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 Publicado por NDM el MARZO 6, 2017 France - Portraiture - Slavoj Zizek

 La “Lógica de la Esencia” de Hegel como una teoría de la ideología. 

Slavoj Žižek[1]

El principio de fundamento insuficiente

“El amor nos permite ver las imperfecciones como algo tolerable, si no es que adorable. Pero esto es una elección. Podemos irritarnos por esas imperfecciones o podemos apreciarlas. Una amiga casada con un reconocido abogado recuerda: «en la primera cita supe que él podría soportar horas agitadas y demandas de clientes inflexibles. En la segunda, supe que él no podría conducir una bicicleta. Eso fue lo que me llevó a decidirme por darle una oportunidad.»”

La lección de la así llamada “debilidad encantadora” referida en esta cita tomada del Reader’s Digest es que una elección es un acto que retroactivamente fundamenta sus propias razones. Entre la cadena causal de razones provistas por el conocimiento (S2, en los matemas lacanianos) y el acto de la elección —la decisión, en su carácter incondicionado— que concluye la cadena (S1), hay siempre un vacío, un salto que no puede ser explicado por la cadena precedente.[2] Permítasenos recordar lo que es quizá el más sublime momento en los melodramas: un conspirador o un amigo bien intencionado trata de convencer al protagonista de abandonar a su pareja sexual por medio de la enumeración de los puntos débiles de ella; a través de esta lista, sin saberlo, proporciona las razones para sostener la lealtad a su pareja, es decir, sus mismos contra-argumentos funcionan como argumentos para… (“por esa misma razón ella me necesita aún más”).[3] Este vacío entre las razones y su efecto es el mismo fundamento de lo que en psicoanálisis llamamos transferencia, la relación transferencial, representada por el amor. Incluso nuestro sentido de la decencia común encuentra repulsivo enumerar las razones por las que amamos a alguien. En el momento en que podemos decir: “amo a esta persona por las siguientes razones…”, resulta claro, más allá de cualquier duda, que [126] esto no es amor propiamente hablando.[4] En el caso del verdadero amor, a propósito de algún aspecto que es en sí mismo negativo, esto es, que se ofrece como una razón en contra del amor, decimos “¡Por esta misma razón amo a esta persona aún más!” Le trait unaire, el rasgo unario que activa el amor, es siempre índice de una imperfección.

         Este círculo dentro del cual somos determinados por razones, pero sólo por aquellas que retroactivamente reconocemos como tales, es lo que Hegel tiene en mente cuando habla acerca del “poner las presuposiciones” [»Setzen der Voraussetzungen«]. La misma lógica retroactiva aparece en la filosofía de Kant, en la forma de lo que, en la literatura anglosajona sobre Kant, es usualmente referido como la “Tesis de la Incorporación”:[5] hay siempre un elemento de “espontaneidad” autónoma que pertenece al sujeto, haciéndolo irreductible a un vínculo en la cadena causal. En verdad, uno puede concebir al sujeto como sometido a la cadena de causas que determinan su conducta en concordancia con intereses “patológicos”; y, sin lugar a dudas, en eso consiste la prueba del utilitarismo (debido a que la conducta del sujeto está completamente determinada por la búsqueda del máximo placer y el mínimo dolor, sería posible gobernar al sujeto, predecir sus pasos, controlando las condiciones externas que influyen en sus decisiones). Pero lo que elude el utilitarismo es precisamente el elemento de “espontaneidad” (en el sentido del idealismo alemán) — precisamente lo contrario del significado cotidiano de “espontaneidad”, es decir, la rendición de uno mismo a la inmediatez de los impulsos emocionales y así sucesivamente. De acuerdo al idealismo alemán, cuando actuamos “espontáneamente” en el sentido cotidiano de la palabra, no somos libres de, sino prisioneros de nuestra naturaleza inmediata, determinada por el eslabón causal que nos encadena al mundo externo. La verdadera espontaneidad, por el contrario, se caracteriza por el momento de la reflexividad; en última instancia las razones sólo cuentan hasta que yo las “incorporo”, “las acepto como mías” — en otras palabras, la determinación del sujeto por lo otro es siempre la autodeterminación del sujeto. Una decisión es por lo tanto simultáneamente dependiente e independiente de sus condiciones: esta decisión pone “independientemente” su propia dependencia. En este preciso sentido, el sujeto en el idealismo alemán es siempre el sujeto de la autoconciencia: cualquier referencia inmediata a mi naturaleza (“¿Qué puedo hacer? ¡Así es cómo yo soy!”) es falsa; mi relación con los impulsos en mí está siempre mediada, es decir, mis impulsos me determinan sólo en la medida en que los reconozco, y esa es la razón por la cual soy completamente responsable de ellos.[6]

         Otro modo de ejemplificar esta lógica del “poner las presuposiciones” es la narrativización ideológica espontánea de nuestra experiencia y nuestra actividad: cualquier cosa que hagamos siempre la situaremos en un contexto simbólico más amplio, el cual estará cargando o confiriendo significado sobre nuestros actos. Un serbio combatiendo a [127] los albaneses musulmanes y a los bosnios en la actual ex -Yugoslavia concibe su lucha como el último acto en la antigua y centenaria defensa de la Europa cristiana en contra de la penetración Turca; los bolcheviques concibieron la revolución de octubre como la continuación y la conclusión exitosa de todas las anteriores insurrecciones radicales populares desde Espartaco en la antigua Roma hasta los jacobinos en la Revolución Francesa (esta narrativización es tácitamente asumida aun por algunos críticos del bolchevismo quienes, por ejemplo, hablan del “Termidor estalinista”); el Khmer Rouge en Camboya o Sendero Luminoso en el Perú conciben su movimiento como un retorno a la vieja gloria de un imperio antiguo (el imperio Inca en Perú, el viejo reinado Khmer en Camboya); y así sucesivamente. El argumento hegeliano que debe ser señalado es que tales narrativas son siempre reconstrucciones retroactivas de las cuales somos en cierto sentido responsables; nunca son simples hechos dados. No podemos nunca referirnos a ellos como una condición encontrada, un contexto o una preposición de nuestra actividad, precisamente porque como presupuestos, tales narrativas están siempre ya “puestas” [»gesetzt«] por nosotros. La tradición es la tradición en la medida en que la constituimos como tal.

         Lo que debemos tener en mente aquí es la contingencia última de este acto de “poner las presuposiciones.” En la ex–Yugoslavia, la censura comunista no era ni demasiado dura, ni demasiado permisiva. Por ejemplo, las películas con un contenido religioso directo eran permitidas, pero no si su tema era el cristianismo: vimos los Diez Mandamientos de Cecil B. DeMille, pero tuvimos problemas para ver Ben Hur de William Wyler. El censor resolvió su dilema (¿Cómo borrar referencias cristianas en este “cuento de Cristo” y sin embargo mantener la coherencia de la historia narrativa?) de una manera muy imaginativa: de los dos primeros tercios de la cinta cortó las pocas y dispersas referencias indirectas a Cristo, y simplemente suprimió todo el último tercio en el que Cristo desempeña el papel central. La película termina entonces inmediatamente después de la famosa escena de la carrera de caballos en la que Ben Hur gana sobre Massala, su malvado archienemigo romano: Massala, bañado en sangre, herido de muerte, da el botín del triunfo a Ben Hur, haciéndole saber que su hermana y su madre, supuestamente muertas, todavía están vivas, aunque confinadas en una colonia de leprosos, tullidas e irreconocibles. Ben Hur vuelve a la pista de la carrera, ahora silenciosa y vacía, y se enfrenta a la falta de valor de su triunfo — el final de la película. Lo que el censor logró aquí es verdaderamente impresionante, aunque, indudablemente, él no tenía la menor idea de la visión existencialista trágica que había logrado, al hacer de una pieza de propaganda cristiana más bien insípida, un drama existencial acerca de la nulidad definitiva de nuestros logros, de cómo en la hora de nuestra mayor triunfo estamos completamente solos. ¿Y cómo fue que el censor logró esto? Él no agregó nada: él alcanzó el efecto de “profundidad”, de [128] una visión existencial profunda, simplemente mutilando la obra, al privarla de sus partes esenciales. Este es el modo en que el significado emerge desde el sinsentido.

         Estas paradojas nos permiten especificar la naturaleza de la “autoconciencia” en el idealismo alemán. En sus comentarios críticos sobre Hegel, Lacan como regla equipara la autoconciencia con la auto-transparencia, descartándola como el más evidente caso de una ilusión filosófica tendiente a la negación del descentramiento constitutivo del sujeto. Sin embargo, “la autoconciencia” en el idealismo alemán no tiene absolutamente nada que ver con ningún tipo de autoidentidad transparente del sujeto; es más bien otro nombre para lo que el propio Lacan tiene en mente cuando afirma que cada deseo es por definición el “deseo de un deseo”. El sujeto nunca descubre únicamente en sí mismo una multitud de deseos; él siempre mantiene hacia éstos una relación refleviva. Es decir, por medio del acto de desear, el sujeto implícitamente contesta a la pregunta, ¿cuál de tus deseos deseas (has elegido)?[7] Como ya hemos visto a propósito de Kant, la autoconciencia está fundada positivamente sobre la no transparencia del sujeto hacia sí mismo: la apercepción trascendental kantiana (es decir, la autoconciencia del yo puro) es posible en la medida en que soy inasequible a mí mismo en mi dimensión nouménica, en tanto “cosa que piensa”.[8]

         Hay, por supuesto, un aspecto en el cual este poner circular de lo “presupuesto” llega a estancarse — cuya clave es proporcionada por la lógica lacaniana del no-todo [pas-tout].[9] Aunque “nada es presupuesto que no haya sido previamente puesto”; es decir, aunque cada presuposición particular pueda demostrarse como puesta (es decir que esto no es “natural” sino naturalizado), sería equivocado derivar la aparentemente obvia conclusión universal de que “todo lo presupuesto es puesto”. La X presupuesta que “no es nada en particular”, es decir, totalmente insubstancial, es, sin embargo, resistente al “poner”·retroactivo; es lo que Lacan llama lo Real, lo inasequible, el esquivo je ne sais quoi [no sé qué]: En su libro Gender Trouble, Judith Butler demuestra cómo la diferencia entre el sexo y el género —la diferencia entre un hecho biológico y una construcción simbólico cultural, que hace una década fue usada ampliamente por las feministas para mostrar que “anatomía no es destino”, es decir, que “mujer” como un producto cultural no está determinada por su status biológico—, nunca puede ser fijada sin ambigüedad o presupuesta como un hecho positivo, sino como algo siempre ya puesto: el cómo establecemos la línea que separa la “cultura” de la “naturaleza”, está siempre determinada por un contexto cultural específico. Esta sobredeterminación cultural de la línea divisoria entre el género y el sexo no debería, sin embargo, empujarnos a aceptar la noción foucaltiana de sexo como el efecto de la “sexualidad” (la textura heterogénea de [129] las prácticas discursivas), porque lo que se pierde es de esta manera el límite de lo Real.[10] Aquí vemos la línea fina pero crucial que separa a Lacan de la “deconstrucción”: el dar por hecho que la oposición entre lo natural y la cultura como siempre ya sobredeterminada culturalmente, es decir, que ningún elemento particular puede ser aislado como “naturaleza pura”, no significa que “todo es cultura”. “Lo natural” en tanto Real conserva la impenetrable X que resiste la “gentrificación” cultural. O para decirlo de otra forma: lo Real lacaniano es el vacío que separa lo Particular de lo Universal, el vacío que nos impide la completud del gesto de universalización, bloqueando nuestro salto de la premisa de que cada elemento particular es P, hacia la conclusión de que todos los elementos son P.

         Consecuentemente no hay ninguna lógica de la prohibición implicada en la noción de lo Real como lo imposible–no simbolizable. En Lacan, lo Real no es subrepticiamente consagrado, visualizado como el dominio de lo inviolable. Cuando Lacan define la “roca de la castración” como real, esto de ninguna forma implica que la castración está excluida del campo discursivo como una clase de sacrificio intocable. Cada demarcación entre lo Simbólico y lo Real, cada exclusión de lo Real como lo inviolable-prohibido es un acto simbólico por excelencia. Tal inversión de imposibilidad en prohibición-exclusión oculta el inherente punto muerto de lo Real. En otras palabras, la estrategia de Lacan es evitar cualquier tabú acerca de lo Real; uno puede “tocar lo real” desde el momento en que uno se dedica a su simbolización, hasta el mismo fracaso de este intento. En la Crítica de la razón pura de Kant las únicas pruebas de que existen las Cosas más allá de los fenómenos son los paralogismos: inconsistencias en las cuales la razón queda enredada en el momento en que extiende la aplicación de categorías más allá de los límites de la experiencia. Exactamente de esta misma forma, “le reel de la jouissance – ne saurait s’inscrire que d’ une impasse de la formalisation [lo real del goce no podría inscribirse más que en un impasse de formalización]”, en Lacan lo Real sólo puede ser percibido por medio de los puntos muertos de su formalización.[11] En resumen, el status de lo Real es enteramente no-substancial: es un producto de los intentos fallidos por integrarlo en lo Simbólico.

         El impasse del “presuponer” (es decir, de enumerar las presuposiciones —la cadena de causas/condiciones externas— de alguna entidad puesta) es el reverso de estos “problemas con el no-todo”. Una entidad puede ser fácilmente reducida a la totalidad de sus presupuestos. Lo que falta en la serie de presupuestos, no obstante, es simplemente el acto performativo de la conversión formal que pone retroactivamente estos presupuestos y hace de ellas lo que ellas son: esto es, en las presupuestos de (tales como el acto antes mencionado, el cual retroactivamente “pone” sus razones). Este “poner [130] el punto sobre las ies”, es decir, el gesto tautológico del Significante-Amo que constituye la entidad en cuestión como Uno. Aquí observamos la asimetría entre el poner y el presuponer: el poner de las presuposiciones posibilita su límite en el “femenino” no-todo; lo que elude es lo Real; mientras que la enumeración de las presuposiciones de un contenido puesto es convertido en una serie cerrada por medio del performativo “masculino”.

         Hegel intenta resolver esta dificultad del poner las presuposiciones (“la reflexión que pone”) y de las presuposiciones de cada acto de poner (“reflexión extrínseca”) por medio de la reflexión determinante. Esta lógica de la triple modalidad de la reflexión (que pone, extrínseca, determinante)[12]; produce la matriz de toda la lógica de la esencia, es decir de las siguientes triadas: identidad, diferencia, contradicción; forma/esencia, forma/materia, forma/contenido; fundamento formal, real, completo; y así sucesivamente.[13] El propósito del siguiente examen breve sobre la lógica de la esencia de Hegel, es por eso doble: articular las sucesivas, y aún  más concretas formas de la “reflexión determinante” (la contraparte hegeliana de lo que Kant llama “síntesis trascendental”) y, simultáneamente, percibir en ellas el mismo patrón de una operación ideológica elemental.

Identidad, diferencia, contradicción

Al tratar el tema de “Hegel y la identidad”, uno no debería olvidar que la identidad emerge sólo en la lógica de la esencia, como una “determinación-de-la-reflexión”: lo que Hegel denomina “identidad” no es la simple igualdad consigo mismo de cualquier determinación conceptual (rojo es rojo, invierno es invierno…), sino la identidad de una esencia que “permanece siempre la misma” más allá del flujo cambiante de las apariencias. Pero ¿cómo vamos a determinar esta identidad? Si tratamos de apresar la cosa como es “en sí misma”, prescindiendo de su relación hacia otras cosas, su identidad específica nos evade y no podemos decir nada acerca de ella; la cosa coincide con todas las otras cosas. Para decirlo brevemente, la identidad gira en torno a lo que hace una diferencia. Pasamos de la identidad a la diferencia en el momento en que captamos que la “identidad” de una entidad consiste en el cúmulo de sus rasgos diferenciales. La identidad social de una persona X, por ejemplo, se compone del conjunto de mandatos sociales que son todos diferenciales por definición: una persona es “padre” sólo en relación a la “madre” y el “hijo”; en otra relación es él mismo “hijo” y así sucesivamente. Aquí el pasaje crucial de la Ciencia de la Lógica de Hegel en el que tiene lugar el tránsito de la diferencia hacia una contradicción a propósito de la determinación simbólica “padre”: [131]

Padre es lo otro del hijo, e hijo lo otro del padre, y cada uno es sólo en cuanto este otro del otro; y, al mismo tiempo, cada determinación lo es sólo en referencia a la otra; el ser de ambas constituye una sola y misma consistencia. El padre es también algo de por sí fuera de la referencia al hijo, pero no es entonces padre, sino hombre en general, tal como arriba y abajo, derecha e izquierda están también reflexionados dentro de sí, y, fuera de la referencia, son algo, pero sólo lugares en general.- Los contrapuestos contienen la contradicción en la medida en que se refieren negativamente uno a otro en el mismo respecto, o sea en la medida en que se asumen recíprocamente, siendo indiferentes el uno frente al otro.[14]

El lector distraído puede fácilmente perder la clave de este pasaje, el rasgo que desmiente la concepción estándar de la “contradicción hegeliana”. La “Contradicción” no se lleva a cabo entre “padre” e “hijo” (aquí tenemos un caso de oposición simple entre dos términos co-dependientes); tampoco lo es el hecho de que en una relación (hacia mi hijo) yo soy el “padre” y en otra (hacia mi propio padre) yo mismo soy “hijo”, es decir, yo soy simultáneamente “padre e hijo”. Si esto fuera todo lo que hubiera en la contradicción hegeliana, Hegel efectivamente sería culpable de una confusión lógica, puesto que resulta claro que yo no soy ambos en la misma relación. La última frase en el pasaje citado de la Lógica de Hegel ubica la contradicción claramente al interior del “padre” mismo: “la contradicción” designa la relación antagónica entre lo que yo soy “para los otros” —mi determinación simbólica— y lo que yo soy para “mi mismo” abstractamente, a partir de mis relaciones con los otros. Esta es la contradicción entre el vacío del “puro ser para sí mismo” del sujeto y el significante que lo representa ante los otros; en términos lacanianos: entre el $ y el S1. Más precisamente “la contradicción” significa que es mi alienación misma en el mandato simbólico, en S1, lo que retroactivamente constituye a $ —el vacío que evade la influencia del mandato— fuera de mi brutal realidad: yo no soy solamente “padre”, yo no soy sólo esta determinación particular; más allá de estos mandatos simbólicos yo soy nada, soy el vacío que los evade. Como tal, soy su propio producto retroactivo.[15] Es la misma representación simbólica en la red diferencial la que vacía mi contenido “patológico”; es decir, aquello que hace de la $, la plenitud substancial del sujeto “patológico”, la $ barrada, el vació de la pura auto-relación.

