de la racionalidad burguesa. No hay
duda de que Sartre tenía dotes para acuñar expresiones; fue el primer filósofo de
frases lapidarias, y sus ideas lograron atraer a muchos durante la posguerra, en
especial su creencia en que la mejor manera de lograr una existencia existencial,
el mejor modo de ser «auténtico», como habría dicho Heidegger, era rebelarse
contra todo. El crítico, a su parecer, tenía una vida más plena que el conformista.
(Más tarde rechazó incluso la concesión del Premio Nobel). Este enfoque lo
llevó en 1948 a fundar la Asociación Democrática Revolucionaria, con la
intención de alejar a los intelectuales y a otros de la obsesión que empezaba a
dominar sus vidas: la guerra fría. Sartre era adepto al marxismo («No es culpa mía si la realidad es marxista»,
era su manera de expresarlo). Sin embargo, había un aspecto determinado en el
que se le adelantaba otro miembro de la trinidad fundacional de Les Temps
Modernes, Maurice Merleau-Ponty. Éste también había asistido al seminario de
Kojève en los años treinta y había recibido asimismo la influencia de Husserl y
Heidegger. Tras la guerra, empero, llevó la doctrina refractaria mucho más allá
que Sartre. En Humanismo y terror, publicado en 1948, llegó a fundir a Sartre y
a Stalin en el argumento existencial definitivo. Su sistema filosófico se
centraba en que la guerra fría era una «situación extrema» clásica, que requería
«decisiones fundamentales por parte de los hombres en situaciones en las que el
riesgo es máximo». Las revoluciones que habían logrado ser efectivas, afirmaba,
habían derramado menos sangre que los imperios capitalistas, por lo que eran
preferibles a éstos y gozaban de «un futuro humanista». Según su análisis, el
estalinismo, a pesar de todas sus fallas, era una forma más «honesta» de
violencia que la que sustentaba al capitalismo liberal. El estalinismo reconocía
su carácter violento, en opinión de Merleau-Ponty, mientras que no podía decirse
lo mismo de los imperios occidentales. Al menos en este sentido, era preferible
el régimen de Stalin. El existencialismo, Sartre y Merleau-Ponty eran, por lo tanto, los padres
conceptuales de gran parte del clima intelectual de los años posteriores a la
guerra, sobre todo en Francia, aunque también en el resto de Europa. Cuando
autores como Arthur Koestler (de cuyo Oscuridad a mediodía, que revelaba las
atrocidades de Stalin, se vendieron doscientos cincuenta mil ejemplares sólo en
Francia) los amonestaron, hubieron de soportar que se les tachase de mentirosos. Entonces, Sartre y el resto echaron mano de argumentos tales como que los
soviéticos encubrían su violencia porque se avergonzaban de ella, mientras que
en las democracias capitalistas occidentales la violencia era implícita y se
toleraba públicamente. Sartre y Merleau-Ponty gozaron de una gran influencia
en Francia por tener el único Partido Comunista fuera del bloque soviético (en
1952 Les Temps Modernes se convirtió en una publicación del partido, aunque
mantuvo su nombre), y su repercusión no cesó en realidad hasta después de las
revueltas estudiantiles de 1968. Su postura reavivó asimismo un odio filosófico a
los Estados Unidos que nunca había desaparecido del todo en Europa, pero que
adoptó entonces una virulencia sin precedentes. En 1954 Sartre visitó Rusia y
declaró al regresar que «en la URSS existe una libertad total de crítica». Sabía que no era cierto, pero estimaba más importante mantener la postura
antiamericana que criticar a la Unión Soviética. Esta actitud no cesó en ningún
momento, ni en Sartre ni en otros, y estuvo presente en el compromiso adquirido
por el filósofo con otras causas marxistas contrarias a los Estados Unidos: la
Yugoslavia de Tito, la Cuba de Castro, la China de Mao y el Vietnam de Ho Chi
Minh. En el ámbito nacional, como era de suponer, se convirtió en dirigente de
las protestas contra la batalla francesa en Argelia a mediados de los cincuenta, en
la que el filósofo respaldaba a los rebeldes del Frente de Liberación Nacional
(FLN). Fue esta actitud la que lo llevó a entablar amistad con el hombre que
acabaría por hacer avanzar su pensamiento un paso más: Frantz Fanon. Francia valora a sus intelectuales en mayor medida que muchos países. Las
calles reciben nombres de filósofos e incluso de escritores de segunda categoría.
En ningún sitio es tan cierto como en París el hecho de que el período que siguió
a la segunda guerra mundial constituyese la edad de oro de los intelectuales.
