26 Febrero 2010
La cultura urbana, la democracia, es y está en la calle. La calle es un lugar y un concepto, una amenaza, un infierno, pero, sobre todo, la calle es una habitación que la gente, el pueblo, conquista periódicamente y ocupa cuando le viene en gana. Cuando las casas se desmoronan y se clausuran todas las habitaciones, cuando las ventanas se cierran a cal y canto y nadie sale al balcón a otear el porvenir, cuando la familia se disgrega por el mundo adelante y sus miembros se dan el último abrazo en el portal porque el tiempo es de mudanzas y de adioses, la calle, la rue, se convierte en una habitación cálida y terrible, solitaria y bulliciosa, en un enorme salón, en un gigantesco cuarto de estar, en esa habitación de todos y para todos que cagan los perros y amuebla el ayuntamiento y por donde, gloriosamente, pasa la vida y el porvenir desfilando mañana, tarde y noche. La vida pasa a veces por el pasillo y se detiene en el cuarto de estar, se convierte en nostalgia en la habitación de la niña, se hace culta en la biblioteca, se cepilla los dientes de tigre en el cuarto de baño pero, sobre todo, donde vive la vida más a sus anchas, porque es un poco pendón y algo ácrata, es en la calle. A los hijos hay que criarlos con amor para poder echarlos a la calle en el momento oportuno y hay que educarlos con esmero para que la calle, que es muy suya, no los devore. Vivir es sobrevivir en la jungla de la calle. "La calle es mía", dice el político autoritario. "Yo soy su madre y a ti te encontró en la calle", reprocha la madre celosa. "Eso no me lo dice usted en la calle", grita más chulo que la una el anciano del asilo a su compañero de tertulia. "Me pusieron en la calle", se conduele el despedido y mira, contrito, la boleta breve y canalla y piensa con horror que estar allí, en la calle, es como estar muerto. La calle tiene su cultura y sus códigos, su filosofía y sus crueldades. "Es un hombre de calle", se dice con admiración. A los hijos hay que criarlos con amor para poder echarlos a la calle en el momento oportuno y hay que educarlos con esmero para que la calle, que es muy suya, no los devore."¿Qué dice la calle?", pregunta el político y un sudor frío le empapa todo el cuerpo porque según el último sondeo la calle dice que no le quiere, que se vaya, que está despedido; o sea la calle le pone en la puta calle. La cultura urbana, la democracia, es y está en la calle. La calle es un lugar y un concepto, una amenaza, un infierno, pero, sobre todo, la calle es una habitación que la gente, el pueblo, conquista periódicamente y ocupa cuando le viene en gana. La libertad es poder andar por la calle y la revolución es echarse a la calle y al monte y los que gritan ¡Viva Zapata! en cualquier lugar del mundo, lo que quieren decir es que quieren volver a vivir y a pasear, a trabajar y a bailar en la calle. Antes las calles se pavimentaban y ahora, con la democracia, las calles se amueblan y se decoran según el criterio de los alcaldes y de las esposas de los concejales de urbanismo. El colocar floreros, fuentes, relojes, termómetros, magnolios, y farolas en las calles es gobernar y el decidir el color de los bancos públicos es gobernar autoritariamente, es una alcaldada. El poder municipal se ha convertido en un poder doméstico, en un quehacer estético. El alcalde, además de un buen gestor, tiene que ser un buen decorador y pronto a los ediles se les votará por su gusto exquisito, por su capacidad cromática: "Yo os prometo el azul cerúleo y no el rojo chillón como otros que yo me sé", dirán los candidatos en los mítines con retintín y mirando por el rabillo del ojo a la competencia. El desordenar la habitación común, el poner patas arriba la casa de todos, es un medio de expresión que utilizamos los españoles con desenvoltura y harta frecuencia. Antaño se quemaban iglesias para protestar y ahora se rompen farolas para insinuar que no se está de acuerdo. La dialéctica de las pistolas, la noche de los cristales rotos, el discurso del autobús quemado, el razonamiento del mendigo apaleado, son formas de escribir una historia, la historia de España. Aquí desde el motín de Esquilache al 2 de mayo todo ocurre en la calle y en familia, en torno a una mesa camilla, que hay que saber razonar y gritando se entiende la gente. A todas las familias les llegan los tiempos de mudanza, todos tenemos que decir adiós algún día y despedirnos precipitadamente y para siempre en el portal porque el taxi y la vida no pueden esperar y lo que queda del amor y, tal vez, el amor mismo es, casi siempre, la nostalgia agridulce de las habitaciones perdidas. Δ http://www.revistafusion.com/Voces/Las-Habitaciones-Perdidas/la-calle.htm |
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