         Lo que soy “para los otros” está condensado en el significante que me representa para otros significantes (para el “hijo” yo soy “padre”, etc.). Fuera de mis relaciones con los otros yo no soy nada. Soy solamente el conjunto de estas relaciones (“la esencia humana es la totalidad de las relaciones sociales” como Marx lo habría dicho), pero esta misma “nada” es la nada de la pura relación consigo mismo: soy solamente lo que soy para los otros, y simultáneamente soy aquel que se [132] autodetermina a sí mismo, es decir, quien determina cuál red de relaciones con los otros me va a determinar. En otras palabras, estoy determinado por la red de relaciones (simbólicas) precisamente y sólo en la medida en que yo, como vacío de la auto-relación, me auto-determino a mí mismo de esta forma. Nos encontramos aquí nuevamente con la espontaneidad como auto-determinación: en mi propia relación hacia el otro, yo mismo me relaciono conmigo mismo, ya que yo determino la forma concreta de mi relación con el otro. O, para ponerlo en términos del esquema del discurso de Lacan:[16]

S1   →  S2

$

Debemos ser cuidadosos de no perder la lógica de este paso de la oposición a la contradicción: esto no tiene nada que ver con la coincidencia o codependencia de las oposiciones, con un polo pasando hacia su polo opuesto, y demás. Tomemos el caso de un hombre y una mujer: uno puede interminablemente variar el motivo de su codependencia (cada uno es sólo como el otro del otro, su ser está mediado por el ser de su opuesto, y así sucesivamente), pero en tanto continuemos situando esta posición contra el antecedente de alguna universalidad neutral (el género humano con sus dos especies, masculino y femenino), estamos lejos de la contradicción. En términos machistas arribamos a la contradicción sólo cuando el “hombre” aparece como la inmediata personificación de la dimensión universal-humana, y la mujer como “hombre truncado”. Aquí la relación de los dos polos deja de ser simétrica, ya que el hombre se toma como el género mismo, mientras que la mujer se toma por la diferencia especifica como tal. (O, para poner esto en el lenguaje de la lingüística estructural: entramos en la contradicción misma cuando uno de los términos de la oposición comienza a funcionar como “marcado”, y el otro como “no marcado”).

         Consecuentemente, solamente pasamos de la oposición a la contradicción a través de la lógica de lo que Hegel llamó la “determinación por oposición” [»gegensätzliche Bestimmung«]: cuando el fundamento universal común de los dos opuestos “se encuentra en uno de los términos” en su determinación por oposición, es decir, en uno de los términos de la oposición. Recordemos El Capital de Marx, en el cual el caso supremo de “determinación por oposición”, es el capital mismo: la multitud de capitales (investido en compañías particulares, esto es, en unidades productivas) necesariamente contiene “al capital financiero”, la inmediata personificación del capital en general como opuesto a otros capitales particulares. “La contradicción” designa, por lo tanto, la relación entre el capital en general y las especies de capital que encarnan el capital en general (capital financiero). Un ejemplo más obvio aparece en la Introducción a los Grundrisse, aquí, la producción como el principio estructurante de [133] toda la producción, la distribución, el intercambio y el consumo se “encuentra a sí mismo” en su determinación por oposición; de esta manera la contradicción es la que está entre la producción como la totalidad abarcante de los cuatro momentos y la producción como uno de estos cuatro momentos.[17]

         En este preciso sentido, la contradicción es también la contradicción entre la posición de la enunciación y el contenido enunciado. Esto ocurre cuando el enunciador mismo, por medio de la fuerza ilocucionaria de su habla, logra lo que, en el nivel de la locución, es el objeto de su enunciación. Un ejemplo clásico de la vida política: cuando un agente político critica a los partidos rivales por considerar sólo sus intereses limitados de partido, ofrece por este motivo a su propio partido como una fuerza neutral que trabaja para el beneficio de toda la nación. Consecuentemente, él hace aquello de lo que acusa a los otros, esto es, promueve en la forma más convincente posible, el interés de su propio partido; la línea divisoria que estructura su habla se mueve entre su propio partido y todos los restantes. Lo que funciona aquí es otra vez la lógica de la “determinación por oposición”: la supuesta universalidad más allá de los pequeños intereses de partido se encuentra a sí misma en un partido particular: esto es “la contradicción”.

         Al final de los créditos de El Gran Dictador, Chaplin revisa el repudio generalizado que se refiere a la relación entre la realidad diegética y la “verdadera” realidad (“cualquier parecido es mera coincidencia”) al leer: cualquier parecido entre el dictador Hynkel y el barbero judío es pura coincidencia. El Gran Dictador es finalmente un film acerca de la identidad incidental: Hynkel-Hitler, esta Voz penetrante es la “determinación por oposición”, el doble borroso del pobre barbero judío. Baste recordar la escena en el ghetto donde los altoparlantes transmiten el discurso feroz anti-semítico por Hynkel, mientras que el barbero corre calle abajo como si fuese perseguido por múltiples ecos de su propia voz, como si se escapara de su propia sombra. En eso radica una idea reveladora más profunda de lo que a primera vista pudiera parecer: el barbero judío en El Gran Dictador no es representado principalmente como un judío sino más como el epitome de “un hombrecito que quiere vivir su vida cotidiana apacible y modesta, fuera de la confusión política”; en tanto que el nazismo es precisamente el reverso enfurecido de este “hombrecito”, que brota con violencia, cuando su acostumbrado mundo es descarrilado. En el universo ideológico del film, la misma ecuación paradójica es articulada en otra identidad implícita de oposición: Austria = Alemania ¿Qué país en el film juega el papel de la víctima y al mismo tiempo la contraparte idílica de “Tomaína”-Alemania? Es Alemania, que personifica al mismo tiempo una “Austerlic”–Austria, el pequeño país donde se cultiva el vino [134] de gente inocente y feliz que vive junta como una gran familia. En resumen es la tierra del “fascismo con un rostro humano”.[18] El hecho de que la misma música (el preludio de Lohengrin de Wagner) acompaña tanto el final del discurso del barbero como el famoso juego de Hynkel con el globo terráqueo como balón adquiere por eso una inesperada dimensión ominosa: al final, las palabras del barbero acerca de la necesidad de amor y paz corresponden perfectamente a lo que Hitler-Hynkel mismo diría con su estilo sentimental petit bourgeois.

Forma/esencia, forma/materia, forma/contenido

Cuando empezamos a perder el fundamento en una discusión, nuestro último recurso es usualmente insistir en que “no obstante lo que se ha dicho, las cosas son esencialmente lo que pensamos que son”. Esto es lo que precisamente Hegel tiene en mente cuando habla de la esencia en su inmediatez: la esencia designa aquí la interioridad inmediata, la “esencia de las cosas”, que persiste sin tener en cuenta la forma externa. Casos de tal actitud, mejor ejemplificados por la estupidez del proverbio “un leopardo no puede cambiar sus manchas” abundan en política. Baste recordar el usual tratamiento del ala derecha de ex-comunistas en el Este: sin tener en cuenta lo que ellos efectivamente hacen, su “forma” democrática de ninguna manera debería engañarnos, no es más que forma; “esencialmente” siguen siendo los mismos viejos totalitarios, etc.[19] Un ejemplo reciente de semejante lógica de “la esencia interior” que preserva su marca a pesar de los cambios en la forma externa fue el juicio de desconfianza a Gorbachov en 1985: nada cambiará, Gorbachov es aún más peligroso que los comunistas ordinarios de línea dura, puesto que suministra al sistema totalitario un frente democrático de “apertura” seductora cuyo objetivo último es fortalecer el sistema, no cambiarlo radicalmente. El tema hegeliano que aquí debe ser desarrollado es que esta declaración es probablemente verdadera: probablemente Gorbachov “realmente” quiso sólo mejorar el sistema existente; sin embargo, y a pesar de sus intenciones, sus actos pusieron en movimiento un proceso que transformó el sistema de arriba a abajo. La “verdad” residía no sólo en lo que los críticos desconfiados de Gorvachov asumieron, sino también lo que Gorvachov mismo creyó, una mera forma externa.

         La “esencia”, concebida de tal modo, permanece como una determinación vacía cuya adecuación puede ser probada sólo por medio de la verificación del grado en que el cual se expresa, se hace manifiesta, en la forma externa. Así obtenemos el binomio siguiente “forma/materia” en el cual la relación es invertida. La forma deja de ser una expresión-efecto pasiva, detrás de la cual uno tiene que buscar alguna “esencia verdadera” oculta, y se convierte en la agencia que individualiza la [135] de otra manera materia pasiva-informe, confiriendo a ésta alguna determinación particular. En otras palabras, en el momento en que nos volvemos conscientes de cómo el proceso de la determinación total de la esencia reside en su forma, la esencia, concebida abstractamente desde su forma, se transforma en un substrato informe de la forma; esto es, en materia. Como Hegel concisamente señala: el momento de la determinación y el momento de la subsistencia por eso se apartan, puestos como distintos; en lo que se refiere a una cosa, “la materia” es el momento pasivo de la subsistencia (su fundamento-substrato-substancial), mientras que “la forma” es lo que provee su determinación específica, lo que hace que esta cosa sea lo que es.

         La dialéctica que obstaculiza aparentemente esta franca oposición no está limitada al hecho de que nunca encontramos la materia “pura” desprovista de cualquier forma (la arcilla de que está hecha la olla debe ya poseer propiedades que la hacen apropiada para alguna forma y no para otra: para una olla, no para una aguja, por ejemplo), para que la “pura” materia informe se convierta en su opuesto, en una forma-receptáculo vacía, privada de cualquier determinación concreta, positiva substancial, y viceversa, por supuesto. Pero lo que tiene Hegel en mente aquí es algo más radical: la contradicción inherente de la concepción de forma que designa tanto el principio de universalización como el principio de la individuación. La forma es aquello que hace de alguna materia informe, una cosa particular, determinada (por decir una tasa de la arcilla); pero es al mismo tiempo el Universal abstracto, común a cosas diferentes (tazas de papel, tazas de vidrio, tazas de porcelana y tazas de metal son todas “tazas” debido a su forma común). La única salida de este estancamiento es concebir la materia no como algo informe-pasivo, sino como algo que ya en sí misma posee una estructura inherente, es decir, algo que se mantiene opuesto a la forma y, al mismo tiempo, es equipado con su propio contenido. Pero, para evitar una regresión dentro de la inicial contraposición abstracta de la esencia interior y la forma impuesta externamente, uno tiene que tener en mente que el binomio contenido/forma (o, más precisamente, contenido como tales justamente otro nombre de la relación tautológica por la cual la forma se relaciona consigo misma. Ya que, ¿qué es el “contenido” si no, precisamente, materia formada? Uno puede entonces definir la “forma” como el modo en que algún contenido es actualizado, realizado, en materia (mediante la formación adecuada de este último): “el mismo contenido” —la historia del asesinato del Cesar, por ejemplo— puede ser narrado en formas diferentes, desde el reporte historiográfico de Plutarco, pasando por la obra de Shakespeare, hasta de una película de Hollywood. Alternativamente, uno puede definir la forma como la universalidad que vincula la multitud de contenidos diversos (la forma de la novela detectivesca clásica, por ejemplo, funciona como el esqueleto de normas de género codificadas que ponen un sello común a los trabajos de autores tan diferentes como [136] Agatha Christie, E. S. Gardner, etc.) En otras palabras y en tanto que la materia representa el Otro abstracto de la forma, el “contenido” es el modo en que la materia es mediada por la forma, e inversamente, la “forma” es el modo en que el contenido encuentra su expresión en la materia. En ambos casos la relación contenido/forma, en contraste con la relación materia/forma, es tautológica: el “contenido” es la forma misma en su determinación por oposición.

         Con una mirada a la totalidad de este movimiento de la esencia/forma a contenido/forma, es fácil percibir como su lógica anuncia, de manera condensada, la triada de: concepto, juicio y silogismo, desde la “lógica subjetiva”, la tercera parte de la Lógica de Hegel. El binomio esencia/forma se mantiene a nivel del concepto, esto es, la esencia es el simple en-si mismo del concepto, de la determinación substancial de una entidad. El siguiente paso efectúa literalmente el Ur-Teilung, el juicio como “división original”, el desmoronamiento de la esencia en sus dos momentos constitutivos que son entonces “puestos” como tales; es decir, explicados, pero bajo el modo de la externalidad, es decir, como lo externo, indiferente el uno al otro: el momento de la subsistencia, (materia como substrato) y el momento de la determinación (forma). Un substrato adquiere determinación cuando una forma es predicada de éste. El tercer paso, finalmente, vuelve manifiesta la estructura de la mediación ternaria, la marca distintiva del silogismo, con la forma como su término medio.

Fundamento Formal, Real, Completo

Hay algo casi inexplicable acerca de las dimensiones “proféticas” de esta aparentemente modesta subdivisión en la Lógica de Hegel, es como si pudiéramos comprenderla verdaderamente sólo si conocemos la historia de la filosofía y específicamente las criticas cruciales a Hegel, de los siguientes 150 años, inclusive la de Althusser. Entre otras cosas, esta subdivisión anticipa tanto la crítica del joven Marx hacia Hegel, como el concepto de sobredeterminación que fue desarrollado por Althusser precisamente como una alternativa a la noción hegeliana de “causalidad expresiva”.

         El fundamento formal repite el gesto tautológico de la referencia inmediata a la “esencia verdadera”: no agrega ningún contenido nuevo al fenómeno que ha de ser explicado, sólo traduce, transpone, el contenido empírico dado en forma de fundamento. Para comprender este proceso, uno sólo necesita recordar como los doctores responden cuando les describimos nuestros síntomas: “Ajá, claramente es un caso de….”. Lo que entonces sigue es un extenso e incomprensible término en latín que simplemente traduce el contenido de nuestras quejas en [137] jerga médica sin agregar un conocimiento nuevo. La teoría psicoanalítica misma ofrece uno de los más claros ejemplos de lo que Hegel tiene en mente como “el fundamento formal”, en la forma en que algunas veces usa la noción de pulsión-de-muerte. Explicar la llamada “reacción terapéutica negativa” (más generalmente, del fenómeno de la agresividad, de la furia destructiva, la guerra y cosas así) invocando la Todestrieb, es un rasgo tautológico que sólo confiere sobre el mismo contenido empírico la forma universal de la ley: la gente se mata entre sí porque son impulsados a ello por la pulsión-de-muerte. El objetivo del propio Hegel aquí es una cierta versión simplificada de la física newtoniana: esta piedra está pesada. ¿Por qué? A causa de la fuerza de la gravedad, etc. Pero el gesto generoso en las observaciones de Hegel sobre el fundamento formal no debiera obnubilarnos hacia su lado positivo por la función necesaria, constitutiva de este gesto formal de contenido contingente cambiante que fue simplemente encontrado en forma de fundamento. Es fácil mofarse del vacío tautológico de este gesto, pero el señalamiento de Hegel se sitúa en otra parte: mediante su mismo carácter formal, este gesto hace posible la búsqueda del fundamento real. La causalidad formal como gesto vacío abre el campo del análisis del contenido, como con El Capital de Marx en donde la subsunción formal del proceso de producción bajo el capital precede a (se antepone y abre la vía para) la organización material de la producción de acuerdo a los requerimientos del capital. (Es decir, primero, la organización material pre-capitalista de la producción que fue encontrada simplemente —artesanos individuales, etc.— es subsumida formalmente bajo el capital; por ejemplo, el capitalista proporciona al artesano las materias primas, etc.; luego, gradualmente, la producción es reestructurada materialmente en un proceso de manufactura colectiva directamente manejada por el capitalista.)