Durante la ocupación alemana, la resistencia intelectual había estado dirigida por
el Comité National des Ecrivains, que tenía como portavoz a Les Lettres
Françaises. Tras la liberación, el cargo de editor fue asumido por Louis Aragón,
«antiguo surrealista convertido en estalinista». Su primera acción fue publicar
una lista de 156 escritores, artistas, gente de teatro y académicos
colaboracionistas, para los cuales la revista pedía «un castigo justo». Hoy en día, la imagen que se tiene del intelectual francés es la de una
persona con jersey negro de cuello vuelto y un cigarrillo negro en los labios,
como un Gauloise o un Gitane. Este modelo se debe en parte a Sartre, que, como
todos los de la época, fumaba en grandes cantidades y llevaba siempre los
bolsillos llenos de papeles. 
Los diferentes grupos de intelectuales tenían sus
cafeterías favoritas. Sartre y De Beauvoir eran asiduos del café Flore, situado en
la esquina del bulevar Saint-Germain y la calle Saint-Benoît. Sartre
desayunaba allí (dos copas de coñac) y se sentaba en una mesa del piso de arriba
para escribir durante tres horas. Simone de Beauvoir hacía otro tanto, si bien en
una mesa diferente. Después de comer, ambos regresaban a la parte alta durante
otras tres horas. El propietario no los reconocía al principio, pero después de que
Sartre se volviese un personaje célebre comenzó a recibir tantas llamadas
telefónicas que se le instaló una línea para su uso exclusivo. Casi todos evitaron
durante un tiempo la Brasserie Lipp, situada frente al café Flore, porque sus
platos alsacianos habían gozado de gran fama entre los alemanes durante la
ocupación (aunque Gide había comido allí). Picasso y Dora Maar frecuentaban
Le Catalán, sito en la rué des Grans Augustins; los comunistas hacían uso del
Bonaparte, en el lado septentrional de la place, y los músicos se decantaban por
el Royal Saint-Germain, ante el Deux Magots, que constituía la segunda opción
de Sartre. En cualquier caso, la vida existencial de «indiferencia
desencantada» tenía lugar entre el bulevar Saint-Michel al este y la rué des
Daint-Péres al oeste, los quais del Sena al norte y la calle Vaugirard al sur; ésta
era «la catedral de Sartre». En aquellos días, muchos escritores, artistas y
músicos, en lugar de vivir en apartamentos, tenían habitaciones en hoteles
modestos, lo que explica el uso que hacían de la vida de café. El único
establecimiento de este tipo que abría por las noches era Le Tabou, en la calle
Dauphine, al que acudían a menudo Sartre, Merleau-Ponty, Juliette Gréco, la
diseuse (pues practicaba una forma hablada de cantar), y Albert Camus. En 1947
Bernard Lucas persuadió a los propietarios de Le Tabou a arrendarle el sótano,
una ala con forma tubular en la que instaló una barra, un gramófono y un piano.
El café tuvo un éxito inmediato, y desde entonces Saint-Germain y la famille
Sartre se convirtieron en atracción turística. De cualquier manera, pocos turistas leían Les Temps Modernes, la revista que
había comenzado su andadura en 1945, fundada por Gaston Gallimard, y que
contaba con Sartre, De Beauvoir, Camus, Merleau-Ponty, Raymond Queneau y
Raymond Aron en el consejo de redacción. Simone de Beauvoir consideraba que
esta publicación era lo mejor del «ideal sartreano», y es cierto que pretendía
erigirse en modelo de una era de cambio intelectual. El París de entonces
comenzaba a resurgir en lo intelectual, y no sólo por lo que respecta a la filosofía
y el existencialismo. En el ámbito dramático, la Antígona de Jean Anouilh y A
puerta cerrada de Sartre habían aparecido en 1944; el Calígula de Camus, un
año más tarde, igual que La loca de Chaillot, de Giraudoux, y en 1946 se estrenó
Muertos sin sepultura, también de Sartre. Eugéne Ionesco y Samuel Beckett,
influidos por Luigi Pirandello, esperaban entre bastidores.
