Frónesis v.10 n.3 Caracas dic. 2003
La Revolución. Prolegómenos
Elida Aponte Sánchez
Instituto de Filosofía del Derecho
Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas
Universidad del Zulia
Maracaibo – Venezuela
Telfax 58-261-7596657
elidar@telcel.net.ve
Resumen
Inicia este artículo una serie en la cual reflexionaremos sobre La Revolución, en tiempos cuando la palabra parece inundar todos los espacios de nuestra vida cotidiana. En él introduciremos algunos de los temas que constituyen las grandes cuestiones en la reflexión sobre la revolución, refiriéndola especialmente a sus aspectos: político, social y jurídico. La revisión doctrinaria, la reconstrucción del hilo histórico y la confrontación con la realidad nos permitirán, al término de la serie o zaga de artículos, responder la pregunta de si la autodenominada Revolución Bolivariana es una auténtica revolución y si pueden esperarse de ella resultados favorables para el conglomerado social. La misión propuesta no será fácil pero es inaplazable abordar desde la filosofía (no exclusivamente), con espíritu crítico y sin prejuicios el tema de mayor importancia en el acontecer político venezolano.
Palabras clave: Revolución, violencia, derecho, política.
The Revolution Prolegomena
This article is the first in a series of reflections on revolution, at a time when the word revolution seems to invade every space in our daily lives. We introduce certain themes which form port of the reflections in relation to this concept and refer specifically to political, social and judicial aspects. A doctrinary review, the reconstruction of the historic development and a confrontation with reality permit us, through a series of articles, to respond to questions as to whether the so-called Bolivarian Revolution is an authentic revolution and whether ot not we can expect favorable results from it for the social conglomerate. The proposed mission is not easy but it is necessary to confront this theme from a philosophical perspective (not exclusively), with a critical spirit and without prejudice, due to its importance in the Venezuelan politic situation.
Key words: Revolution, violence, rights, politics.
Recibido: 09-10-2003 · Aceptado: 07-11-2003
1.¿Qué es una revolución?
Revolución es una palabra de amplia aplicación. Se habla de revolución política o científica o industrial o jurídica o técnica, para referir situaciones que no son más que mutaciones históricas que se sitúan en una zona intermedia entre la política y la espiritual, tal y como lo expresa Oswaldo Marquet, refiriéndose a Hannah Arendt (1989:11). En sus orígenes la palabra revolución fue un término astronómico que logró relevancia en las ciencias naturales, con una obra de Copérnico que trata sobre la revolución en el espacio celeste o sideral (De revolutionibus orbium coelestium). Hoy, la palabra revolución –desde el punto de vista político– confronta a la historia con las promesas incumplidas.
El tema de las revoluciones, desde el punto de vista histórico, no es un tema nuevo. Aristóteles lo había tratado en el Libro Octavo de su Política. En dicho libro, el estagirita, refiere las dos causas principales de revoluciones en el mundo y dos direcciones revolucionarias opuestas: la demagogia y la oligarquía. La causa primera de las revoluciones – nos dice – la encontramos en todos los sistemas políticos, por la diversidad de todas las constituciones, ya que todos los sistemas políticos, por diversos que sean, reconocen ciertos derechos y una igualdad proporciona entre los ciudadanos, pero todos en la práctica se separan de esta doctrina.
La demagogia ha nacido – sostiene Aristóteles – casi siempre del empeño de hacer absoluta y general. Una igualdad que sólo será real y positiva en ciertos conceptos, porque todos son igualmente libres se ha creído que debían serlo de una manera absoluta. La oligarquía ha nacido del empeño de hacer absoluta y general una desigualdad que sólo es real y positiva en ciertos conceptos, porque siendo los hombres desiguales en fortuna han supuesto que deben serlo en todas las demás cosas y sin limitación alguna. Los unos, firmes en esta igualdad, han querido que el poder político, con todas sus atribuciones, fuera repartido por igual; los otros, apoyados en esta desigualdad, sólo han pensado en aumentar sus privilegios, porque esto equivalía a aumentar la desigualdad.
Es por ese camino que Aristóteles llega a formular la siguiente conclusión de carácter general: la desigualdad es siempre, lo repito, la causa de las revoluciones, cuando no tienen ninguna compensación los que son víctimas de ellas.
Sin embargo, Aristóteles no consideró las revoluciones, acontecimientos ajenos a la dinámica interna de la política. Al contrario, las consideró consustanciales con el ciclo histórico y al mismo tiempo natural, de nacimiento, crecimiento y decadencia de las formas políticas. Misma concepción compartida por Platón.
Desde el punto de vista jurídico, la revolución, aunque no asuma las proporciones ni las formas de la guerra civil, es una guerra en la comunidad estatal (Santi, 1964:376).