         Hegel demostró además cómo tales explicaciones tautológicas, a fin de ocultar su verdadera naturaleza y crear una apariencia de contenido positivo, llenan de nuevo la forma vacía del fundamento con algún contenido imaginario fantaseado, concebido como un tipo especial nuevo de contenido empírico actual: obtenemos entonces el éter, el magnetismo, el flogisto y otras “fuerzas naturales” misteriosas similares en donde las determinaciones vacías-de-pensamiento asumen la forma de contenido positivo, determinado. En resumen obtenemos el “mundo invertido patas arriba” en el cual las determinaciones-de-pensamiento asoman bajo la apariencia de sus opuestos, es decir, la apariencia de objetos empíricos positivos. (Un caso ejemplar dentro de la filosofía misma, por supuesto, es la ubicación de Descartes del vínculo que conecta el cuerpo y el alma dentro de la glándula pineal: esta glándula no es otra cosa que una positivización cuasi-empírica del hecho de que Descartes fue incapaz de captar conceptualmente la mediación del pensamiento y [138] la substancia extensa en el hombre.) Para Hegel, el mundo invertido “patas arriba” no consiste en presuponer, más allá del mundo empírico efectivo, el reino de las ideas supra-sensibles. Más bien, en un mundo de doble inversión por medio del cual estas mismas ideas supra-sensibles asumen una vez más forma sensible, el mismo mundo sensible es redoblado: como si, al lado de nuestro mundo sensible ordinario, existiese otro mundo de “materialidad espiritual” (del éter como material fino, etc.) ¿Por qué las consideraciones de Hegel son tan interesantes? Articulan, de antemano, el motivo que Feuerbach, el joven Marx y Althusser proclaman como la “critica del idealismo especulativo”: que el anverso oculto y “la verdad” del idealismo especulativo es un positivismo, un avasallamiento al contenido empírico contingente, esto es, el idealismo sólo confiere forma especulativa al contenido empírico simplemente encontrado ahí.[20]

         El caso supremo de semejante objeto cuasi-empírico que positiviza la inhabilidad del sujeto para pensar una relación puramente conceptual es provisto por el propio Kant, quien en su Opus Posthumum, propone la hipótesis del éter.[21] Si el espacio está lleno, Kant razonaba, el movimiento de un lugar en el espacio hacia otro no es posible puesto que “todos los lugares están ya tomados”. Sin embargo, si el espacio es vacío, ningún contacto, ninguna interacción puede ocurrir entre dos cuerpos separados por el espacio ya que ninguna fuerza puede ser transmitida por la vía del vacío puro. En base a esta paradoja, Kant sacó la conclusión de que el espacio es posible sólo si está sustentado por el “éter” como la —omnipresente y omnipenetrante— materia terrenal que es prácticamente lo mismo que el propio espacio concebido hipostáticamente: un elemento omnipresente que es el espacio mismo, el cual continuamente se llena y es como tal el medio de la interacción de todas las otras fuerzas positivas “ordinarias” y/u objetos en el espacio. Esto es lo que Hegel tiene en mente a propósito del “mundo patas arriba”: Kant resuelve la oposición del espacio vacío y los objetos, llenándolo al presuponer una “materia” que es su opuesto, es decir, completamente transparente, homogénea y continua — similar a las religiones primitivas con su noción de lo Supra-sensible como un Más allá etéreo-material (la necesidad de esta hipótesis se evapora, por supuesto, tan pronto como uno acepta la noción post-newtoniana del espacio no-homogéneo).[22]

         Consecuentemente, el fundamento formal es seguido por el fundamento real: la diferencia entre fundamento y lo fundamentado deja de ser puramente formal. Es desplazada en el contenido mismo y es concebida como la distinción entre dos de sus componentes; en el contenido mismo del fenómeno a ser explicado, uno tiene que aislar algún momento y concebirlo como el “fundamento” de todos los otros momentos que por eso aparecen como lo que es “fundamentado”. En el marxismo tradicional, por ejemplo, la llamada “base económica”, la estructura del proceso de producción, es el momento que, a pesar de los [139] inconvenientes de notoria “última instancia”, determina a todos los otros momentos (la superestructura política e ideológica). Aquí, por supuesto, la pregunta que surge inmediatamente: ¿Por qué este momento y no algún otro? Es decir, tan pronto como aislamos algún momento de la totalidad y concebimos a esta como su “fundamento”, debemos también tomar en cuenta la manera en que el fundamento mismo es determinado por la totalidad de sus relaciones dentro de las cuales funciona como fundamento: el “fundamento” sólo puede ejercer su función fundante dentro de una red de condiciones definida con precisión. En resumen, uno sólo puede contestar la pregunta “¿Por qué este momento y no algún otro?” a través del análisis detallado de la red completa de relaciones entre el fundamento y lo fundamentado. Y esto explica por qué éste es precisamente el elemento de la red que juega el rol de fundamento; ya que lo que se logra es el paso a la siguiente modalidad del fundamento, a fin de completar el fundamento. Es crucial captar la naturaleza precisa del logro de Hegel: él no adelanta otro, aún “más profundo” supra-Fundamento que fundaría al fundamento mismo; simplemente basa el fundamento en la totalidad de sus relaciones hacia el contenido fundado. En este preciso sentido, el fundamento completo es la unidad de fundamento real y formal: es el fundamento real cuyas relaciones fundantes hacia el contenido restante es nuevamente fundado. Pero, ¿en que está fundado? En sí mismo; es decir, en la totalidad de sus relaciones con lo fundado. El fundamento fundamenta lo fundamentado, pero este rol fundamentador debe por él mismo ser fundamentado en la relación del fundamento hacia lo fundamentado. Entonces, una vez más llegamos a la tautología (el momento del fundamento formal), pero no a la tautología vacía, como en el caso del fundamento formal. Ahora, la tautología contiene el momento de la contradicción en el preciso sentido hegeliano arriba mencionado. Este designa la identidad del Todo con su “determinación por oposición”: la identidad de un momento del Todo —el fundamento real— con el Todo mismo.

         En Para leer el Capital,[23] Louis Althusser buscaba dar luz sobre la ruptura epistemológica del marxismo por medio de un nuevo concepto de causalidad que es el de la “sobredeterminación”. En vez de plantear una determinación por oposición, él sostiene que la verdadera instancia determinante está sobredeterminada por la red total de relaciones dentro de las cuales ésta juega el papel determinante. Althusser contrastó esta noción de causalidad tanto con la de causalidad transitiva mecánica (la cadena lineal de causas y efectos cuyo caso paradigmático es la clásica física pre-einsteiniana) como con la causalidad expresiva (la esencia interior que se expresa a sí misma en la multitud de sus formas-de-apariencia). “La causalidad expresiva”, por supuesto, daría en el blanco en Hegel en cuya filosofía, la misma esencia espiritual —Zeitgeist— supuestamente se expresa a sí misma en los diferentes niveles de la sociedad, por ejemplo, en la religión como protestantismo, en política como liberación de la sociedad civil de las cadenas del corporativismo medieval, en el derecho como [140] imperio de la propiedad privada y la emergencia de los individuos libres como sus portadores. Esta triada de causalidad expresiva-transitiva-sobredeterminante se compara a la triada lacaniana de lo Imaginario-Real-Simbólico. La causalidad expresiva pertenece al nivel de lo Imaginario; éste designa la lógica de un imago idéntico que deja su huella en diferentes niveles del contenido material. La sobredeterminación implica una totalidad simbólica, puesto que tal determinación retroactiva del fundamento por la totalidad de lo fundamentado es posible sólo dentro de un universo simbólico. Y, finalmente, la causalidad transitiva designa las colisiones sin sentido de lo real. Hoy en medio de la catástrofe ecológica, es especialmente importante que concibamos a esta como un sinsentido real tusche; es decir, que nosotros no “leemos significados en las cosas”, como lo hacen aquellos que interpretan la crisis ecológica como un signo más profundo del castigo por nuestra despiadada explotación de la naturaleza, etc. (baste recordar a las teorías sobre la homología entre el mundo interior del alma y el mundo exterior del universo que están nuevamente de moda dentro de la llamada “consciencia del New Age” — el caso ejemplar de un nuevo ascenso de la “causalidad expresiva”).

         Debería estar claro, ahora, que la atribución crítica althusseriana hacia Hegel de la “causalidad expresiva” yerra en el blanco: Hegel mismo articuló por adelantado, el marco conceptual de la crítica hecha por Althusser. Esto es particularmente claro dada su triada del fundamento formal, real y completo, cada uno de ellos corresponde perfectamente a la triada de la causalidad expresiva, transitiva y sobredeterminada. Ya que ¿qué es el “fundamento completo” si no el nombre de una “estructura compleja” en la cual la instancia determinante misma está (sobre) determinada por la red de relaciones dentro de las cuales ésta ejerce su papel determinante?[24] En Hegel ou Spinoza,[25] Pierre Macherey sostiene retóricamente que la filosofía de Spinoza debe ser leída como una crítica de Hegel — como si Spinoza leyera a Hegel y fuese capaz por adelantado de contestar la crítica de este último al “spinocismo”. Lo mismo podría decirse de Hegel en relación a Althusser: Hegel bosqueja por adelantado los contornos de la crítica althusseriana de lo que Althusser presenta como “hegelianismo”. Además, Hegel desarrolla el elemento que está ausente en Althusser (aquel que le impedía pensar en la noción de la sobrederminación); es decir, el elemento de la subjetividad que no puede ser reducida al (des)conocimiento imaginario como efecto de la interpelación — es decir el sujeto como $; el sujeto “vacío” barrado.

Del “En-sí” al “Para-sí”

Detengámonos en este punto y abstengámonos de discernir esa misma matriz presente hasta la sección final de la segunda parte de la Lógica. Baste decir que el antagonismo fundamental [141] de toda la lógica de la esencia es el antagonismo entre el fundamento y las condiciones; es decir, entre la esencia interna (“la naturaleza verdadera”) de una cosa y las circunstancias externas que hacen posible la realización de esta esencia — esto es, la imposibilidad de alcanzar una medida común entre estas dos dimensiones, de coordinarlas en una “síntesis de orden-superior”. (Es sólo en la tercera parte de la Lógica, con la “lógica subjetiva del Concepto”, que ésta inconmensurabilidad es superada.) En eso consiste la alternativa entre la reflexión que pone y la reflexión externa: ¿crea la gente el mundo en que vive desde dentro de ellos mismos, autónomamente, o sus actividades son el resultado de circunstancias externas? El sentido común filosófico impondría el compromiso de una “medida apropiada”: cierto, tenemos la posibilidad de hacer una elección, porque podemos realizar nuestros proyectos concebidos libremente. Pero ese reconocimiento puede suceder sólo dentro del marco de la tradición, es decir, de las circunstancias heredadas que delinean nuestro campo de opciones. O, como Marx asentó en su libro El dieciocho brumario de Luis Bonaparte: “los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen arbitrariamente, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo circunstancias directamente dadas y heredadas del pasado.”[26]

         Sin embargo, precisamente tal “síntesis dialéctica” es lo que Hegel rechaza. Porque todo el rasgo característico de su argumento es que no tenemos manera de trazar un límite entre los dos aspectos: cualquier potencialidad interna puede ser traducida (su forma puede ser convertida) en una condición externa, y viceversa. En resumen, lo que Hegel construye aquí es algo muy exacto: él socava la noción usual de la relación entre las potencialidades internas de una cosa y las condiciones externas que hacen (im)posible la realización de estas potencialidades ubicando entre estas dos partes el signo de la igualdad. Las consecuencias son mucho más radicales de lo que parecen. Tratan, ante todo, el carácter radicalmente anti-evolucionista de la filosofía de Hegel, como se ejemplificó en el binomio conceptual del en-sí / para-sí. Este binomio es usualmente tomado como la prueba suprema de la confianza de Hegel en el progreso evolucionista (el desarrollo del “en-sí” en el “para-sí”), pero una mirada minuciosa disipa este fantasma de la evolución. Ya que el “en-sí” en su oposición frente al “para-sí” significa de acuerdo con y al mismo tiempo: (1) que aquello que existe solo potencialmente, como una posibilidad interna, contrario a la efectividad[27] en donde una posibilidad se ha externalizado y realizado a sí misma; y (2) la efectividad misma en el sentido de la objetividad externa, inmediata, “cruda” que aún se opone a la mediación subjetiva que no está aún internalizada, hecha consciente. En este sentido, el “en-sí” es la realidad efectiva en tanto todavía no ha alcanzado su Concepto.

         La lectura simultanea de estos dos aspectos socava la idea usual [142] del progreso dialéctico como una realización gradual de las potencialidades inherentes del objeto como su auto-desenvolvimiento espontáneo. Hegel es aquí completamente abierto y explícito: las potencialidades internas del auto-desenvolvimiento de un objeto y la presión ejercida sobre éste por una fuerza externa son estrictamente correlativas, forman las dos partes de la misma conjunción. En otras palabras, la potencialidad del objeto debe también estar presente en su efectivización externa, bajo la forma de la coerción heterónoma. Por ejemplo (y el ejemplo aquí viene del propio Hegel), decir que un alumno al principio del proceso de la educación es alguien que conoce potencialmente, alguien que, en el curso de su desarrollo, realizará sus potencialidades creativas, equivale a decir que estas potencialidades internas deben estar presentes desde el cimiento mismo en la realidad efectiva exterior como la autoridad del Maestro quien ejerce presión sobre su alumno o alumna. Hoy, uno puede agregar a esto el caso tristemente famoso de la clase trabajadora como sujeto revolucionario: al afirmar que la clase trabajadora “en sí misma” es potencialmente un sujeto revolucionario, equivale esto a señalar que esta potencialidad debe ya estar efectivamente presente en el Partido que conoce por adelantado la misión revolucionaria y por lo tanto ejerce presión sobre la clase trabajadora, guiándola hacia la realización de su potencialidad. De este modo, el “rol de liderazgo” del Partido se legítima, es decir, su derecho a “educar” a la clase trabajadora de acuerdo con su potencialidad, a “implantar” en esta clase su misión histórica, y así sucesivamente.

         Podemos ver, ahora, por qué Hegel está, tan lejos como es posible de la noción evolucionista del desarrollo progresivo del en-sí al para-sí: la categoría “en-sí” es estrictamente correlativa al “para nosotros”, es decir, para alguna conciencia externa a la cosa-en-sí misma. Decir que una masa de arcilla es “en sí misma” una olla significa lo mismo que decir que esta olla está ya presente en la mente del artesano quien impondrá la forma de la olla sobre la arcilla. El modo actual de decir “bajo las condiciones correctas el alumno o la alumna alcanzará sus potencialidades”, es por tanto engañoso. Cuando, por ejemplo, al excusar el fracaso del alumno para realizar su potencial insistimos que “lo habría realizado, si tan sólo las condiciones hubieran sido las correctas”, con eso cometemos un error de cinismo digno de las famosas líneas de Brecht de la Opera de los tres centavos: “¡seriamos más benevolentes en vez de malvados, si tan sólo las circunstancias no fueran de este modo!” Para Hegel, entonces, las circunstancias externas no son un impedimento para la realización de las potencialidades internas, sino por el contrario la arena misma en la cual la verdadera naturaleza de estas potencialidades internas deberán ser probadas. Pero ¿son tales potencialidades verdaderas potencialidades o apenas vanas ilusiones acerca de lo que pudo haber sucedido? O, para poner esto en términos spinozianos: la “reflexión que pone” observa las cosas como son en su esencia eterna, sub especie aeternitatis[143] mientras que “la reflexión externa” las observa como sub especies durationis, en su dependencia de una serie de circunstancias externas contingentes. Aquí todo depende de cómo Hegel supera la “reflexión externa”. Si su objetivo fuera solamente reducir la externalidad de las condiciones contingentes a la auto-mediación del fundamento-esencia interno (la concepción acostumbrada del “idealismo de Hegel”), entonces la filosofía de Hegel seria verdaderamente no más que un “spinocismo dinamizado”. Pero ¿qué es lo que hace Hegel en realidad?