El apasionante clima de les intellos de París, sin embargo, no tardó en
agriarse debido a una cuestión que lo dominaba todo: el estalinismo. Francia, como hemos visto, poseía un Partido Comunista de gran vigor, pero,
tras la centralización de Yugoslavia a la manera de la Unión Soviética, la llegada
al poder del comunismo en Checoslovaquia y la muerte de su ministro de
Asuntos Exteriores, Jan Masaryk, muchos franceses consideraron inviable
mantener su pertenencia al partido, o bien fueron expulsados cuando expresaron
su repugnancia. También se dio en Francia una serie de huelgas de
consecuencias desastrosas que dividió a los intelectuales y los trabajadores del
país, si bien ambos sectores nunca habían mantenido una relación tan estrecha
como hacían creer los primeros. A esto siguieron dos acontecimientos: En primer
lugar, Sartre y su famille se afiliaron en 1947 a la Rassemblement Démocratique
Révolutionnaire, partido creado con la intención de fundar un movimiento
independiente de la Unión Soviética y los Estados Unidos. El Kremlin tomó
en serio este paso, temiendo que la «filosofía de la decadencia» sartreana, como
llamaban al existencialismo, se convirtiese en un «tercer poder», sobre todo
entre los jóvenes. Andrei Zndanov, según sabemos ahora, se encargó de que se
atacase al filósofo desde diversos frentes, en particular durante la conferencia de
paz de Wroclaw, Polonia, en agosto de 1948, donde también fue Picasso objeto
de humillación. El filósofo francés cambió más tarde de opinión acerca de
la Rusia estalinista, alegando que cualquier error que hubiese cometido se debía
al afán por conseguir el mayor bien posible. Su tortuosa forma de razonar se hizo
aún más necesaria a medida que transcurrían los años cuarenta y surgían más
pruebas de las atrocidades perpetradas por Stalin. De cualquier manera, lo que
mantenía a Sartre en el ámbito de lo soviético fue, por encima de todo, su
perenne odio al materialismo estadounidense. Esta posición sufrió un enorme
revés en 1947, con la publicación de Yo escogí la libertad, de Victor
Kravchenko, ingeniero ruso que había desertado de la Unión Soviética durante
una operación comercial para refugiarse en los Estados Unidos en 1944. El libro
obtuvo un éxito desenfrenado y se tradujo a una veintena de lenguas. El
origen ruso de su autor lo convirtió en la primera descripción testimonial de los
campos de trabajo de Stalin, la persecución de los kulaks que había llevado a
cabo y sus colectivizaciones forzosas. En Francia, debido al poder del Partido Comunista, ninguna editorial
importante se atrevió a publicar el libro (lo que recuerda a lo sucedido en Gran
Bretaña con Rebelión en la granja). Sin embargo, cuando por fin apareció, se
vendieron cuatrocientos mil ejemplares y le fue concedido el Premio SainteBeuve. El libro fue objeto de critica por parte del partido, y Les Lettres
Françaises publicó un artículo escrito por un tal Sim Thomas, al parecer antiguo
oficial del OSS, que sostenía que la autoría del libro pertenecía al servicio
estadounidense de inteligencia más que a Kravchenko, que no era sino un
mentiroso compulsivo y un alcohólico. El aludido, que a la sazón se había
instalado en los Estados Unidos, lo demandó por difamación. El juicio se celebró
en enero de 1949 y fue objeto de una gran campaña publicitaria. Les Lettres
Françaises logró hacerse con testigos rusos, con la ayuda de la NKVD, entre los
que se incluía la antigua esposa del demandante, Zinaida Gorlova, con la que el
autor afirmaba haber presenciado un buen número de atrocidades. Como quiera
que el padre de ella se hallaba aún en un campo de concentración, es evidente
que su testimonio había sido manipulado. De cualquier manera, cuando, sentada
en el banquillo de los testigos, se encontró ante su exmarido, comenzó a
deteriorarse físicamente, a perder peso casi de la noche al día y a aparecer
«desaseada y apática». Finalmente la hubieron de llevar al aeropuerto de Orly,
donde la estaba esperando un aeroplano militar soviético para llevarla de nuevo a
Moscú. «Sim Thomas» nunca apareció: no era más que una invención. El
testimonio más impresionante de la parte de Kravcheucko fue el de Margarete
Buber-Neumann, viuda del dirigente del Partido Comunista alemán de
preguerra, Heinz Neumann. Tras la subida de Hitler al poder, había huido con su
marido a la Rusia soviética, pero una vez allí, ambos habían sido enviados a un
campo de trabajo acusados de «desviacionismo político». Después del pacto
de no agresión Molotov-Ribbentrop, de 1940, los habían devuelto a Alemania, y
a ella la habían confinado en el campo de concentración Ravensbrück. Por lo
tanto, habida cuenta de que Margarete Buber-Neumann había estado en los
campos de concentración de ambos lados del telón de acero, parecía no tener
ninguna razón para mentir.
El veredicto se hizo público el 4 de abril, el mismo día en que se firmó el
Tratado del Atlántico Norte, y era favorable a Kravchenko. Recibió una
indemnización mínima por prejuicios, pero eso no era lo importante. Muchos
intelectuales renunciaron a su pertenencia al partido ese mismo año, una decisión
que acabaría por adoptar el mismísimo Albert Camus. Sartre y
De Beauvoir, con todo, no se mostraron dispuestos a seguir el ejemplo. A su
entender, toda revolución tenía su «terrible majestad». En su caso, el odio al
materialismo estadounidense tenía más peso que cualquier otra consideración.