La analogía con la guerra no debe oscurecer el hecho de que la revolución es, por definición, y a diferencia de la guerra, jurídicamente ilícita, por lo menos lo es respecto del derecho que ella quiere socavar, derrocar, no ante el derecho que ella puede lograr constituir. La revolución, a diferencia de la guerra, no puede asumir los caracteres de un instituto jurídico, es decir, no puede ser regulada en su procedimiento por los poderes estatales que ella tiende a subvertir y a derrocar. Pero aunque la revolución sea un hecho antijurídico respecto del sistema contra el cual irrumpe, la revolución es una organización estatal en embrión, de modo que toda la revolución implica diversas instituciones, coordinadas entre sí en una organización unitaria que, cuando se la considera en sí y por sí, independientemente de la valoración que de ella hace el derecho estatal vigente, tiene todos los caracteres de un ordenamiento jurídico (Ibíd.: 378).
Desde el punto de vista sociológico, sin embargo, la revolución no es simplemente la sustitución de una elite de poder por otra; es también una reestructuración más o menos profunda del poder difuso, es decir, de las relaciones interindividuales de poder entre todos los asociados. Pero, como tales relaciones de poder son coextensivas a una serie de determinadas relaciones jurídicas, económicas y sociales, quienes consideran que tales relaciones integran el fenómeno de las clases sociales, pueden, en consecuencia, afirmar con razón, en este sentido, que una revolución produce un desplazamiento del poder de una clase a otra, aun cuando naturalmente en el seno de una y de otra clase tienda siempre a surgir el leadership de una elite de poder que exprese más o menos adecuadamente los intereses de estas clases (Melotti, 1965:10).
A los aspectos político, filosófico y sociológico de la revolución se refieren otros autores. Delgado Ocando considera la revolución, desde el punto de vista político, como la modificación violenta de los fundamentos jurídicos de un Estado. Es la revolución, para este sus filósofo, una técnica de modificación. Dicha técnica supone una cierta organización estatal en embrión. Desde el punto de vista filosófico, la revolución es la justicia social en acto, realizada para operar la verdad práctica y para sancionar a los responsables del viejo orden. Sociológicamente, la revolución es un hecho social que no rompe la continuidad de la historia, sino que condensa en la coyuntura del tránsito a lo nuevo, el complejo de factores que la han hecho posible (1969:26).
Para Hebert Marcuse (1969:142) una revolución es el derrocamiento de un gobierno y de una constitución legalmente establecidos, por una clase social o un movimiento cuyo fin es cambiar la estructura social y la estructura política. Esta definición excluye todos los golpes de Estado militares, revoluciones de palacio y contra–revoluciones preventivas (como el fascismo y el nacionalsocialismo), porque no cambian la estructura básica.
Una definición de interés sobre la revolución es el aportado por Carlos Cossio, quien consideró que un hecho es revolucionario cuando rompe la lógica de sus antecedentes (1936: 66). Desde este punto de vista, en materia jurídica, cabria la revolución jurídica producida mediante una sentencia judicial pues rompe con la lógica de su antecedente, sin embargo, en el campo del derecho constitucional y, en general, en el campo del derecho político, existe la necesidad imperiosa de restringir, de precisar técnicamente el concepto de revolución.
Ello es así pues es necesario distinguir las situaciones que producen las verdaderas revoluciones de las que no lo son, y las consecuencias que para el constitucionalismo y para el ejercicio del poder constituyente presentan en uno y en otro caso.
No toda perturbación social es una revolución, así como tampoco lo es cualquier cambio social por profundo que sea. La palabra revolución ha sido utilizada frecuentemente para aludir a una serie de fenómenos sociales muchas veces distintos entre sí. Una veces se llama revolución a cualquier perturbación social, otras se aplica el término a cualquier cambio social que revele cierta profundidad o cierta eficacia o cierta velocidad en la transformación, lo que conduce a que la revolución sea trivializada (Ellul, 1973: 108).
De cualquier manera, las revoluciones, las auténticas revoluciones, las verdaderas revoluciones, las que no se limitan a cambiar las formas políticas y el personal del gobierno sino que transforman las instituciones y cambian las relaciones de propiedad, avanzan sin ser vistas por mucho tiempo antes de explotar a la luz del sol bajo el impulso de cualquier circunstancia fortuita (Melotti, Ob. Cit.: 18).
La revolución auténtica se relaciona con toda la convivencia humana. No sólo con el Estado, la división en clases, las instituciones religiosas, la vida económica, las tendencias y creaciones intelectuales, el arte, la educación y el perfeccionamiento espiritual, sino con el conglomerado de todas estas formas de manifestaciones de la convivencia
2. ¿Puede una revolución no ser violenta?
La revolución, desde el punto de vista político, involucra un desplazamiento del poder. Desde el punto de vista jurídico, la transmisión del poder se nos plantea de una manera diversa de la contemplada por la lógica del sistema jurídico vigente que la revolución propone socavar. Como tal, presupone generalmente la violencia cruenta o incruenta, pero violencia al fin y al cabo. Estaríamos con la anterior afirmación frente a la postura de aquellos que consideran que la violencia es la materia prima de la revolución y que se justifica como medio para lograr un fin considerado justo. Mucha carga darwinista que nos llevaría del fin natural de la revolución a la justificación legal.