         Abordemos este problema por la vía de Lacan: ¿en qué sentido preciso podemos sostener que el Lacan de finales de los cuarenta y principios de los cincuenta fue hegeliano? A fin de obtener una idea clara de su hegelianismo, es suficiente echar una mirada más minuciosa de la manera en que él concibe la “pasividad” del analista en la cura psicoanalítica. Ya que “lo efectivo [Wirklichkeit] es racional”, el analista no tiene que forzar sus interpretaciones sobre el analizado; todo lo que tiene que hacer es aclarar la vía para que el analizante llegue a su propia verdad por medio de la mera puntuación de su discurso. Esto es lo que Hegel tiene en mente cuando habla de la “astucia de la razón”: el analista no busca socavar el auto-engaño del analizante, su actitud del “Alma Bella” al confrontarlo directamente con el “verdadero estado de las cosas”, sino más bien dándole rienda suelta al eliminar todos los obstáculos que pueden servir como excusa, de esta manera le obliga a revelar el “material del cual realmente está hecho”. En este preciso sentido “la realidad efectiva es racional”. Y nuestra confianza, es decir la del filósofo hegeliano, en la racionalidad inherente de la realidad efectiva significa que la efectividad provee el único fundamento que prueba lo razonable de las afirmaciones del sujeto. O, para poner esto en forma ligeramente diferente, el momento en que el sujeto está privado de obstáculos externos que puedan tener la culpa de su fracaso, su posición subjetiva se colapsara a cuenta de su inautenticidad inherente. Lo que tenemos que hacer es una especie de heideggerianismo cínico: puesto que el objeto es en sí mismo inconsistente, puesto que lo que permite conservar la apariencia de consistencia es el impedimento externo mismo que pretendidamente reprime sus potencialidades internas, luego entonces el modo más efectivo de destruirlo, de causar su caída, es precisamente renunciando a cualquier afirmación de la dominación, removiendo todos los impedimentos y “dejarlo ser”, es decir, dejar el campo abierto para el libre despliegue de sus potencialidades.[28]

         Sin embargo, ¿no implica el concepto hegeliano de la “astucia de la razón” una “regresión” a la metafísica racionalista pre-kantiana? Es un lugar común filosófico oponer aquí la crítica de Kant de la prueba ontológica de la existencia de Dios a la preafirmación hegeliana de ella, y citar la reafirmación de Hegel como la prueba suprema del retorno hegeliano al dominio de la metafísica clásica. La historia va más o menos así: Kant demuestra que [144] la existencia no es un predicado, puesto que al nivel de predicados (que define el contenido conceptual de una cosa), no existe ninguna diferencia entre 100 taleros efectivos y el concepto puro de 100 taleros y, mutatis mutandis, lo mismo opera para el concepto de Dios. Más aún, uno está tentado a ver en la posición de Kant una forma de prefiguración de la excentricidad lacaniana de lo real con referencia a lo simbólico: la existencia es real en tanto es irreductible a la red de determinaciones conceptuales-simbólicas. No obstante, este lugar común tiene que ser rechazado completamente.

         De hecho la línea de argumentación de Kant es mucho más refinada. Procede en dos etapas básicas.[29] Primero, él demuestra que existe aún una cláusula-condicional oculta funcionando en la prueba ontológica de la existencia de Dios. Es verdad, Dios designa un ser cuya existencia está implicada en su concepto mismo, pero aún debemos presuponer que tal ser existe (es decir, todo lo que la prueba ontológica demuestra efectivamente es que, si Dios existe, existe necesariamente); así, queda la posibilidad que no haya un tal ser cuyo concepto implicaría su existencia. Un ateo citaría tal concepto de la naturaleza de Dios como un argumento en contra de su existencia: No existe Dios precisamente porque uno no puede imaginar de una manera consistente un ser cuyo concepto supondría su existencia. Aquí, el siguiente paso de Kant se dirige al mismo punto: el único uso legítimo del término “existencia” [Existenz] es para designar la realidad fenoménica de los objetos de la experiencia posible; y sin embargo, la diferencia entre Razón y la Intuición es constitutiva de la realidad [Realität]. En otras palabras, el sujeto acepta que algo “existe en realidad” sólo en tanto su representación es llenada por el contenido empírico contingente proporcionado por la intuición, es decir, sólo hasta donde el sujeto es afectado pasivamente por los sentidos. La existencia no es un predicado, es decir, parte del concepto de un objeto, justamente porque a fin de pasar del concepto a la existencia, uno tiene que agregar el elemento pasivo de la intuición. Por esta razón el concepto de “existencia necesaria” es auto-contradictoria; cada existencia es por definición contingente.[30]

         ¿Cuál, entonces, es la respuesta de Hegel a todo esto? Hegel de ninguna manera regresa a la metafísica tradicional. En vez de esto, refuta a Kant dentro del horizonte abierto por el propio Kant. Él, por así decirlo, se aproxima al problema desde la oposición final: en primer lugar al preguntar ¿cómo el “devenir-concepto” (zum-Begriff-kommen) afecta la existencia del objeto en cuestión? y, para enfatizar, cuando una cosa “alcanza su concepto”, ¿qué impacto tiene esto en su existencia? Para clarificar esta cuestión, recordemos un ejemplo que confirma la tesis de Lacan de que el marxismo no es una “visión del mundo”,[31] particularmente, refiriéndose a la idea de que el proletariado se convierte en un sujeto efectivamente revolucionario mediante la integración del conocimiento de su rol histórico.[32] [145] El materialismo histórico, entonces, no es un “conocimiento objetivo” neutral del desarrollo histórico, ya que es un acto de auto-conocimiento de un sujeto histórico, un acto que, como tal, implica la posición subjetiva del proletariado. En otras palabras, el “conocimiento” apropiado para el materialismo histórico es auto-referencial; éste cambia su “objeto”. Esto, sólo por la vía del acto del conocimiento que el objeto se vuelve aquello que verdaderamente “es”. Así, el desarrollo de la “conciencia-de clase” produce el efecto en la existencia de su “objeto” (el proletariado) al cambiarlo en un sujeto revolucionario efectivo. ¿No es esto lo mismo que ocurre en el psicoanálisis? ¿No constituye la interpretación de un síntoma una intervención directa de lo Simbólico en lo Real? ¿No ofrece un ejemplo de cómo la palabra puede afectar lo Real del síntoma? y, por otro lado ¿no presupone tal eficacia de lo Simbólico, entidades cuya existencia literalmente depende de un cierto no-conocimiento? Porque en el momento en que el conocimiento es asumido (a través de la interpretación), la existencia se desintegra. Aquí, la existencia no es uno de los predicados de una Cosa, sino que designa la manera en que la Cosa se relaciona con sus predicados; o, más bien, la manera en que la Cosa se relaciona consigo por medio de (a través de un rodeo) en sus propiedades-predicadas.[33] Cuando un proletario se percata de su “rol histórico”, ninguno de sus predicados de hecho cambia. Lo que cambia es justamente la manera en que se relaciona con ellos, y este cambio en relación al predicado afecta radicalmente su existencia.

         Para designar este darse cuenta del “rol histórico”, el marxismo tradicional hace uso del binomio hegeliano “en-sí/para-sí”. Por lo tanto, al llegar a su “conciencia de clase”, el proletariado cambia de una “clase-en sí” a una clase “para-sí”. La dialéctica que funciona aquí es la de un encuentro fallido: el paso al “para-sí”, hacia el Concepto, implica la pérdida de la existencia. En ningún lado este encuentro fallido es más obvio que en una relación de amor apasionado: su “en-sí” ocurre cuando simplemente cedo a la pasión sin darme cuenta de lo que me pasa; después, cuando la relación se termina, (aufgehoben) permanecen en mí los recuerdos, se convierten en el “para-sí”. Yo retroactivamente me doy cuenta de lo que tuve, de lo que perdí. Esta conciencia de lo que perdí da lugar a la fantasía de la conjunción imposible del ser y el conocimiento (“si sólo yo hubiera sabido cuan feliz fui…”). Pero ¿es el “en-y-para-sí mismo hegeliano [An-und-für-sich]” realmente una conjunción imposible, la fantasía de un momento cuando soy feliz y lo sé? ¿No es más bien el desenmascaramiento de la ilusión de la “reflexión externa” que todavía pertenece al “para-sí”; es decir, a la ilusión de que, en el pasado, fui en realidad feliz sin saberlo? ¿No es el en-y-para-sí precisamente el insight de cómo la “felicidad” por definición viene a ser, retroactivamente, por medio de la experiencia de su perdida?

         [146] Esta ilusión de la reflexión externa se puede ejemplificar aún más con Billy Bathgate, el film basado en la novela de E. L. Doctorow. La película es fundamentalmente una versión malograda de la novela y la impresión que despierta es que lo que nosotros vemos es una reflexión pálida, distorsionada de su fuente literaria muy superior. Existe, sin embargo, una desagradable sorpresa reservada para aquellos quienes, después de ver la película, se ponen a leer la novela: la novela está mucho más cerca del insípido final feliz (en donde Billy se apropia de la oculta riqueza de Dutch Schultz). Además, numerosos detalles delicados que el espectador no familiarizado con la novela experimenta como fragmentos que, felizmente no se perdieron en el empobrecedor proceso de transposición al cine –fragmentos que milagrosamente sobreviven al naufragio– en realidad resultan ser agregados por el guionista. En resumen, la novela “superior” evocada por el fracaso del film no es la novela real preexistente en la cual se basa la película, sino una quimera retroactiva provocada por el film mismo.[34]

Fundamento versus Condiciones

Este antecedente conceptual nos permite reformular el círculo vicioso sobre el fundamento y las condiciones. Recordemos el modo usual de explicar los brotes del racismo, que invocan el par categorial del fundamento y las condiciones-circunstancias: Uno concibe el racismo (o, más generalmente el denominado “brotes de sadismo-masivo irracional”) como una disposición psíquica latente, una especie de arquetipo junguiano que aparece bajo ciertas condiciones (inestabilidad social y crisis y así sucesivamente). Desde este punto de vista, la disposición racista es el “fundamento” y las actuales luchas políticas son las “circunstancias”, las condiciones de su ejecución. Sin embargo, lo que cuenta como fundamento y lo que cuenta como condiciones es en última instancia contingente e intercambiable, de manera tal que uno pueda fácilmente alcanzar la inversión marxista de la perspectiva psicológica arriba mencionada y concebir la presente lucha política como el único fundamento determinante verdadero. En la presente guerra civil en la ex-Yugoslavia, por ejemplo, el “fundamento” de la agresión serbia no debe buscarse en ningún arquetipo guerrero primitivo balcánico, sino en la lucha por el poder en la Serbia post-comunista (la supervivencia del viejo aparato del Estado comunista). En efecto, el estatuto de las eventuales disposiciones belicosas serbias y de otros arquetipos similares (el “carácter genocida croata”, la “centenaria tradición de los odios étnicos en los Balcanes”, etc.) es precisamente el de las condiciones/circunstancias en las cuales la lucha por el poder, se realiza. Las “disposiciones belicosas” son precisamente aquellas disposiciones latentes que son actualizadas, extraídas de su existencia medio-obscura por la lucha política [147] reciente como su fundamento determinante. Así, uno está justificado plenamente a decir que “lo que está en juego en la guerra civil yugoslava no son los conflictos étnicos arcaicos: estos odios centenarios están inflamados sólo a cuenta de su función en la reciente lucha política.”[35]

         ¿Cómo, entonces, evitamos este desorden, esta intercambiabilidad del fundamento y las condiciones? Tomemos otro ejemplo: el Renacimiento, es decir el redescubrimiento (“re-nacimiento”) de la antigüedad que ejerció una influencia crucial en la ruptura con el modo de vida medieval en el siglo xv. La primera, obvia explicación es que la influencia de la antigua tradición recientemente descubierta logró la disolución del “paradigma” del medievo. Aquí, sin embargo surge un cuestionamiento inmediatamente: ¿por qué la antigüedad empezó a ejercer su influencia en este preciso momento y no antes o después? La respuesta que se ofrece desde luego, es que, debido a la disolución de los vínculos medievales, emergió un nuevo Zeitgeist [espíritu de la época] que nos hizo sensibles a la antigüedad — algo debe haber cambiado en “nosotros” para que nos volviéramos capaces de percibir la antigüedad no como un reino pagano de pecados sino como el modelo a ser adoptado. Todo esto está bien, pero permanecemos encerrados en un círculo vicioso, puesto que este nuevo Zeitgeist tomó forma precisamente a través del descubrimiento de los textos antiguos así como fragmentos de la arquitectura y de la escultura clásica. De alguna manera, todo ya estaba ahí, en las circunstancias externas, el nuevo Zeitgeist se formó a través de la influencia de la antigüedad que posibilitó que el pensamiento del renacimiento hiciera añicos los encadenamientos medievales. Y, sin embargo, para que la influencia de la antigüedad se sintiera, el nuevo Zeitgeist debería haber sido ya activado. La única manera de salir de este impasse es, entonces, la intervención en cierto momento de un gesto tautológico: el nuevo Zeitgeist tenía que constituirse literalmente presuponiéndose en su exterioridad, en sus condiciones externas (en la antigüedad). En otras palabras, no fue suficiente para el nuevo Zeitgeist ubicar retroactivamente estas condiciones externas (la tradición antigua) como “suyas”, tuvo que (presu)ponerse a sí mismo como ya-presente en estas condiciones. O, para señalarlo directamente, el retorno a las condiciones externas (a la antigüedad) tuvo que coincidir con el retorno a lo fundacional, a la “cosa misma”, al fundamento. (Esto es precisamente el modo en como el “renacimiento” se concibió a sí mismo: como el retorno hacia las fundaciones griega y romana de nuestra civilización occidental.) Nosotros, no tenemos, como consecuencia un fundamento interior cuya efectivización depende de las circunstancias externas. En cambio, la relación externa de la presuposición (el fundamento presupone las condiciones y viceversa) es superada en un gesto puramente tautológico mediante el cual la cosa se presupone a sí misma. Este gesto tautológico es “vacío” en el sentido exacto en que no contribuye a nada nuevo, sólo afirma retroactivamente [148] que la cosa en cuestión está ya presente en sus condiciones, que la totalidad de estas condiciones es de hecho la cosa. Tal gesto vació nos suministra la definición más elemental del acto simbólico.

         Podemos ver aquí la paradoja fundamental de la “tradición de redescubrir” funcionando en la constitución de la identidad nacional: una nación encuentra su sentido de la auto-identidad por medio de tal gesto tautológico, es decir por medio del descubrimiento de sí mismo como ya presente en su tradición. Consecuentemente, el mecanismo del “redescubrimiento de la tradición nacional” no puede ser reducido al “poner las presuposiciones” en el sentido del poner retroactivo de las condiciones como “nuestras”. El señalamiento es más bien que, en el acto mismo del retorno a sus condiciones (externas), la cuestión (nacional) retorna a sí misma; el retorno a las condiciones es experimentado como el “retorno a nuestras verdaderas raíces.”

El tautológico “retorno de la Cosa a sí misma”

Ahora, aunque el “socialismo realmente existente” ha retrocedido ya a una distancia que le confiere una mágica nostalgia de un objeto post-moderno pérdido, algunos de nosotros recordamos aún la conocida broma acerca de lo que es el socialismo: un sistema social que es la síntesis dialéctica de toda la historia previa. De la sociedad prehistórica sin clases, tomó el primitivismo; de la antigüedad, el trabajo de esclavos; del feudalismo medieval, la dominación cruel; del capitalismo, la explotación; y del socialismo, el nombre. De esto se trata, sin más, el gesto tautológico hegeliano del “retorno de la cosa en sí”: uno debe incluir junto con la definición de la cosa, su nombre. Esto es, después de que descomponemos una cosa en sus componentes, buscamos en vano en ellos alguna característica específica que anude a esta multitud y haga de esto una cosa única idéntica-a-sí-misma. Pero en cuanto a sus propiedades e ingredientes, una cosa está completamente “fuera de sí misma”, en sus condiciones externas, cada rasgo positivo esta ya presente en las condiciones que no constituyen aún a la cosa. La operación suplementaria que produce de este conjunto disperso de condiciones una cosa única idéntica-a-sí-misma es puramente el gesto simbólico tautológico, de poner estas condiciones externas como las condiciones constitutivas de la cosa y, simultáneamente, de presuponer la existencia del fundamento que mantiene junta a esta multitud de condiciones.