Tras la guerra, la capital francesa parecía decidida a volver a su posición de
centro neurálgico de la vida intelectual y creadora, a ser de nuevo la Ciudad de la
Luz que siempre había sido. Bretón y Duchamp habían vuelto de los Estados
Unidos, y se habían unido de nuevo con Cocteau. Ésta fue la era de la Colombe
de Anouilh, el Diario —y Premio Nobel— de Gide, Las voces del silencio de
Malraux, Les Gommes de Alain Robbe-Grillet, etc. También volvió a ser, tras un
interludio, la ciudad de Edith Piaf, Sidney Bechet y Maurice Chevalier, de la
serie Jazz de Matisse, de los trabajos más importantes de la escuela
historiográfica de la revista Annales, de la que tendremos oportunidad de hablar
en otro capítulo, de las nuevas matemáticas de «Nikolas Bourbaki», del Peau
noire, masques blancs de Frantz Fanon y Las vacaciones de monsieur Hulot de
Jacques Tati. Coco Chanel aún vivía y Christian Dior estaba empezando. En la
música «seria» era la época de Olivier Messiaen. Este compositor tenía un
espléndido estilo individualista. Lejos de considerarse existencialista, era un
creador teológico «condenado a la labor de reconciliar la imperfección humana y
la Gloria Divina a través del arte». Messiaen detestaba muchos aspectos de la
vida moderna, ante la que prefería las grandes civilizaciones antiguas de Asiría y
Sumer. Su obra, que da muestras de una marcada influencia de Debussy y los
compositores rusos, ansiaba crear lo intemporal, sensaciones contemplativas,
amén de jugar con el serialismo. Con frecuencia hacía uso de repetición a gran
escala y, lo que constituyó su mayor innovación, transcribió diversos cantos de
pájaros. Hasta los años sesenta, Messiaen empleó técnicas arriesgadas (entre las
que se incluían formas novedosas de dividir el teclado del piano), los citados
pitos de pájaros y la música oriental con el fin de forjar un nuevo espíritu
religioso en ámbito musical. A esta época pertenecen Turangalila (‘Canción de
amor’, en lengua hindú), 1946-1948; Livre d’Orgue, 1951, y Réveil des Oiseaux,
1953. Su oposición al existencialismo fue subrayada por su discípulo Pierre
Boulez, que describió la música de su maestro como más cercana a la filosofía
oriental de «ser» que a la idea occidental de «llegar a ser».
[1883]
A pesar de todo esto, los años cincuenta iban a ser testigos del lento declive
de Paris, a medida que la ciudad se veía adelantada por Nueva York y, en menor
medida, Londres. A finales de los sesenta, se eclipsaría aún más debido a las
rebeliones estudiantiles. Este hecho no sólo es aplicable a la filosofía o la
literatura, sino también a la pintura. Derto Giacometti creó algunas de sus figuras
más grandes —y más estilizadas— en el París de posguerra; para muchos se
convirtieron en la personificación del hombre existencial. Jean Dubuffet, por su
parte, pintó sus obras de aspecto infantil, si bien sofisticado, que representaban
intelectuales y animales (ante todo vacas), grotescas y tiernas a un tiempo, de tal
manera que revelaban los sentimientos mezclados acerca de la sinceridad con la
que se miraba a sí misma la escena filosófica y literaria del París de posguerra.
Los artistas de la escuela de París, como Bernard Buffet, René Mathieu, Antoni
Taies y Jean Atlan, lograban vender sus obras con una facilidad que resultaba
embarazosa y que superaba a la de los artistas británicos o norteamericanos. Sin
embargo, privaciones de la guerra habían provocado una notable falta de visión
de futuro que hacía aplicable por igual a marchantes y artistas, lo que desembocó
en la especulación y la caída de los precios en 1962. La pintura contemporánea
francesa nunca se ha recuperado por completo. A decir verdad, De Beauvoir
había errado de medio a medio al afirmar que París se hallaba en el año cero: sin
duda era otro ejemplo de una puesta de sol confundida con un amanecer. Una
década después del final de la segunda guerra mundial tuvo lugar el último
destello de la Ciudad de la Luz. El existencialismo había recibido un nuevo
ímpetu y gozaba de popularidad en Francia porque, en parte, era hijo de la
resistencia y, por lo tanto, representaba la imagen que los franceses, o al menos
los intelectuales franceses, querían tener de sí mismos. Al margen de Sartre, la
gloria final de París se debió a cuatro hombres, tres de los cuales eran franceses
de adopción y un cuarto odiaba gran parte de lo que representaba París. Se trata
de Albert Camus, Jean Genet, Samuel Beckett y Eugéne Ionesco.
Camus, un pied-noir nacido en Argelia, se crio en la pobreza y nunca olvidó
su atracción por los pobres y los oprimidos. Durante un breve período practicó el
marxismo, y en el período bélico editó el diario de la resistencia Combat. Al
igual que Sartre, se obsesionó con la condición «absurda» del hombre en un
universo indiferente, y su propia trayectoria constituyó un intento de mostrar
cómo podía —o debía— afrontarse dicha situación. En 1942 escribió El mito de
Sísifo, un tratado filosófico que apareció por vez primera en la prensa
clandestina. En él expone que el hombre debe reconocer dos cosas: que sólo
puede contar consigo mismo y lo que sucede dentro de su mente, y que el
universo es diferente e incluso hostil, que la vida es una lucha y que todos, como
Sísifo, empujamos colina arriba una piedra que volverá a caer hacia abajo en el
momento en que nos detengamos. Esto puede parecer fútil —o quizá serlo
—, pero no tiene vuelta de hoja. En 1947 publicó La peste, novela de lectura
mucho más sencilla. El argumento arranca con el inicio de la epidemia de peste
bubónica en una ciudad argelina, Orán. El autor no hace uso del libro en ningún
momento para filosofar de forma abierta, sino que se propone explorar las
reacciones de una serie de personajes (como el doctor Rieux, su madre o Tarrou)
ante la terrible noticia y analiza la forma en que se enfrentan a la situación a
medida que se propaga la enfermedad. El principal objetivo de Camus es
mostrar lo que significa —y lo que no significa— la comunidad, lo que el
hombre puede y no puede esperar: de hecho, la obra constituye una sensible
descripción del aislamiento. Por supuesto, es ésta la peste que nos aflige. En la
novela hay indudables ecos de Dietrich Bonhoeffer y sus ideas acerca de la
comunidad, pero también de Hugo von Hofmannsthal; a fin de cuentas, Camus
logró crear una obra de arte a partir del absurdo y el aislamiento. Cabe
preguntarse si este hecho lo redime. El autor recibió el Premio Nobel de
Literatura en 1957, pero murió tres años después en un accidente de coche.
Jean Genet —San Genet en la biografía que le escribió Sartre— se presentó
un buen día de 1944 al filósofo y su compañera en el café Flore. Tenía la cabeza
afeitada y la nariz partida, «pero sus ojos sabían sonreír y su boca era capaz de
expresar el asombro de la niñez». Su aspecto debía mucho al hecho de
haberse educado en reformatorios, prisiones y burdeles, donde había ejercido la
prostitución. Su futura reputación surgiría de su facilidad de palabra y sus
argumentos provocadores, pero lo que más interesaba de él a los existencialistas
era el hecho de que, en cuanto homosexual agresivo y criminal, se hallaba a un
mismo tiempo en dos prisiones (la psicológica y la física), y al vivir al límite, en
situaciones extremas, gozaba al menos de la oportunidad de estar más vivo, ser
más auténtico que los demás. También interesaba a De Beauvoir porque, al ser
homosexual y verse obligado a encarnar papeles «femeninos» en la cárcel (en
cierta ocasión le tocó hacer de «novia» en un trío en el presidio), sus criterios
acerca del sexo y los dos sexos eran por completo diferentes a los de cualquier
otra persona. No cabe duda de que Genet vivía la vida al máximo en este
sentido, hasta tal punto que llegó a profanar una iglesia para comprobar qué
hacía Dios al respecto. «Y ocurrió el milagro. No hubo milagro alguno. Dios
quedó desacreditado. Dios era falso». En un conjunto de novelas y obras teatrales se dedicó a entretener a su
público mostrándole cómo era en realidad la vida entre los «raros» y los
criminales que conocía, las depravadas jerarquías sexuales que se establecían en
las prisiones, así como las prácticas sexuales retorcidas y los códigos de
conducta invertidos (llamar a alguien mamón podía ser motivo de asesinato). Sin embargo, el instinto del autor lo hizo comprender que la mala vida,
siempre al borde de la violencia, la situación extrema por excelencia, no sólo
provocaba un interés lascivo por parte de la burguesía, sino también sentimientos
más profundos. Daba pie a una ansia de algo, bien fuera un masoquismo latente,
una homosexualidad escondida o un secreto deseo de violencia. Fuera lo que
fuese, la popularidad de la obra de Genet ponía en evidencia lo insuficiente de la
vida burguesa en mayor medida que los análisis de Sartre o el resto. Nuestra
Señora de las flores (1946) fue escrita mientras Genet se hallaba en la
penitenciaría de Mettray y detalla las victorias y derrotas, mezquinas pero
cruciales, en un mundo cerrado de homosexuales naturales y obligados. Las
criadas (1948) versa aparentemente sobre la conspiración de dos sirvientas para
asesinar a su señora; sin embargo, la insistencia por parte de Genet en que todos
los personajes fueran interpretados por hombres subraya la intención real de la
obra: la naturaleza de la sexualidad y su relación con nuestros cuerpos. Del
mismo modo, en Los negros (1958) el requisito del autor de que algunos de los
personajes blancos fuesen interpretados por negros y de que entre el público
hubiera siempre un blanco para llevar a cabo improvisaciones resaltaba aún más
la opinión de Genet acerca de la vida como algo movido por los sentimientos
(aunque se tratase del sentimiento de vergüenza) más que por el mero
pensamiento. En virtud de su condición de excriminal, sabía lo que Sartre
no parecía haber entendido: que un rebelde no es por necesidad un
revolucionario, y que la diferencia entre ambos es, en ocasiones, crítica.