         Y, al poner nuestras cartas lacanianas sobre la mesa, este “retorno de tautológico de la cosa a sí misma”, que produce la estructura concreta de la autoidentidad, es lo que Lacan designa como el point de capiton, el “punto de acolchado”, en el cual el significante “cae en” el significado (como en la broma arriba [149] mencionada sobre el socialismo, en donde el nombre en sí mismo funciona como parte de la cosa designada). Recordemos un ejemplo a partir de la cultura fílmica popular: el tiburón asesino en la película Jaw de Spielberg. Una búsqueda directa del significado ideológico del tiburón sólo evoca cuestionamientos desorientados: ¿simboliza esto la amenaza del Tercer Mundo hacia la América epitomizada por el arquetípico pueblo? ¿Es éste el símbolo de la naturaleza explotadora del capitalismo en sí (la interpretación de Fidel Castro)? ¿Representa la naturaleza indomada que amenaza romper la rutina de nuestra vida cotidiana? A fin de evitar esta tentación, tenemos que cambiar nuestra perspectiva radicalmente: la vida cotidiana del hombre común está dominada por múltiples temores inconsistentes (puede convertirse en la víctima de las manipulaciones de los grandes negocios; los inmigrantes del Tercer Mundo parecen entrometerse en su pequeño universo ordenado; la naturaleza desordenada puede destruir su hogar; etc.), y la realización de Tiburón consiste en un sólo acto de conversión puramente formal que suministra un “contenedor” común para todos estos miedos inconsistentes que flotan libremente, por medio de su anclaje, “reificándolos”, en la figura del tiburón.[36] Consecuentemente, la función de la presencia fascinante del tiburón es precisamente bloquear cualquier otra pregunta en el significado de lo social (la mediación social) de aquellos fenómenos que despiertan temor en el hombre común. Pero decir que el tiburón asesino “simboliza” la serie de temores arriba mencionados, es decir mucho a la vez y no lo suficiente. No los simboliza puesto que los anula literalmente al ocupar el mismo el lugar del objeto del temor. Éste, por lo tanto, es “más” que un símbolo; se convierte en la temida “cosa en sí misma”. Sin embargo el tiburón es decididamente menos que un símbolo, puesto que no señala el contenido simbolizado sino más bien bloquea el acceso a este, lo torna invisible. De esta manera, se homologa con la figura anti-semita del judío: el “judío” es la explicación ofrecida por el anti-semitismo a los múltiples temores experimentados por el “hombre común” en una época de disolución de los vínculos sociales (la inflación, el desempleo, la corrupción, la degradación moral); detrás de todos estos fenómenos yace la mano invisible del “complot judío”: sin embargo, el punto crucial aquí, otra vez, es que la designación “judío” no agrega ningún nuevo contenido: todo el contenido intacto está ya presente en las condiciones externas (la crisis, la degradación moral, etc.); el nombre “judío” es sólo la característica suplementaria que consuma una especie de transubstanciación, cambiando todos estos elementos en diversas manifestaciones del mismo fundamento, el “complot judío”. Parafraseando la broma sobre el socialismo, uno podría decir que el anti-semitismo toma de la economía, el desempleo y la inflación; de la política, la corrupción parlamentaria y la intriga; de la moralidad, su propia degeneración; del arte, el “incomprensible” vanguardismo; y del judíoel nombre[150] Este nombre nos posibilita reconocer detrás de las múltiples condiciones externas la actividad del mismo fundamento.

         Aquí también encontramos la dialéctica de la contingencia y la necesidad operando. En cuanto a su contenido, coinciden completamente (en ambos casos), el único contenido positivo constituye la serie de condiciones que forman parte de nuestra experiencia de vida real (crisis económica, caos político, la disolución de los lazos éticos, etc.); el paso de la contingencia a la necesidad es un acto de conversión puramente formal, el gesto de agregar un nombre que confiere sobre las series contingentes la marca de la necesidad, transformándola así en la expresión de algún fundamento oculto (el “complot judío”). Así es también como más tarde —en el final mismo de la “lógica de la esencia”— pasamos de la necesidad absoluta a la libertad. Para comprender apropiadamente este pasaje, uno tiene que renunciar completamente a la concepción estándar de la “libertad como necesidad abarcativa” (después de liberarse de las ilusiones de la libre voluntad, uno puede reconocer y aceptar libremente el lugar de uno en la red de las causas y sus efectos). Pero el punto de Hegel, por el contrario, es que solamente el acto (libre) del sujeto de “poner el punto sobre la ies” es lo que retroactivamente instala la necesidad, de forma que el acto mismo por medio del cual el sujeto reconoce (y de esta manera constituye) la necesidad, es el acto supremo de la libertad y, como tal, la autosupresión de la necesidad, Voilà pourquoi Hegel n’est pas spinoziste! [¡He aquí por qué Hegel no es spinocista!]: por esta característica tautológica de performatividad retroactiva. Así, la “performatividad” de ninguna manera designa el poder de la “creación” libre del contenido designado (“las palabras significan lo que uno quiere que signifiquen”, así sucesivamente); el “acolchamiento” sólo estructura el material que es encontrado, impuesto externamente. El acto de nombrar es “performativo” sólo y precisamente en la medida en que es siempre ya parte de la definición del contenido significado.[37]

         Esta es la manera como Hegel resuelve el estancamiento de la reflexión que pone y la externa, el círculo vicioso de poner las presuposiciones y de la enumeración de las presuposiciones del contenido puesto: por medio del tautológico retorno-a-sí-mismo de la cosa en sus presuposiciones externas mismas. Y el mismo gesto tautológico está ya en función en el análisis de Kant sobre la razón pura: la síntesis de la multiplicidad de sensaciones en la representación del objeto que pertenece a la “realidad” implica un excedente vacío, es decir, la afirmación de una X como el substrato incognoscible de las sensaciones fenoménicas percibidas. Baste citar la formulación precisa de Findlay:

Siempre referimos las apariencias a un Objeto Trascendental, una X, del cual, sin embargo, sabemos nada, pero que no obstante, es el correlato objetivo de los actos sintéticos inseparables de la [151] auto-conciencia pensante. El Objeto Trascendental, así concebido puede ser llamado un Noúmeno o cosa del pensamiento [Gedankending]. Pero la referencia a tal cosa del pensamiento, estrictamente hablando no usa las categorías, sino que es algo parecido a un gesto sintético vacío en el cual nada objetivo es realmente puesto ante nosotros.[38]

El objeto trascendental es entonces precisamente lo opuesto del Ding-an-sich [La cosa en sí]: está “vacío” en tanto que es desprovisto de cualquier contenido “objetivo”. Es decir, para obtener su concepto uno tiene que abstraer del objeto sensible su contenido sensible intacto, es decir, todas las sensaciones por medio de las cuales el sujeto es afectado por das Ding. La X vacía que permanece es el puro correlato/efecto objetivo de la actividad sintética autónoma-espontánea del sujeto. O, para poner esto en términos paradójicos, el objeto trascendental es el “en-sí” en la medida en que es para el sujeto, puesto por él: es el puro “poner” de una X indeterminada. Este “gesto sintético vacío” —que no agrega a la cosa nada positivo, ningún rasgo sensible nuevo, y, sin embargo en su capacidad misma de gesto vació, la constituye, hace de ella un objeto— es el acto de la simbolización en su más elemental forma, a su nivel-cero. En la primera página de este libro, Findlay señala que el objeto trascendental: “…no es para Kant distinto del objeto u objetos que aparecen a los sentidos y que podemos juzgar y conocer… sino es el mismo objeto u objetos concebidos respecto a ciertas características intrínsecamente no aparentes, y que es de esta manera incapaz de ser juzgado o conocido.”[39]

         Esta X, este excedente no representable que se agrega a la serie de los rasgos sensibles, es precisamente la “cosa-del-pensamiento [Gedankending]”: atestigua sobre el hecho de que la unidad del objeto no reside dentro de él, sino es el resultado de la actividad sintética del sujeto (como con Hegel, donde el acto de la conversión formal invierte la cadena de condiciones en la Cosa incondicional, fundada en sí misma). Regresemos brevemente al anti-semitismo, al “acto sintético de la apercepción” que, de las múltiples características (imaginadas) de los judíos, construye la figura anti-semítica del “judío”. Para pasar como un verdadero anti-semita no basta con afirmar que nos oponemos a los judíos porque ellos son explotadores, intrigantes, codiciosos; es decir, no es suficiente que el significante “judío” designe esta serie de características específicas positivas. Uno tiene que realizar el paso crucial profundizándolo al decir que “ellos son así (explotadores, codiciosos, etc.), porque son judíos”. El “objeto trascendental” del judaísmo es precisamente aquella X descrita que “constituye a un judío en un judío” y por lo cual buscamos vanamente sus propiedades positivas. Este acto de [152] conversión formal pura, es decir, el “acto sintético” de unificar la serie de características positivas en el significante “judío” y por lo tanto los transforma en muchas manifestaciones del “judaísmo” como su fundamento oculto, efectúa la apariencia de un excedente objetivo, de una misteriosa X que es “en el judío más que el judío”; en otras palabras del objeto trascendental.[40] En el propio texto de la Crítica de la razón pura, de Kant, este vacío del gesto sintético está indicado por una excepción en el uso del binomio constitutivo/regulativo:[41] en general, los principios constitutivos sirven para construir la realidad objetiva, mientras que los principios “regulativos” son simplemente máximas subjetivas que guían a la razón sin dar cabida al conocimiento positivo. Sin embargo, cuando Kant se refiere a la existencia [Dasein], hace uso del binomio constitutivo/regulativo en medio del dominio mismo de lo constitutivo al encadenar este al binomio matemático/dinámico: “En la aplicación de las concepciones puras del entendimiento hacia la experiencia posible, el empleo de su síntesis es o matemático o dinámico; porque concierne en parte a la mera intuición de una apariencia general, y en parte a su existencia.”[42]

         ¿En qué sentido preciso, entonces, los principios dinámicos son meramente “principios regulativos y distintos de los matemáticos, los cuales son constitutivos”?[43] Los principios del uso matemático de las categorías se refieren al contenido fenoménico intuido (a las propiedades fenoménicas de la cosa); son sólo los principios dinámicos de la síntesis los que garantizan que el contenido de nuestras representaciones hagan referencia a alguna existencia objetiva, independiente del flujo de la conciencia perceptiva. ¿Cómo entonces, vamos a explicar la paradoja de hacer que la existencia objetiva dependa no de los principios “constitutivos” sino de los principios “regulativos”? Regresemos, por último, a la figura anti-semita del judío: la síntesis matemática puede sólo reunir las propiedades fenoménicas atribuidas al judío (la codicia, el espíritu intrigante, etc.). Pero luego la síntesis dinámica realiza la reversión por medio de la cual esta serie de propiedades es puesta como la manifestación de una X inaccesible, el “judaísmo”; es decir, de algo real, existente realmente. Aquí están funcionando principios regulativos ya que la síntesis dinámica no está limitada a los rasgos fenoménicos, sino las refiere a su substrato incognoscible-subyacente, al objeto trascendental. En este preciso sentido, la existencia del “judío” como irreducible a la serie de predicados, es decir, su existencia como puro poner [Setzung] del objeto trascendental como substrato de los predicados fenoménicos, depende de la síntesis dinámica. En términos lacanianos, la síntesis dinámica pone la existencia de una X, como el “núcleo duro del ser” más allá de los predicados (que es por lo que el odio a los judíos no concierne a sus propiedades fenoménicas sino que apunta a lo “medular de su ser” oculto) – una nueva prueba de como la “razón” funciona en el corazón mismo de la “comprensión” en el poner más elemental de un objeto como “existente en realidad”. Es, por lo tanto, profundamente significativo que a través de la subdivisión en la segunda analogía de la experiencia, Kant consistentemente usa la palabra Objekt (que designa una entidad inteligible) y no el Gegenstand (que designa a una entidad fenoménica simple): la existencia objetiva externa alcanzada por el uso sintético de los principios regulativos dinámicos es “inteligible”, no intuitivo-empírico; es decir, agrega a los rasgos intuitivo-sensibles del objeto una X inteligible, no-sensible y construye así un objeto de éste.

         En este preciso sentido Hegel permanece dentro del marco fundamental de Kant. Pero, entonces, ¿en qué reside la paradoja fundamental del trascendentalismo de Kant? Porque el problema inicial de Kant es que dado que, por ejemplo, mis sentidos me bombardean con una confusa multitud de representaciones, ¿cómo puedo distinguir, en este flujo, entre las meras representaciones “subjetivas” y los objetos que existen independientemente del flujo de representaciones? La respuesta: mis representaciones adquieren “status objetivo” por medio de la síntesis trascendental que las transforma en objetos de experiencia. Lo que experimento como la existencia “objetiva”, el “corazón” mismo del objeto bajo las siempre-cambiantes fluctuaciones fenoménicas, independientes del flujo de mi conciencia, resulta entonces de mi propia (del sujeto) actividad sintética “espontánea”. Y, mutatis mutandis, Hegel dice lo mismo: el establecimiento de la necesidad absoluta equivale a su auto-cancelación, es decir, designa el acto de libertad que retroactivamente “pone” algo como necesario.

El “Desasosiego Absoluto del Devenir”

El problema con la contingencia reside en su status incierto. ¿Es ontológico, es decir, son las cosas en sí mismas contingentes, o es epistemológico, es decir, es la contingencia sólo una expresión del hecho de que no conocemos la cadena completa de causas que provocaron el fenómeno supuestamente “contingente”? Hegel socava la suposición común de esta alternativa, particularmente la relación externa del ser y del conocimiento: el concepto de “realidad” como algo que está dado simplemente, que existe “allá afuera”, previa y externa al proceso del conocimiento. La diferencia entre la versión ontológica y la versión epistemológica es sólo que, en el primer caso, la contingencia es parte de la realidad misma, mientras que en el segundo caso, la realidad está [154] determinada completamente por la necesidad. En contraste con estas dos versiones, Hegel afirma la tesis básica del idealismo especulativo: el proceso del conocimiento (es decir, nuestra comprensión del objeto) no es algo externo al objeto sino inherentemente determina su status. Como Kant señala, las condiciones de posibilidad de nuestra experiencia son también las condiciones de posibilidad de los objetos de la experiencia. En otras palabras, si la contingencia expresa la incompletud de nuestro conocimiento, esta incompletud define también ontológicamente al objeto mismo del conocimiento. Esto nos lleva a atestiguar el hecho de que la cosa en sí no es aun ontológicamente realizada, completamente efectivizada. El status puramente epistemológico de la contingencia es entonces invalidado, sin que nos repleguemos en una ingenuidad ontológica: detrás de la apariencia de la contingencia no existe una necesidad oculta aun no conocida, sino sólo la necesidad de la apariencia misma; detrás de la contingencia superficial, existe una necesidad substancial subyacente. Y esto es algo similar al caso del antisemitismo, en donde la apariencia última es la misma apariencia de la necesidad subyacente, es decir, la apariencia de que, detrás de la serie de rasgos factuales (desempleo, desintegración moral, etc.), existe la necesidad oculta del “complot judío”. En esto consiste la inversión hegeliana de lo “externo” a la reflexión “absoluta”: en la reflexión externa, la apariencia es la superficie evasiva que encubre su necesidad oculta, mientras que en la reflexión absoluta, la apariencia es la apariencia de esta necesidad misma (desconocida) detrás de la contingencia. O, para emplear una formulación aún más especulativa “hegeliana”, si la contingencia es una apariencia que encubre alguna necesidad oculta, entonces esta necesidad es en estricto sentido una apariencia de sí misma.

         Este antagonismo inherente de la relación entre contingencia y necesidad ofrece un caso ejemplar de la triada hegeliana: primero la concepción ontológica “ingenua” que ubica la diferencia en las cosas mismas (algunos eventos son en sí mismos contingentes, otros necesarios), y entonces la actitud de la “reflexión externa” que concibe esta diferencia como puramente epistemológica, es decir, dependiente de la incompletad de nuestro conocimiento (experimentamos como “contingente” un evento cuando la cadena causal completa que lo produjo permanece fuera de nuestro alcance). Y, finalmente, ¿qué?, ¿cuál es el tercer término a lado de la aparente y exhaustiva elección entre el aspecto ontológico y el aspecto epistemológico? La respuesta: la propia relación entre la posibilidad (como la aprehensión [seizing] subjetiva de la efectividadd) y la efectividad (como el objeto de la aprehensión conceptual). Encontramos aquí, entonces, que tanto contingencia como necesidad son categorías que expresan la unidad dialéctica de lo efectivo y lo posible. Serán distinguidas sólo en la medida en que la contingencia designe esta unidad concebida en el modo de la subjetividad, [155] de la “inquietud absoluta” del devenir, de la ruptura entre el sujeto y el objeto, y la “necesidad” de este mismo contenido concebido en el modo de la objetividad, del ser determinado, de la identidad del sujeto y del objeto, de la quietud del resultado.[44] En resumen, estamos de nuevo en la categoría de la pura conversión formal, el cambio concierne sólo a la modalidad de la forma: “Esta inquietud absoluta del devenir de estas dos determinaciones es la contingencia. Pero junto porque cada una inmediatamente se vuelve en su opuesto, igualmente en este otro simplemente se une a sí mismo, y esta identidad de ambos, de uno en el otro, es la necesidad.”[45]

         Dicha contraposición de Hegel fue adoptada por Kierkegaard, con su concepto de las dos modalidades diferentes de observación de un proceso: desde el punto de vista del “devenir” y desde el punto de vista del “ser”.[46] “Posterior al hecho”, la historia puede siempre ser leída como un proceso gobernado por leyes; es decir, como una sucesión significativa de etapas. Sin embargo, en tanto que somos agentes de la historia, capturados, insertos, verdaderamente, en el proceso, la situación aparece —al menos en el momento crucial cuando “algo está sucediendo” — abierto, indecidible, lejos de la exposición de una necesidad subyacente. Debemos tener en cuenta aquí la enseñanza de la mediación de la actitud subjetiva con la objetividad: no podemos reducir una perspectiva a la otra diciendo que, por ejemplo, la “verdadera” imagen es aquella de la necesidad descubierta por la inspección retrospectiva, que la libertad es justamente una ilusión de los agentes inmediatos quienes pasan por alto cómo su actividad es un pequeño engrane dentro del amplio mecanismo causal. O, a la inversa, no podemos reducir uno al otro adoptando una especie de perspectiva existencialista sartreana, afirmando al hacerlo, la autonomía y libertad últimas del sujeto, y concibiendo la apariencia del determinismo como la objetivación posterior “práctico-inerte” de la praxis espontánea del sujeto. En ambos casos, la unidad ontológica del universo es salvada, ya sea en la forma de la necesidad substancial jalando los hilos de la espalda del sujeto o en la forma de la actividad autónoma del sujeto “objetivizando” a este mismo en la unidad substancial. Pero lo que se pierde es el escándalo ontológico de la última indecidibilidad entre las dos opciones. Aquí Hegel es mucho más subversivo que Kierkegaard, ya que este último escapa al estancamiento sólo dando preferencia a la posibilidad por encima de la efectividad; un escape que termina anunciando el concepto bergsoniano de la efectividad como congelación mecánica del proceso de vida.[47]

         En lo indecidible yace la ambigüedad última de la filosofía de Hegel, el indicio de una imposibilidad mediante la cual se “toca lo real”: ¿cómo podemos concebir la re-colección dialéctica?[48] ¿Es una mirada retrospectiva lo que nos permite discernir los contornos de la necesidad profunda donde la perspectiva inmersa en los eventos puede percibir solamente un interjuego de accidentes, es decir, [156] como la “superación” [Aufhebung] de este interjuego de accidentes en la necesidad lógica subyacente? O ¿es, por el contrario, una mirada que nos permite resucitar la apertura de la situación, su «posibilidad», su contingencia irreductible, en lo que después, desde la distancia objetiva, aparece como un proceso objetivo necesario? Y ¿esta indecidibilidad no nos hace regresar a nuestro punto de partida: no es esta ambigüedad de nuevo la forma en que la diferencia sexual está inscrita en el corazón mismo de la lógica de Hegel?