El período más creativo de Samuel Beckett coincidió en parte con el de
Camus o Genet. Fue en estas fechas cuando puso el punto final a Esperando a
Godot, Final de Partida y La última cinta. Sin embargo, cabe señalar que las dos
últimas se estrenaron en Londres: a la sazón, París comenzaba a declinar. Nacido
en 1906, Beckett era hijo de un acomodado matrimonio protestante que vivía en
Foxrock, cerca de Dublín. Al igual que Isaiah Berlín observó la Revolución de
octubre en Petrogrado, Beckett fue testigo del Levantamiento de Pascua desde
las colinas cercanas a la capital irlandesa. Asistió al Trinity College de
Dublín, como James Joyce, y tras una temporada dedicado a la docencia viajó
por toda Europa. En París conoció al autor de Ulises, de quien se hizo
amigo y a quien ayudó en la defensa de sus últimas obras (por aquel entonces,
Joyce estaba escribiendo Finnegans Wake). Beckett se estableció en un
principio en Londres tras la muerte de su padre, que lo hizo beneficiario de una
pensión anual. En 1934 comenzó a someterse a psicoanálisis en la clínica
Tavistock con Wilfred Bion. Por estas fechas estaba escribiendo cuentos, poemas
y obras de crítica. En 1937 regresó a París, donde finalmente Routledge
publicó su novela Murphy, que había sido rechazada por cuarenta y dos
editoriales. Durante la guerra se distinguió como miembro de la resistencia, lo
que lo hizo merecedor de dos medallas; aunque también pasó un tiempo
escondido (con la novelista Nathalie Sarraute) en la Francia de Vichy. Este
hecho, como han destacado varios críticos, lo hizo un experto en el arte de
esperar. (Cuando regresó, Nancy Cunard pensó que tenía el aspecto de «una
águila azteca»). A esas alturas, Beckett estaba completamente inmerso en la
cultura francesa: se había convertido en un especialista en la obra de Proust,
había frecuentado el círculo de la revista Transition, se hallaba empapado de la
obra de los poetas simbolistas y no pudo menos de sentir la influencia del
existencialismo sartreano. Escribió sus principales obras en francés para luego
traducirlas al inglés; para esto último contó con ayuda en diversas ocasiones. Como ha señalado el crítico Andrew Kennedy, su experiencia con las
«fatigas del idioma» ayudó sin duda a conformar su estilo.
Beckett escribió su obra más célebre, Esperando a Godot, en menos de
cuatro meses, entre principios de octubre de 1948 y enero de 1949. Sin embargo,
pasaron cuatro años hasta que se estrenó, en el Théâtre de Babylone de París. A
pesar de que hubo reseñas de todo tipo y de que sus amigos tuvieron que
«acorralar» a gran parte del público para que asistiese, no cabe duda de que la
espera valió la pena, pues Godot se ha convertido en una de las obras teatrales
más discutidas del siglo, con un número muy semejante de detractores y
admiradores, al menos en un principio, aunque con el tiempo ha ido creciendo en
cuanto a consideración. Se trata de una obra muy escueta: los cinco
personajes se mueven en un escenario vacío, sin otro elemento que un árbol
solitario. Con frecuencia se alude a los dos protagonistas como vagabundos
literarios, y por lo general, ambos visten sombrero hongo, aunque las
acotaciones no siempre lo exigen. La obra destaca por sus prolongados períodos
de silencio, las repeticiones en el diálogo —cuando lo hay—, su constante
vacilar entre la especulación metafísica y las burdas frases hechas, la repetición
casi exacta de algunas acciones en las dos mitades en que se divide la obra y la
no aparición del personaje que da nombre a la obra. Su forma única, las
referencias a sí misma y lo que exige del público hacen de la representación uno
de los últimos hitos de las vanguardias. Cierto crítico resumió de manera muy
inteligente este hecho cuando escribió: «¡Nada sucede dos veces!». Esto es
muy cierto a primera vista, aunque no deja de ser una parodia. Como ocurre con
todas las obras maestras del arte moderno, la forma de Godot es intrínseca a la
obra, así como a la experiencia de su representación. No hay resumen que pueda
hacerle justicia. Se trata de una obra post-Tierra baldía, post-O’Neill, postJoyce, post-Sartre, post-Proust, post-Freud, post-Heisenberg y post-Rutherford.
En ella pueden encontrarse tantas influencias del siglo XX como permita la
paciencia del espectador o el lector, y es aquí donde descansa toda su riqueza.
Vladimiro y Estragón, los dos vagabundos, están esperando a Godot. No
sabemos de quién se trata, dónde lo están esperando, cuánto tiempo llevan así ni
cuánto piensan pasar en esa actitud. El hecho de esperar, los silencios y las
repeticiones parecen confabularse para hacer destacar el tema del tiempo, y por
supuesto, al desconcertar e intrigar al espectador, que se ve obligado también a
esperar entre esos silencios y repeticiones, Godot supone una experiencia
insólita, que hace pensar al público. (El título en francés de la obra, En Attendant
Godot, subraya la sensación de la espera al hacer uso del verbo attendre,
‘esperar’, pero también ‘prestar atención’). En algunos aspectos, la obra supone
una inversión de En busca del tiempo perdido. Proust fue capaz de hacer algo de
nada, mientras que Beckett logra hacer nada de algo; a la postre, el resultado es
el mismo: obligar al espectador a reflexionar acerca de lo que es nada y lo que es
algo, y hasta qué punto difieren estos dos conceptos (al tiempo que recuerda la
pregunta formulada por Wolfgang Pauli en los años veinte: por qué hay algo en
lugar de nada). Los dos actos de la obra se ven interrumpidos por la llegada de Lucky y
Pozzo por un lado y del niño por el otro. Los dos primeros, sordo y mudo
respectivamente, constituyen algo así como un número de vaudeville. El
niño es un mensajero del señor Godot, aunque no tiene ningún mensaje, lo que
nos hace pensar en El castillo de Kafka. Por su puesto, la obra no se agota aquí:
durante la representación se suceden un buen número de maldiciones, números
con los sombreros, mímica y problemas con las botas y las funciones corporales Sin embargo, Godot gira, ante todo, en torno al vacío, al silencio y al significado.
Es difícil no acordarse de la analogía empleada por los físicos a la hora de
ilustrar la escala atómica: el núcleo (que, sin embargo, posee la mayor parte de la
masa) tiene un tamaño relativo con respecto a la corteza de electrones
comparable al de un grano de arena colocado en el centro de un teatro de la
ópera. Beckett parece decirnos que esto es más que sombrío: la comunicación no
sólo es estúpida, inútil y absurda, sino también cómica. Todo lo que nos queda es
un clisé o mera especulación, tan alejada de cualquier realidad que nunca
podemos saber si tiene significado alguno, lo cual nos remite a Wittgenstein.
Aunque Beckett admiraba la obra de Chaplin, su mensaje es completamente
opuesto: Vladimiro y Estragón no son héroes ni por asomo, y su actuación
cómica no provoca identificación alguna por nuestra parte. Resulta ser
aterradora, o al menos eso pretende. Beckett derriba todas las categorías.
Vladimiro y Estragón ocupan un lugar en el espacio y en el tiempo; en las
primeras ediciones francesas se presentan como «les comiques staliniens»; la
obra versa sobre la humanidad —el universo— que se desmorona, pierde su
energía, se enfría; a los personajes, como dirían los existencialistas, se les ha
puesto en el mundo sin ningún propósito o esencia: son sólo sentimiento. Los protagonistas deben esperar, armarse de paciencia, porque no tienen ni idea
de lo que vendrá, ni siquiera de si vendrá o no, a excepción, por su puesto, de la
muerte, Vladimiro y Estragón se mantienen unidos (lo que constituye la única
nota positiva, optimista, del drama) hasta alcanzar la soberbia culminación:
como ejemplo del arte dramático es difícil que sea superado. Vladimiro grita:
«Hemos acudido a la cita y se acabo. No somos santos, pero hemos acudido a la
cita. ¿Cuántos pueden decir lo mismo?». Lo mejor de Beckett —al igual que
sucede con O’Neill o Eliot— es vivir su obra. El autor no era ningún cínico, y la
única forma satisfactoria de concluir cualquier exposición de su obra es citarla.
Sus finales son mejores que los de ninguno. El de Godot es así: VLADIMIRO. —Bueno, ¿nos vamos?
ESTRAGÓN. —Sí, vámonos.
(Ninguno de los dos se mueve).
O tal vez sea mejor acabar citando la carta que envió Beckett a Harold Pinter,
también dramaturgo:
Si insiste en encontrarles forma [a mis obras teatrales], yo se la describiré. En cierta ocasión me hallaba
en el hospital. En la sala de al lado había un hombre moribundo, víctima de una cáncer de laringe.
Cuando se hacía el silencio podía oírlo gritar sin descanso: ése es el tipo de forma que tiene mi obra.
Para Beckett, a mediados de siglo, las especulaciones de Sartre no tenían
sentido alguno: no hacían más que poner de relieve lo obvio. La ciencia había
creado un mundo vacío y oscuro, cada vez más difuso a medida que se
comprendían nuevos detalles, quizá porque las palabras ya no sirven para
expresar lo que sabemos o creemos saber. En Godot, la dignidad desaparece casi
por completo y el humor sobrevive, de forma irónica, sólo a duras penas y, a lo
sumo, de manera muy incierta. Al margen de lo que pueda tener de cómoda, para
Beckett la dignidad no tiene ningún sentido; en cuanto al humor…, en fin, lo
único que puede decirse es que hace la espera más amena.