         En la medida en la relación entre contingencia y necesidad es aquella del devenir y el ser, es legítimo concebir el objeto a, esta semblanza pura, como una especie de “anticipación” de ser desde la perspectiva del devenir. Es decir, Hegel concibe la materia como correlativa de la forma incompleta, es decir, formar aquello que todavía es una “mera forma”, una mera anticipación de la misma qua forma completa. En este preciso sentido, se puede decir que el objeto a designa aquel resto de la materia que da testimonio del hecho de que la forma aún no se daba cuenta plenamente, que no llegaba aún a ser efectiva como la determinación concreta del objeto, que sigue siendo un mera anticipación de sí mismo. La anamorfosis espacial tiene que ser complementada aquí por la anamorfosis temporal (¿qué es la anticipación si no una anamorfosis temporal en la que producimos una imagen del objeto distorsionado por la apresurada mirada?). Espacialmente, a es un objeto cuyos contornos adecuados son perceptibles sólo si vislumbramos de reojo; es siempre imperceptible a la mirada directa.[49] Temporalmente, es un objeto que existe sólo qua anticipado o perdido, sólo en la modalidad del aún-no o del ya-no-más, nunca en el “ahora” de un puro e indiviso presente. Por lo tanto, objeto trascendental de Kant (su término para a) es una especie de espejismo que da cuerpo a la desigualdad de la forma a sí misma, no un índice del excedente del material en sí mismo sobre la forma.

         Lo que encontramos aquí es de nuevo la ambigüedad fundamental de Hegel. De acuerdo con la doxa estándar, el telos del proceso dialéctico es la forma absoluta que elimina cualquier exceso material. Sin embargo, si esto es realmente el caso de Hegel, ¿cómo podemos explicar el hecho de que el resultado nos lanza efectivamente de nuevo al remolino, que no es más que la totalidad de la ruta que teníamos que recorrer para llegar al resultado? En otras palabras, ¿no es esta una especie de salto del “aún-no” al “siempre-ya” constitutivo de la dialéctica hegeliana: nos esforzamos para acercarnos a la meta (la forma absoluta desprovista de cualquier materia), cuando, de repente, establecemos que todo el tiempo estuvimos ya allí? ¿No es el cambio crucial en un proceso dialéctico la reversión de anticipación —no en su cumplimiento, sino— en retroacción? Si, por lo tanto, el cumplimiento nunca ocurre en el presente, ¿no da testimonio de la condición irreductible de objeto a?

[157]

La efectividad de lo posible

El antecedente ontológico de esta ambigüedad desde el “aún-no” al “siempre-ya” es una especie de “negociación de posiciones” entre la posibilidad y la efectividad: la posibilidad en sí en su oposición misma hacia la efectividad, posee una efectividad propia. ¿En qué sentido preciso decimos esto? Hegel siempre insiste en la primacía absoluta de la efectividad: cierto, la búsqueda de las “condiciones de posibilidad” abstrae de lo efectivo, pone en tela de juicio, a fin de reconstituirlo sobre una base racional; sin embargo en todas estas reflexiones la efectividad es presupuesta como algo dado. En otras palabras, nada es más extraño a Hegel que la especulación leibniziana acerca de los múltiples mundos posibles de donde el Creador selecciona el mejor; la especulación sobre los universos posibles siempre sucede sobre el fondo del antecedente del acto duro de la existencia efectiva. Por otra parte, existe siempre algo traumático sobre la efectividad cruda de lo que enfrentamos como “efectivo”, ya que la efectividad esté siempre signada por una indeleble marca de lo (real como) “imposible”. El cambio de la efectividad a la posibilidad, la suspensión de la efectividad a través de la interrogación en su posibilidad, es por lo tanto, en última instancia un esfuerzo por evitar el trauma de lo real, es decir, por integrar lo real concibiéndolo como algo que es significativo dentro de nuestro universo simbólico.[50]

         Por supuesto, esta cuadratura del círculo de lo posible y lo efectivo (esto es, primero la suspensión de la efectividad y luego su derivación a partir de la posibilidad conceptual), nunca se resuelve, como se prueba con la propia categoría de la contingencia. Ya que “contingencia” designa un contenido efectivo en tanto que éste no puede ser fundamentado completamente en sus condiciones conceptuales de posibilidad. De acuerdo al sentido común filosófico, la contingencia y la necesidad son las dos modalidades de la efectividad: algo efectivo es necesario en tanto que su contrario no es posible; es contingente en la medida en que su contrario es también posible (en tanto que las cosas podrían también haberse producido de otro modo). El problema sin embargo reside en el antagonismo inherente que concierne al concepto de posibilidad: la posibilidad designa algo “posible” en el sentido de ser capaz de hacerse efectivo él mismo, así como algo “simplemente posible” como opuesto al ser efectivo. Esta separación interna encuentra su más clara expresión, quizá, en los roles diametralmente opuestos que juega el concepto de posibilidad en la argumentación moral. Por una parte, tenemos la “posibilidad vacía”, la excusa eterna del débil: “si realmente lo hubiera querido, habría… (dejado de fumar, etc.)”. Al desafiar esta afirmación, Hegel de nueva cuenta señala cómo la naturaleza misma de una posibilidad (¿es ésta una posibilidad verdadera o una mera presuposición vacía?) es confirmada sólo por medio de su efectivización: la única prueba efectiva de que [158] realmente puedes hacer algo es simplemente hacerlo. Por la otra, la posibilidad de actuar de manera diferente ejerce presión en nosotros bajo la apariencia de la “voz de la consciencia”: cuando ofrezco las excusas usuales (“Yo hice todo lo que fue posible, pero no había otra opción”), la voz del superyó me sigue carcomiendo, “no, ¡podrías haber hecho más!” Esto es lo que Kant tiene en mente cuando insiste en que la libertad es efectiva ya como posibilidad: cuando caigo en impulsos patológicos y no realizo mi obligación, la efectividad de mi libertad es atestiguada por mi consciencia de cómo podría haber actuado de otra manera.[51] Esto es también lo que Hegel apunta al mantener que lo efectivo [das Wirkliche] no es lo mismo que eso que existe simplemente (das Bestehende): mi consciencia me remuerde cuando mi acto (de ceder a los impulsos patológicos) no fue “efectivo”, no expresó mi naturaleza moral verdadera —esta diferencia ejerce presión en mí bajo la apariencia de la “consciencia”.

         Uno puede discernir la misma lógica detrás del reciente renacimiento de la teoría de la conspiración (JFK de Oliver Stone): ¿quién estaba detrás del asesinato de John F. Kennedy? La catexis ideológica de esta reactivación es clara: el asesinato de Kennedy adquirió tales dimensiones traumáticas retroactivamente, a partir de la experiencia tardía de la guerra de Vietnam, de la cínica y corrupta administración de Nixon, y de la revuelta de los sesenta que abrieron un abismo entre la generación joven y el establishment. Esta experiencia tardía transformo a Kennedy en una persona que, de haber permanecido viva, nos habría evitado Vietnam, la distancia que separa la generación de los sesenta frente al establishment, y así sucesivamente. (Lo que la teoría de la conspiración “reprime”, por supuesto, es el hecho doloroso de la impotencia de Kennedy: Kennedy mismo no habría sido capaz de impedir la emergencia de esta separación). La teoría de la conspiración entonces mantiene vivo el sueño de la otra América, diferente de aquella que uno llego a conocer en los setenta y los ochenta.[52]

         La posición de Hegel con respecto a la relación entre la posibilidad y la efectividad es entonces realmente refinada y precisa: posibilidad es simultáneamente menos y más que lo que su concepto implica. Concebida en su oposición abstracta con la efectividad, es una “mera posibilidad” y, como tal, coincide con su opuesto, la imposibilidad. En otro nivel, sin embargo la posibilidad ya posee una cierta efectividad en su capacidad misma de posibilidad, por eso es que ninguna otra demanda para su efectivización es superflua. En este sentido, Hegel apunta hacia la idea de que la libertad se realiza a sí misma a través de una serie de incumplimientos: cada intento particular por realizar la libertad puede fracasar; a partir de su punto de vista, la libertad permanece como una posibilidad vacía –pero el continuo esfuerzo de la libertad por realizarse a sí misma es la prueba de su “efectividad”, es decir, por el hecho de que la libertad [159] no es un “mero concepto”, sino manifiesta una tendencia que pertenece a la esencia misma de la realidad. Por otra parte, el caso supremo de la “mera posibilidad” es el “universal abstracto” hegeliano. Lo que nosotros tenemos en mente aquí es la bien conocida paradoja de la relación entre el juicio universal y el juicio de la existencia en el silogismo clásico aristotélico: el juicio de la existencia implica la existencia de su sujeto, mientras que el juicio universal puede también ser verdadero aún si su sujeto no existe, ya que esto concierne sólo al concepto del sujeto. Si, por ejemplo, uno dice “Al menos un hombre es (o: algunos hombres son) mortal” este juicio es verdadero sólo si al menos un hombre existe. Si por el contrario, uno dice “un unicornio tiene sólo un cuerno”, este juicio permanece como verdadero aun cuando no existen unicornios, en tanto esto concierne solamente a la determinación inmanente del concepto de “unicornio”. Lejos de que su relevancia se limite a las reflexiones puramente teóricas, esta separación entre lo universal y lo particular tiene efectos materiales palpables — en política, por ejemplo. De acuerdo a los resultados de la encuesta de opinión pública en el otoño de 1991, en la elección entre Bush y un candidato demócrata no especificado, el demócrata —no especificado— ganaría fácilmente. Sin embargo, en la elección entre Bush y cualquier otro individuo demócrata concreto, provisto de una cara y un nombre (Kerrey, Cuomo, u otro). Bush obtendría un fácil triunfo. En resumen, el demócrata en general gana sobre Bush mientras que Bush gana sobre cualquier demócrata concreto. Para el infortunio de los demócratas, no existe el “demócrata en general”.[53]

         El status de la posibilidad, si bien es diferente de la efectividad, no es simplemente deficiente en relación a ésta. Más bien, la posibilidad, como tal, ejerce efectos efectivos que desaparecen tan pronto como éste se “actualiza”. Tal “corto circuito” entre la posibilidad y la efectividad funciona en la noción lacaniana de la “castración simbólica”: la así denominada “ansiedad de la castración” no puede ser reducida al hecho psicológico que pesa sobre la percepción de la ausencia del pene en la mujer, pues el hombre se torna temeroso de que “él también pueda perderlo”.[54] Mejor dicho, la “ansiedad de la castración” designa el momento preciso en el que la posibilidad de la castración tiene prioridad sobre su efectividad, es decir, el momento en el que la posibilidad misma de castración, su mera amenaza produce efectos efectivos en nuestra economía psíquica. Esta amenaza, actúa como si en efecto nos castrara, marcándonos con una pérdida irreducible. Y es en este mismo “corto circuito” entre la posibilidad y la efectividad que se define la propia noción de poder: el poder es efectivamente ejercido sólo bajo la apariencia de la amenaza potencial, es decir, sólo en la medida en que no golpea plenamente, sino “que se mantiene en reserva”.[55] Baste recordar la lógica de la autoridad paternal: en el momento en que un padre pierde el control y despliega su poder total [160] (comienza a gritar, a golpear a un niño), percibimos necesariamente este despliegue como furia impotente — como un índice de su opuesto mismo. En este sentido preciso la autoridad simbólica siempre, por definición, depende de una irreducible potencialidad-posibilidad, de la efectividad que concierne a la posibilidad como posibilidad: dejamos atrás lo “crudo”, pre-simbólico real y entramos al universo simbólico en el momento en que la posibilidad adquiere efectividad propia. Esta paradoja opera en la lucha hegeliana por el reconocimiento entre el [futuro] Amo y Esclavo: decir, que, el impasse de sus luchas se resuelve por medio de la victoria simbólica del Amo y la muerte simbólica del Esclavo, equivale a decir que la mera posibilidad de la victoria es suficiente; el pacto simbólico que funciona en su lucha les permite detenerse antes de la destrucción física efectiva y aceptar la posibilidad de la victoria como su efectividad. En este sentido, también, entonces, la amenaza potencial del Amo es mucho peor que su despliegue efectivo de poder. Esto es lo que Bentham reseña en su matriz de fantasía del Panóptico: el hecho de que el Otro —la mirada en la torre central de observación— puede verme, es decir, mi radical incertidumbre en relación a si soy observado o no en cualquier momento preciso, ocasiona una ansiedad mayor que aquella estimulada por la consciencia de que soy efectivamente observado. Este excedente de lo que es “en la posibilidad más que la pura posibilidad” y en la cual se pierde su efectivización es lo real como imposible.[56]

         Es precisamente por este carácter potencial de su poder que un Amo es siempre, por definición, un impostor, es decir, alguien que ilegítimamente ocupa el lugar de la falta en el Otro (el orden simbólico). En otras palabras, la aparición de la figura del Amo es de naturaleza estrictamente metonímica: un Amo nunca está plenamente a “la altura de su concepto”, es decir, como la muerte qua “Amo absoluto” (Hegel). Él permanece para siempre como la “metonimia de la muerte”; toda su consistencia depende de la postergación, el mantenerse en reserva, de una fuerza que falsamente afirma poseer.[57] Sería un error, sin embargo, concluir —por el hecho de que cualquier persona que ocupe el lugar del Amo es un impostor y un payaso— que las imperfecciones percibidas del Amo subvierten su autoridad. Todo el artificio de “jugar el rol del Amo” consiste en saber cómo utilizar este mismo espacio (entre la “idea” del Amo y su portador empírico) a nuestro favor: el camino para un Amo para fortalecer su autoridad es precisamente el de presentarse como “un humano como el resto de nosotros”, lleno de pequeñas debilidades, una persona con la que es muy posible “hablar normalmente” cuando él no está obligado a dar voz a la autoridad. En un nivel diferente, esta dialéctica fue ampliamente explotada por la iglesia católica, que siempre estaba dispuesta a tolerar pequeñas infracciones si ellas estabilizaban [161] el reinado de la ley: la prostitución, la pornografía, etc., son pecados, pero no sólo pueden ser perdonados, sino que pueden ser elogiados si ayudan a preservar el matrimonio: mejor una visita periódica a un burdel que el divorcio.[58]

         Esta primacía de la posibilidad sobre la efectividad nos permite también articular la diferencia entre el significante fálico y el fetiche. Esta diferencia puede parecer difícil de alcanzar, ya que, en ambos casos, tenemos que vernos con un elemento “reflexivo”, que complementa la falta primordial (el fetiche llena el vacío del falo materno perdido; el falo es el significante de la misma falta de la significante). Sin embargo, como significante de pura posibilidad, el falo no está nunca completamente efectivizado (es decir, es el significante vacío que, aunque carece de cualquier significado determinado, positivo, significa la potencialidad de cualquier posible significado futuro), mientras que un fetiche siempre reclama un estatus real (es decir, pretende ser la efectivización, la sustitución del falo materno). En otras palabras, en la medida en que un fetiche es un elemento que completa la falta (materna) del falo, la definición más concisa del significante fálico es que es un fetiche de sí mismo: falo qua “significante de la castración”, como dando cuerpo a su propia falta.