Beckett provenía de fuera de Francia, pero fue París la que le proporcionó —
igual que a Genet— un escenario para sus triunfos. El caso del tercer gran
dramaturgo de esta época, Eugéne Ionesco, fue ligeramente distinto. Nacido en
Rumania y criado en Francia, pasó varios años en su país natal durante la
ocupación soviética antes de regresar a París. En la capital francesa dio a
conocer su primera obra teatral, La cantante calva, en 1950. No tardaron en
sucederse otras como Las sillas (1955), El peatón del aire (1956), Amadeo o
cómo salir del paso (1958), El asesino sin gajes (1959) y El rinoceronte (1959).
Una de las biografías sobre Beckett lleva por subtítulo «El último autor
moderno», si bien esta descripción podía haberse aplicado también a Ionesco,
por cuanto encarnaba, en cierto modo, la perfecta amalgama de Wittgenstein,
Karl Kraus, Freud, Alfred Jarry, Kafka, Heidegger y los dadaístas y surrealistas.
El dramaturgo admitía que muchas de las ideas para sus obras procedían de sus
sueños. Su objetivo primordial, según declaró, era, al menos en sus
primeras creaciones, expresar el asombro que le producían el simple hecho de
existir y la pregunta de por qué hay algo en lugar de nada. Estrechamente ligada
a esto se encuentra su preocupación por el lenguaje, así como el descontento que
le producía la dependencia de la frase hecha y, en un plano más profundo, la
meridiana insuficiencia del lenguaje a la hora de representar la irrealidad. Detrás
de todo esto se halla también su obsesión por la psicología, en especial por la
nueva psicología de grupo a la que ha dado pie el mundo moderno de la
civilización de masas en las grandes ciudades, por cómo afectaba este hecho a
nuestra idea de soledad y por lo que separaba al hombre del animal.
En La cantante calva da la impresión de que quienes hablan son las figuras
que pueblan los paisajes de De Chirico, autómatas sin trazas de emociones,
cuyas palabras surgen en un solo tono. La intención de Ionesco es mostrar
la magia del lenguaje genuino, hacer que centremos nuestra atención en su
naturaleza y su creación. En El peatón del aire, una de sus obras basadas en
sueños (en concreto, en el de volar), el protagonista puede observar las vidas de
los demás desde su posición privilegiada. Esta forma unilateral de compartir, que
ofrece un sinnúmero de posibilidades cómicas, desemboca en una situación
trágica, pues, a consecuencia de su insólita posición de ventaja, el protagonista
se siente más solo que nadie. En Las sillas, van apareciendo en escena los
asientos que dan título al drama a un ritmo muy ágil, para crear una situación
que las palabras no pueden expresar. Esto obliga al público a resolver por sí
mismo el problema y encontrar las palabras que faltan. Por último, en El
rinoceronte, los personajes se van metamorfoseando en animales de manera
paulatina, y truecan su psicología humana en algo más «primitivo», más
centrado en el grupo, de tal manera que el espectador se pregunta
constantemente cuán grande es la diferencia entre ambas formas de
comportamiento. Ionesco se mostraba muy sensible a los descubrimientos científicos, en
particular a los relacionados con la psicología de Freud y Jung, pero también con
la biología. Esto lo hacía poseedor de una forma muy personal de pesimismo.
Me pregunto si el arte no estará en un callejón sin salida —declaró en 1970—, si, en su forma presente,
no habrá alcanzado su final. En otro tiempo, los escritores y los poetas eran venerados como adivinos y
profetas. Contaban con cierta intuición, una sensibilidad más marcada que el resto de sus coetáneos y, lo
que era aún mejor, descubrían cosas: su imaginación iba más allá incluso de la propia ciencia, se posaba
en cosas que la ciencia descubriría veinticinco o cincuenta años después. Proust era un precursor en
relación con la psicología de su época. … Sin embargo, desde hace algún tiempo, la ciencia y la
psicología del subconsciente han progresado a pasos de gigante, mientras que las revelaciones empíricas
de los escritores han hecho bien poco. En estas condiciones, ¿es lícito seguir considerando la literatura
como un medio de conocimiento?
Y añadía: «Telstar [el satélite de televisión] es en sí mismo un logro
sorprendente Sin embargo, lo usan para que veamos una obra de teatro de
Terence Rattigan. De igual manera, el cine es un avance más interesante que las
películas que se proyectan en sus teatros». Estas observaciones de Ionesco no resultan menos intemporales que su
teatro. El París de los años cincuenta fue testigo de las últimas muestras
importantes de arte de vanguardia, de la última ocasión en que pudo decirse que
la cultura elevada dominaba una civilización de relieve. Como tendremos
oportunidad de ver en los capítulos 25 y 26, la estructura de la vida intelectual
estaba empezando a verse sacudida por un cambio radical.
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