Notas

[1] Capítulo 4, “Hegel’s «Logic of Essence» as a Theory of Ideology”, en Tarryng with the Negative. Kant, Hegel and the Critique of Ideology, (Duke University Press, Durham, 1993) pp. 125-161. Capítulo publicado también como “Identity and its Vicissitudes: Hegel’s Logics of Essence as a Theory of Ideology”, en Laclau, Ernesto (Ed.). The Making of Political Identities(Verso, London, 1994), pp. 40-75. (tr. Bertha Orozco y Julieta Hurtado en Ernesto Laclau, et. alDebates políticos contemporáneos: en los márgenes de la modernidad, Plaza y Valdes, México, 1998, pp. 159-199). Lo que aquí sigue es la traducción señalada, sólo se han introducido modificaciones en la terminología hegeliana y se han traducido párrafos de Tarryng with the Negative que fueron suprimidos en la versión de The Making of Political Identities.

[2] Los teólogos perspicaces conocen bien esta paradoja de la decisión que pone retroactivamente sus propias razones: por supuesto que existen buenas razones para creer en Jesucristo, pero estas razones son completamente comprensibles sólo por aquellos que previamente creen en Él.

[3] Esto mismo fue lo que ocurrió con la presidencia de Ronald Reagan: mientras más enumeraban los periodistas liberales sus equivocaciones y otros tropiezos, mas (incomprensiblemente) fortalecían sin saberlo su popularidad. En lo que respecta a la “presidencia de teflón” de Reagan. véase Joan Copjec, “The unervmoegender Other: Hysteria and Democracy in America”, New Formations, 14 (London: Routledge, 1991). En otro nivel, un caso ejemplar de este vacío que separa al S1 del S2 (i.e. el acto de la decisión desde el vínculo del conocimiento) es proporcionado por la institución del jurado. El jurado ejecuta el acto formal de la decisión, éste otorga el veredicto de la “culpa” o la “inocencia”; entonces esto se eleva al rango de la justicia para fundamentar la decisión en el conocimiento, para traducir esto en un castigo apropiado. ¿Por qué estas dos instancias no pueden coincidir, i.e. por qué no puede el juez decidir por sí mismo el veredicto? ¿No está él acaso mejor calificado que cualquier ciudadano común? ¿Por qué es repulsivo para nuestro sentido de la justicia dejar la decisión en manos de un juez? Para Hegel, el jurado encarna los principios de la libre subjetividad: el hecho crucial acerca del jurado es que éste involucra a un grupo de ciudadanos quienes supuestamente son semejantes al acusado y quienes son seleccionados por un sistema de sorteo:  ellos representan a “cualquiera”. El punto es que puedo ser juzgado sólo por mis pares, no por un agente superior hablando en nombre de algún conocimiento inaccesible más allá de mi alcance y comprensión. Al mismo tiempo, el juicio implica un aspecto de la contingencia que interrumpe el principio del fundamento suficiente. Si el problema de la justicia fuese sólo el ser la aplicación correctiva de la ley, sería mucho más apropiado para el juez decidir sobre la culpa o la inocencia. Al confiar el veredicto, el momento de la incertidumbre se preserva; hasta el final no podemos estar seguros cómo será el enjuiciamiento, así que su pronunciamiento actual siempre nos afecta como una sorpresa.

[4] La paradoja, por supuesto, consiste precisamente en el hecho de que, no hay nada detrás de la serie de rasgos positivos, observables: el status de aquel misterioso je ne sais quoi [no sé qué] que me hace enamorar es ultimadamente una pura apariencia. En esta línea, podemos ver como un sentimiento “sincero” esta necesariamente basado en una ilusión (¿Estoy “realmente”, “sinceramente”, enamorado? sólo en la medida en que creo en tu agalma secreto; i.e. en la medida en que creo que hay algo detrás de la serie de características observables).

[5] En relación a la “Tesis de la Incorporación”, véase Henry E. Allison. Kant’s Theory of Freedom (Cambridge: Cambridge University Press, 1990)

[6] El procedimiento inverso también es falso, la atribución de la responsabilidad personal y la culpa que nos libera de la tarea de indagar bajo las circunstancias concretas el acto en cuestión. Baste recordar la práctica moral-mayoritaria de atribuir un carácter moral a la más alta criminalidad entre los afroamericanos (“disposiciones criminales”, “insensibilidad moral”, etc.): esta  atribución excluye cualquier análisis de las condiciones sociales concretas, económicas y políticas de los afroamericanos.

[7] Cuando deseamos la X, siempre nos identificamos a nosotros mismos con cierta auto-imagen (“el yo ideal”) de nosotros mismos como deseando la X. Por ejemplo, cuando estamos embelesados por un viejo melodrama y nos conmueve hasta las lágrimas por los eventos en la pantalla, no hacemos esto de manera inmediata; primero nos identificamos con la imagen de un espectador “ingenuo” que llora por este tipo de película. En este preciso sentido, nuestra imagen del yo-ideal es nuestro síntoma; es la herramienta por medio de la cual organizamos nuestros deseos: el sujeto desea por medio de un síntoma del yo. Lo que tenemos aquí es entonces otro ejemplo de la inversión retórica hegeliana en Lacan: podemos identificarnos con el deseo del otro ya que nuestro deseo como tal es ya el deseo del otro (en todos sus significados: nuestro deseo es un deseo de ser deseado  por el otro, i.e. un deseo por el deseo del otro; lo que experimentamos como nuestro más profundo deseo está estructurado por el Otro descentrado, etc.). Para desear, el sujeto tiene que identificarse con el deseo del otro.

[8] Ver Capítulo 1 de Tarryng with the Negative. La prueba última de cómo esta reflexividad del deseo que constituye la “autoconciencia” no sólo no tiene nada que ver con la auto-transparencia del sujeto sino es precisamente su opuesto: i.e., involucra el desgarramiento radical del sujeto que es suministrado por la paradoja del amor-odio. La maquinaria publicitaria de Hollywood usada para describir a Erich Von Stroheim quien, en los treinta y cuarenta representó regularmente a los oficiales alemanes sádicos, como “un hombre al que te encantaría odiar”; “amar odiar” a alguien significa que esta persona se ajusta perfectamente a la imagen del chivo expiatorio que atrae nuestro aborrecimiento. El extremo opuesto del espectro, la femme fatale en el universo negro, es claramente una mujer a la que uno “odia amar”: conocemos su maldad; es contra nuestra voluntad que nos vemos forzados a amarla, y nos odiamos por ello. Este “odiar amar” registra claramente una cierta división radical entre nosotros mismos, la escisión entre el lado de nosotros que no puede resistir el amor y la otra parte que encuentra a este amor abominable. Por otro lado, casos tautológicos de esta reflexividad del amar-odiar no son menos paradójicos. Cuando, por ejemplo, yo digo a alguien que “odio amarte”, esto de nueva cuenta apunta  hacia una división: realmente te amo, pero por ciertas razones estoy obligado a odiarte, y me odio por esto. Aun cuando la tautología positiva “amo amar” oculta a su opuesto: cuando la empleo, debe usualmente ser leída como “yo am(aría) amarte… (pero no puedo ya más)”; i.e. como expresando una buena voluntad, sin embargo la cosa está ya cerrada. En resumen, cuando un esposo o una esposa le dice a su cónyuge “amo amarte”, uno puede estar seguro de que el divorcio está a la vuelta de la esquina.

[9] Sobre la lógica del “no-todo”, véase a Slavoj Žižek, For They Know Not What They Do. (London; Verso 1991), especialmente el capítulo 3.

[10] Véase Judith Butler, Gender Trouble (New York: Routledge, 1990), el hasta ahora más radical intento para mostrar cómo cada soporte “presupuesto” de la diferencia sexual (en la biología, el orden simbólico, etc.) es en última instancia un efecto contingente, el efecto performativo retroactivo; es decir que siempre está ya “puesto”. Uno está tentado a resumir sus resultados en la irónica conclusión de que las mujeres son hombres enmascarados como mujeres y los hombres son mujeres que se esconden en la hombría para ocultar su propia femineidad. Mientras que Butler abre el estancamiento de las formas estándares para establecer las diferencias sexuales, uno puede sólo admirar su ingenio; los problemas surgen al final, en la parte “programática” de su libro en donde abre un proyecto positivo de un ilimitado juego performativo de construcción múltiple de posiciones de sujetos que subvierten cada identidad fijada. Lo que se pierde por esto es la dimensión designada por el título mismo del libro, es decir, el problema del género: el hecho de que la sexualidad es definida por un “problema” constitutivo, un estancamiento traumático, y que cada formación performativa no es sino un intento por reparar este trauma. Lo que uno tiene que lograr es por lo tanto una simple reversión auto-reflexiva de lo negativo en lo positivo: hay siempre problemas con el género. ¿Por qué? Porqué el género como tal es una respuesta al “problema” fundamental: La diferencia sexual “normal” constituye en sí misma un intento por evitar un impasse.

[11] Jacques Lacan, Le seminaire, livre XX: Encore (Paris: Editions du Seuil, 1975) p. 85. En consecuencia, la declaración de Lacan de que “no hay relación sexual” no contiene una normatividad oculta, una norma implícita de la imposibilidad de lograr una heterosexualidad “madura” —ante cuyos ojos el sujeto es siempre por definición culpable. Exactamente lo contrario, el señalamiento de Lacan es que en el dominio de la sexualidad, no es posible formular ninguna norma que deba guiarnos con derecho legítimo a la validez universal. Cada intento por formular semejante norma es un intento secundario para remediar un impasse “originario”. En otras palabras, Lacan no cae en la trampa de invocar a un superyó cruel que “sabe” que el sujeto no es capaz de alcanzar sus demandas (marcando de esta manera el ser mismo del sujeto con una culpa constitutiva). La relación del sujeto lacaniano con la ley simbólica no es una relación de un agente cuya demanda el sujeto nunca puede satisfacer completamente. Tal relación con el otro de la Ley, usualmente asociado con el Dios del Antiguo Testamento o con la Deidad Jansenista oscura, implica que el Otro “sabe” lo que éste quiere de nosotros y que sólo somos nosotros quienes no podemos percibir la voluntad inescrutable del Otro. Con Lacan, sin embargo, el Otro mismo de la Ley no sabe lo que quiere.

[12] Para una lectura en detalle de la lógica hegeliana de la reflexión, véase Slavoj Žižek The Sublime Object of Ideology (London: Verso, 1991), especialmente el capítulo 6 (Existe traducción al español editada por Siglo XXI).

[13] En eso consiste la crucial debilidad del libro Hegel’s Idealism de Robert Pippin (Cambridge: University Press, 1988), que por lo demás anuncia una nueva época en los estudios hegelianos. Su intención fundamental no es sólo la reafirmación de la permanente relevancia de la lógica dialéctica de Hegel, en contra de la aproximación “historicista” generalizada (la cual rechaza la lectura “metafísica” de Hegel —la lógica dialéctica— como un mastodonte desesperadamente obsoleto, y en lugar de esto argumenta que la única cuestión “aún viva” en Hegel debe encontrarse en los análisis socio-históricos concretos de la Fenomenología del espíritula Filosofía del derecho, la Estética, etc.), sino busca mostrar que la única manera de captar esta relevancia conduce de nueva cuenta a Kant. Ya que aun cuando la posición de Hegel de ninguna manera implica una regresión a la ontología metafísica “pre-crítica” de lo Absoluto, ésta permanece confinada completamente al criticismo kantiano: el idealismo especulativo de Hegel es el cierre del criticismo kantiano. En este sentido, el proyecto de Pippin merece un completo apoyo. Y sin embargo, Pippin cae en el punto crucial: en su tratamiento de la lógica de la reflexión. El resultado final de su análisis es que estamos ultimadamente condenados a la antinomia de la reflexión que pone y la externa, como resultado, repudia la “reflexión determinante” como una formula metafórica vacía, un intento fallido de salir de esta antinomia.

[14] Hegel. Science of Logic (Atlantic, Highlands: Humanities, Press International 1989) p. 441. [Ciencia de la Lógica, Tr. Félix Duque, p. 493] Ya que nuestra preocupación aquí está limitada por la estructura paradójica del concepto de contradicción, abandonamos o dejamos de lado la diferencia entre la diferencia y la oposición, i.e. el papel de mediación de la oposición entre la diferencia y la contradicción.

[15] La elección del ejemplo de Hegel —“el padre, la función simbólica par excellence”— no es, por supuesto, de ninguna manera, accidental o neutral. Fue ya Santo Tomas de Aquino quien evocó la paternidad cuando argumentaba que para sobrevivir tenemos que aceptar la palabra del otro por cosas de las que nosotros mismos no somos testigos: “si el hombre se rehúsa a creer cualquier cosa a menos que el mismo la supiera, entonces seria, completamente imposible vivir en este mundo. ¿Cómo podría una persona vivir si no creyera en alguien? ¿Cómo podría aun aceptar el hecho de que un cierto hombre es su padre?” (The Pocket Thomas [New York: Washington Square Press, 1960] p. 286). Esto en contraste con la maternidad (como fue apuntado por Freud en su Moisés y la religión monoteísta), establece la paternidad desde el principio mismo, como un asunto de creencia i.e. un hecho simbólico. Como tal el Nombre-del-Padre ejerce su autoridad sólo frente al antecedente de la confianza de la palabra del Otro.

[16] ¿Y qué con el cuarto término del álgebra Lacaniana, a? El objeto a minúscula designa precisamente el esfuerzo de procurar para el sujeto un soporte positivo de su ser mas allá de la representación que lo significa: por medio de la relación-fantasía hacia a, el sujeto ($) adquiere un sentido imaginario de su “plenitud del ser”, de lo que el “verdaderamente es” independientemente de lo que él es para los otros, i.e. sin importar su lugar en la red simbólica intersubjetiva.

[17] Los Grundrisse de Marx, seleccionado y editado por David McLellan (London: Macmillan, 1980) p. 99.

[18] ¿Era Chaplin consciente de la ironía del hecho de que Austria, la primera víctima de Hitler fue desde 1934 (i.e., a partir del golpe de estado derechista de Dolfuss) un estado corporativo proto-fascista? y ¿no es lo mismo para The Sound of Music donde la fuerza opuesta al fascismo asume la forma del auto-suficiente provincialismo austriaco, i.e. donde la lucha político-ideológica entre el fascismo y la democracia es ultimadamente reducida a la lucha entre dos fascismos, uno abiertamente bárbaro y el otro que mantiene aún un “rostro humano”?

[19] De esta manera hagan lo que hagan los ex-comunistas, están perdidos, si ellos se comportan agresivamente muestran su verdadera naturaleza; si se portan bien y siguen sus reglas democráticas, son aún más peligrosos ya que ocultan su verdadera naturaleza.

[20] La película de ciencia ficción Hidden proporciona en su misma ingenuidad, una de las “puestas en escena” más aguda de semejante materialización de una relación conceptual: la vida cotidiana continúa en la California de hoy, hasta que el personaje principal se pone sus lentes verdes especiales y ve el verdadero estado de las cosas —los mandatos ideológicos, invisibles a la mirada ordinaria consciente, i.e. las inscripciones “¡haz esto!”, “¡compra aquello…!” que bombardean al sujeto por todas partes. La fantasía de la película es que nos proporciona unos lentes que literalmente nos permiten “ver la ideología” como servidumbre voluntaria; percibir los mandatos ocultos que seguimos cuando nos experimentamos como individuos libres. “El error” de la película, por supuesto, es hipotetizar la existencia material ordinaria de los mandatos ideológicos: su status es en realidad el de relaciones simbólicas —son sólo sus efectos— los que tienen existencia material (en otras palabras, Hidden realiza en una forma ligeramente modificada la clásica fantasía de la ideología de la Ilustración como el argumento de la casta clerical que, en los intereses de aquellos en e1 poder, engañan conscientemente a la gente).

[21] Véase J. N. Findlay Kant and the Transcendental Object (Oxford: Clarendon Press 1981) pp. 261-7.

[22] Debemos tener en cuenta aquí que Kant está obligado a hipotetizar la existencia del éter por medio del marco fantasmatico fundamental de su filosofía, a saber, la lógica de “la oposición real”, el éter es entonces inferido como el necesario opuesto positivo de la cosa “ordinaria” ponderable-comprensible-cohesionable-agotable.

[23] Vase Louis Althusser et al., Reading Capital (London: New Lett Books, 1970) p. 186-9.

[24] Este señalamiento fue primeramente hecho por Beatrice Longuenesse en su excelente trabajo Hegel et la critique de la métaphysique (Paris: Vrin, 1981).

[25] Véase Pierre Macherey, Hegel ou Spinoza? (Paris: Maspero, 1975).

[26] Karl Marx, “Eighteenth Brumaire of Louis Bonaparte”, en Karl Marx, Frederick C. K. Engels, Collected Works Vol. 11, (London: Lawrence and Wishart, 1979) p. 103. N. de T.: La cita referida a Marx es la traducción tomada de: Karl Marx El 18 brumario de Luis Bonaparte. Barcelona, Ariel, 1968, p. 11.

[27] Wirklichkeit (efectividad o realidad efectiva) es el término utilizado por Hegel. En inglés. Zizek usa el término actuality (que podría traducirse por “actualidad”)siguiendo la traducción de A.V. Miller. (N.T.)

[28] En su referencia sobre al “alma bella hegeliana”, Lacan comete un error profundamente significativo al condensar dos diferentes “figuras de la conciencia”. Él se refiere al alma bella como aquel quien en nombre de la ley del corazón, se revela en contra de las injusticias del mundo (véase, por ejemplo, Ecrits: A Selection, traducido por A. Sheridan (London: Tavistock, 1977 p. 80). Con Hegel, sin embargo, el “Alma Bella”, y la “Ley del Corazón” son dos figuras totalmente distintas, la primera designa la actitud histérica de deplorar las formas malvadas del mundo mientras participa activamente en su reproducción (Lacan está totalmente justificado al aplicarle esta denominación a Dora, el ejemplar caso de histeria de Freud). La “Ley del Corazón y el Frenesí del Auto-Engaño”, por el otro lado, claramente se refiere a la actitud psicótica i.e. a un auto-proclamado salvador quien imagina su Ley interna como la Ley de todos y por lo tanto busca imponerla. A fin de explicar por qué el mundo (su ambiente social) no sigue sus preceptos, recurre a construcciones paranoicas, a cierto complot de fuerzas obscuras (como en el rebelde Ilustrado que culpa al clero reaccionario de propagar supersticiones como la causa del fracaso de sus esfuerzos por ganar el apoyo del pueblo). El desliz de Lacan es más misterioso por el hecho de que esta diferencia entre el Alma Bella y la Ley del Corazón puede ser formulada perfectamente por medio de las categorías elaboradas por el mismo Lacan: el Alma Bella histérica claramente es ubicada dentro del gran Otro, éste funciona como una demanda del Otro dentro de un campo intersubjetivo; mientras que el psicótico aferrándose a la Ley del Corazón de uno, implica precisamente rechazo, una suspensión, de lo que Hegel refiere como la “substancia espiritual”.

[29] Véase Kant, The Critique of Pure Reason, trads. Norman Kemp Smith (New York: St. Martin’s Press 1965) CPR, A 584-603.

[30] La existencia en el sentido de la realidad empírica es entonces la oposición misma del real lacaniano: justamente en la medida en que Dios no “existe” como parte de la realidad experiencial, empírica, Él pertenece a lo Real.

[31] Jacques Lacan, Le séminare, livre XX: Encore (Paris: Editions du Seuil, 1975) p. 32.

[32] Este punto fue articulado en coda su autoridad filosófica por Georg Lukacs en su History and Class Consciousness (London: NLB 1969).

[33] Que Kant mismo tuvo una premonición de este vínculo entre la existencia y la auto-relación se atestigua por el hecho de que en la Critica de la razón pura confirió a la síntesis dinámica (lo que concierne también a la existencia no sólo a los predicados) un carácter regulativo.

[34] El papel de la fantasía en la perversión y en la neurosis ofrece un caso ejemplar de este pasaje del en-sí al para-sí que se desarrolla en la clínica psicoanalítica. Un perverso inmediatamente “vive” su fantasía, la representa, es por ello que no guarda hacia ella una relación de “reflejo”. Él o ella no se relacionan hacia esto como fantasía. En términos hegelianos: la fantasía no se “pone” como tal, es simplemente su “en-sí mismo”. La fantasía de la histérica por otra parte es también una fantasía perversa, pero la diferencia consiste no sólo en el hecho de que una histérica se relaciona con ella de manera reflejada, “mediada”, vulgari elocuentia, sino que él o ella “sólo fantasean acerca de lo que un perverso está haciendo en realidad”. El punto crucial es que, dentro de la economía histérica la fantasía adquiere una función diferente, deviene parte de un delicado juego intersubjetivo; por medio de la fantasía una histérica oculta su ansiedad mientras que al mismo tiempo la está ofreciendo como una atracción hacia el otro para quien el teatro histérico es representado.

[35] Esta intercambiabilidad puede ser además ejemplificada por la ambigüedad relativa al estatuto causal preciso del trauma en la teoría psicoanalítica: por una parte, uno está completamente justificado al aislar el “trauma original” como el fundamento último que provocó la reacción en cadena del resultado final del cual es la formación patológica (el síntoma); por otra parte, para que el evento X funcione como “traumático” en primer lugar, el universo simbólico del sujeto ha tenido (ya) que haber sido estructurado en una cierta manera.

[36] Vease Fredric Jameson, “Reification and Utopia in Mass Culture”, en Signatures of the Visible (New York: Routledge, 1991).

[37] En este preciso sentido Lacan concibe al Significante-Amo como un significante “vacío”, un significante sin significado: un contenedor vacío que reacomoda el contenido previamente dado. El significante “judío” no agrega ningún nuevo significado: todo su contenido significado positivo es derivado de los elementos que se dan previamente que no tienen absolutamente nada que ver con los judíos como tales. Solo los “convierte” en una expresión del judaísmo como fundamento. Una de las consecuencias que deben ser obtenidas, es que, en el intento por proporcionar una respuesta a la pregunta “¿Por qué precisamente los judíos fueron seleccionados para jugar el rol de chivo expiatorio en la ideología antisemita?”, podemos sucumbir fácilmente ante la trampa misma del anti-semitismo, buscando algunas características misteriosas en ellos, como si fueran predestinados para tal rol: el hecho de que los judíos fueron escogidos para el rol “judío” ultimadamente es contingente. Como fue señalado por la bien conocida broma anti anti-semita “los judíos y los ciclistas son responsables de todos nuestros problemas. ¿Por qué los ciclistas? ¿POR QUÉ LOS JUDÍOS?”

[38] Findlay, Kant and the Transcendental Object, p. 187.

[39] Ibid., p. 1.

[40] Debemos aquí estar atentos a cómo una simple inversión simétrica provoca un resultado asimétrico, irreversible, no-especular. Es decir, cuando la declaración “el judío es explotador, intrigante, sucio, lascivo…” es invertida, a explotador, intrigante, sucio, lascivo… porque es “judío”; no declaramos el mismo contenido en otra forma. Algo nuevo se produce de esta manera, el objet petit a, aquello que es “en el judío más que el judío mismo” y a cuenta del cual, el judío es lo que fenoménicamente es. Esto es a lo que equivale “el retomo hegeliano de la cosa a sí misma en sus condiciones”: la cosa retorna a sí cuando reconocemos en sus condiciones (propiedades) los efectos de un fundamento trascendente.

[41] En cuanto a esta excepción, véase Monique David-Menard, La folie dans la raison pure (Paris: Vrin, 1991) pp. 154-5.

[42] Kant, Critique of Pure Reason, B 199.

[43] Ibid., B 223.

[44] Este antagonismo irreductible del ser y el devenir proporciona así, la matriz para la solución de Hegel al enigma kantiano de la cosa-en-sí: La cosa-en-sí es en la modalidad del “ser” lo que el sujeto es en la modalidad del “devenir”.

[45] Hegel’s Science of Logic, p. 545. Lo que encontramos en el cuarteto factualidad-posibilidad-contingencia-necesidad es entonces la repetición en un nivel más alto más concreto, del inicial cuarteto del ser-nada-devenir-ser determinado: la contingencia es el “paso” de la posibilidad a la efectividad, mientras que la necesidad designa a su unidad estable.

[46] Véase Žižek, For They Know Not What They Do, Capitulo 5; y también Slavoj Žižek, Enjoy Your Symptom (New York: Routledge, 1992) Capítulo III.

[47] Esta oposición kierkegaardiana del “devenir” y el “ser” quizás acecha en el antecedente de la figura recurrente de Heidegger a propósito de la diferencia ontológica, particularmente la verbalización tautológica de la sustantiva: “la mundanización del mundo” etc. “la mundanización del mundo” designa precisamente al “mundo en su devenir”, en su posibilidad que no está concebida como un modo deficiente de la efectividad: la diferencia ontológica es entre la efectividad (óntica) y su posibilidad (ontológica), i.e. este excedente de posibilidad que se pierde en el momento en que la posibilidad se efectiviza. En otro nivel, “el ordenamiento del orden [político]”, puede decirse que designa el proceso “abierto” de la formación de un nuevo orden, el “desasosiego” del devenir (resumido, en el caso de Rumania por el hueco en el centro de la bandera, previamente ocupado por la estrella roja, el símbolo comunista), que desaparece, y se torna invisible en el momento en que un nuevo orden es establecido por la vía de la emergencia de un nuevo Significante-Amo.

[48] Esta indecidibilidad también concierne a la Fenomenología del espíritu de Hegel, (Oxford: OUP, 1977): Uno sólo tiene que tener en mente que el conocimiento cerrado, absoluto coincide con el punto de partida de La Lógica, el punto sin las presuposiciones, el punto del no conocimiento absoluto, en el cual todo es capaz de expresar el ser vacío, la forma de la nada. El camino de la Fenomenología aparece entonces como lo que es: un proceso del olvido, i.e. lo opuesto mismo del “recuerdo” gradual, progresivo, de la historia entera del Espíritu. La Fenomenología funciona como la “introducción” al propio sistema en la medida en que, y por medio de ella, el sujeto tiene que aprender a borrar la falsa plenitud del contenido-no conceptual (representacional) —todas las presunciones no reflexivas— a fin de ser capaz finalmente, de comenzar de la nada (ser que es). Esto va en contra del antecedente de que uno puede concebir la re-emergencia del término “esqueleto” de la última página de la Fenomenología, donde Hegel designa su itinerario como el “Calvario del Espíritu Absoluto” (Phenomenology of Spirit, p. 493). Porque el significado literal del término alemán para el Calvario, Schaedelstaette, es “el lugar de los esqueletos”. El juicio infinito del “Espíritu es un hueso” (un esqueleto) adquiere entonces una dimensión algo inesperada: lo que es revelado al espíritu en la mirada retrospectiva de su Er-Innerung, memoria introspectiva, son los esqueletos dispersos de las pasadas “figuras de la conciencia”. La desgastada formula hegeliana de acuerdo a la cual el Resultado, en su abstracción del camino que lo condujo a él, es un cadáver, tiene que ser invertido de nuevo: el “camino” mismo es delimitado por los esqueletos dispersos.

[49] Véase capítulo 1 de Slavoj Zizek, Looking Awry (Cambridge: MIT Press, 1991).

[50] ¿No es la realidad virtual generada en la computadora un caso ejemplar de la realidad concebida a través del rodeo de su virtualización, i.e. de una realidad generada completamente a partir de sus condiciones de posibilidad?

[51] Baste recordar aquí las reflexiones de Kant sobre el significado de la Revolución Francesa: La creencia en la posibilidad de un orden social racional y libre, probada por la respuesta entusiasta del público ilustrado hacia la Revolución Francesa, la efectividad de la libertad, de una tendencia hacia la libertad como un hecho antropológico. Véase Immanuel Kant. The Conflict of the Faculties (Lincoln and London: University of Nebraska Press, 1992) p. 153.

[52] Esto, desde luego, es una lectura izquierdista de la teoría conspiratoria del asesinato de Kennedy; cuyo reverso es que el trauma de la muerte do Kennedy expresa la nostalgia conservadora por la autoridad que no fuese una impostura; o, citando uno de los comentarios del aniversario de la guerra de Vietnam: “En algún lugar dentro de la generación que ahora toma el poder, Vietnam puede haber instalado la sospecha, de que el liderazgo y la autoridad son un fraude. Esta visión puede tener efectos sutilmente publicitarios sobre el desarrollo moral. Si los hijos no aprenden a ser padres, una nación puede producir políticos que se comportan menos como líderes maduros que como familiares inadecuados, hermanastros con problemas personales.” Sobre este fondo, es fácil percibir en el mito de Kennedy, la creencia de que él fue un “líder maduro”, la última figura de autoridad que no fue un fraude.

[53] Otro caso ejemplar de esta naturaleza paradójica de la relación entre lo posible y lo efectivo, es la candidatura del Senador Edward Kennedy para la nominación presidencial en 1980: mientras su candidatura todavía estaba en el aire, todas las encuestas lo mostraban como tácito ganador sobre cualquier rival democrático; sin embargo en el momento en el que él anuncia públicamente su decisión de lanzarse por la nominación, su popularidad cayó en picada.

[54] Lo que equivale en última instancia a esta noción de castración femenina, es una variación del célebre viejo sofisma griego, “lo que no tienes, lo has perdido; no tienes cuernos, entonces los has perdido”. Para evitar la conclusión de que este sofisma puede ser descartado como razonamiento falso inconsecuente —es decir, para tener un presentimiento de la ansiedad existencial que puede pertenecer a esta lógica— baste recordar el Hombre-lobo, el analizando ruso de Freud, que sufría de una idée fixe hipocondríaca. Se quejaba de ser víctima de una herida nasal causada por electrolisis; sin embargo, cuando los exámenes dermatológicos minuciosos establecieron que nada estaba mal en su nariz, esto desencadena una ansiedad insoportable en él: “cuando se le dijo que no se podía hacer nada por su nariz porque no había nada malo en ella, se sintió incapaz de continuar viviendo en lo que consideraba su estado irreparablemente mutilado” (Muriel Gardiner, The Wolf-Man and Sigmund Freud [Hardmondsworth: Penguin, 1973] p. 287). La lógica aquí es exactamente la misma que en el viejo sofisma griego: si no tienes cuernos, los perdiste; si nada se puede hacer, entonces la pérdida es irreparable. Dentro de la perspectiva lacaniana, desde luego, este sofisma apunta hacia el rasgo fundamental de un orden estructural/diferencial radical: la insoportable falta absoluta emerge en el propio punto en que la falta misma está faltando.

[55] Por lo que concierne a esta potencialidad que pertenece a la actualidad misma del poder, véase Žižek, For They Know Not What They Do, Capitulo 5.

[56] Otra faceta de esta tensión dialéctica entre posibilidad y efectividad es la tensión entre un concepto y su efectivización: el contenido de un concepto puede hacerse efectivo sólo en la forma de la insuficiencia del concepto. Recordemos el reciente bestseller sobre historias alternativas de Robert Harris Fatherland (Londres: Hutchinson, 1992): su acción tiene lugar en 1964, con Hitler habiendo ganado la Segunda Guerra Mundial y extendiendo su imperio desde el Rin hasta los montes Urales. El truco de la novela radica en poner en escena lo que efectivamente se ha llevado a cabo hasta el día de hoy, pero como resultado de la victoria de Hitler: después de su victoria, Hitler organizó Europa Occidental en una “Comunidad Europea”, una unión económica con doce monedas bajo el dominio del marco alemán, cuya bandera consta de estrellas amarillas sobre un fondo azul (¡documentos alemanes de los tempranos años cuarenta en realidad contienen dichos planes!). Por tanto, la lección de la novela es que la “noción” de la Europa nazi se realizó a sí misma bajo la apariencia de la propia derrota “empírica” del nazismo.

[57] La pregunta clave aquí es cómo esta problemática del Amo como metonimia de la muerte se ve afectada por el cambio introducido por el Lacan tardío hacia la jouissance, que implica la separación de la figura paterna en el Nombre-del-Padre, la autoridad simbólica pura más allá del goce (el gran Otro es, por definición, más allá del goce — “el gran Otro no huele”, como podríamos decirlo), y el Padre-gozador (Le Père-jouissance): ¿el Padre obsceno qua Amo que goza aún funciona como “metonimia de la muerte”, o él, más bien personifica la “vida más allá de la muerte”, el inmortal sustancia, indestructible del goce?

[58] Es en este contexto que uno es capaz de medir el efecto subversivo de una característica personal de Lacan que ha sido señalada por aquellos que lo conocieron. Como es bien sabido, cultivó cuidadosamente la imagen de sí mismo como ser insoportable, exigente al punto de la crueldad; sin embargo, al mismo tiempo aparecía como alguien ingenioso y excéntrico; aquellos que lo conocieron trataron de penetrar en la “persona real” detrás de esta máscara pública, impulsados por el deseo de la garantía tranquilizadora de que, bajo la máscara, Lacan era “humano como el resto de nosotros.” Sin embargo, les aguardaba una mala sorpresa: lo que ellos encontraban “detrás de la máscara” no era a ninguna “persona cálida normal”, ya que incluso en privado, Lacan se apegaba a su imagen pública; actuaba exactamente de la misma manera, mostrando la misma mezcla de cortesía y exigente crueldad. El efecto de esta extraña coincidencia entre la máscara pública y la persona privada era exactamente lo contrario de lo que cabría esperar (la obliteración de todas las características “patológicas” particulares; su completa identificación con el papel público simbólico): el propio rol público simbólico, por así decirlo, se desplomó en la idiosincrasia patológica, convirtiéndose en una marca personal contingente.

https://nochedelmundo.wordpress.com/2017/03/06/la-logica-de-la-esencia-de-hegel-como-una-teoria-de-la-ideologia-por-slavoj-zizek/


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