El tema de la violencia en el origen de la revolución fue estudiado de manera detallada por Hannah Arendt. Para Arendt (1967: 29, 24, 25) la revolución es el único acontecimiento político que nos pone en contacto con el problema de origen, y tal origen está vinculado con la violencia. Y tan ligado está el problema del origen a la violencia, que tanto la historia bíblica como la historia laica de la antigüedad clásica reconocen que la violencia está en el origen mismo de la fundación de la sociedad política. Y aún cuando otros autores han compartido con Arendt que la revolución como un tipo de alteración radical y cualitativa, incluye la violencia, no podemos negar de manera absoluta la posibilidad de que pudiera llegar a darse una revolución incruenta, de que se pueda hablar de revolución pacífica. Un ejemplo de revolución incruenta fue la revolución inglesa, habiendo sido precedida de importantes conquistas de derechos humanos como los del Habeas Corpus en 1679.
La posibilidad de una revolución pacífica o incruenta ha recibido pocos adeptos. Una estadística que nos da Pitirim Sorokin (1962:955) pretende convencernos que la violencia es inherente a la revolución. Sorokin afirma que sólo alrededor del 5 por 100 de todas las 1.622 perturbaciones sociales estudiadas se produjeron sin violencia y aproximadamente el 23 por 100 con escasa violencia. Más del 70 por 100 se hicieron y fueron seguidas por violencia y derramamiento de sangre en escala considerable. Esto significa, según afirma el autor, que aquellos que sueñan con una revolución incruenta, cuentan con escasas posibilidades (aproximadamente un 5 por 100) de realizar su sueño. El que intenta una perturbación debe estar dispuesto a presenciar y ser testigo, víctima o perpetrador de ella.
En palabras de Marcuse, toda revolución, ese especial tipo de alteración radical y cualitativa, incluye la violencia. Sin embargo, la violencia revolucionaria como medio para el establecimiento y la promoción de libertad y dicha humanas viene dada por los motivos racionales que hagan comprender sus posibilidades reales de ofrecer tales aspectos. Además, tiene que ser capaz el movimiento revolucionario de hacer ver, de manera fundada, que sus medios son adecuados y oportunos para lograr tal fin.
Sólo si se sitúa el problema dentro de esta relación histórica será accesible a una discusión racional. De no ser así sólo quedan dos posiciones, que son: censurar o aplaudir a priori toda revolución y violencia revolucionaria. Ambas posiciones, tanto la negativa como la afirmativa, van contra los hechos históricos (...). Aún más, la posición de censura o el aplauso a priori de la violencia social o política irían a parar finalmente a la sanción de todo cambio conseguido de esta manera, por igual si apuntase en una dirección progresiva que si lo hiciera en una regresiva, en una dirección liberadora o en otra esclavizadora (Ibíd.: 144).
Una pregunta interesante sería si es lícito oponer la violencia a la violencia que en nombre de una revolución logre instaurar o mantener en el poder a un gobierno de opresión, distante de ofrecer libertad y dicha humana. Se plantea en este punto otro tema de no menos interés y es la distinción entre el derecho a la revolución y el derecho de la revolución. El tema de un derecho a la revolución nos llevaría al terreno que en Historia del Derecho, Filosofía Política y Ética se conoce como doctrina del derecho de resistencia del pueblo contra el poder político. Ese derecho de resistencia es recogido por Locke, cuando afirma que siempre que las leyes cesan o son violadas con perjuicio de otros, la tiranía empieza y ya existe. Y frente al tirano, caracterizado como el individuo revestido de autoridad pero que excede el poder que le ha sido confiado por las leyes, y emplea la fuerza que está a su disposición para hacer con los súbditos cosas vedadas para éstas, se puede presentar oposición, del mismo modo que se puede presentar oposición a cualquiera otro que invadiese por fuerza el derecho ajeno (Locke, 1971: 19). Vemos como el tópico es apasionante y sólo hemos querido pincelar algunas ideas motivadoras de la reflexión y la discusión, a las cuales volveremos en nuestro próximo artículo.
La violencia también tiene relación con el derecho y la justicia, en un contexto ético. Con respecto al derecho, la violencia constituye el medio y el fin de todo orden de derecho. Es más, nos dirá Walter Benjamín, en principio, la violencia sólo puede encontrarse en el dominio de los medios y no en el de los fines, sin embargo la aceptación de tal afirmación, ligera por demás, no resuelve el problema de si sirve o se justifica la violencia como un medio para alcanzar un fin. Para resolver tal situación sería necesario un criterio más fino, una distinción dentro de la esfera de los medios, independientemente de los fines que sirven (1999:23).
3. ¿Implica la revolución la conciencia de una era
totalmente nueva?
Una característica de la revolución que se hace presente a partir de la Revolución Norteamericana y la Revolución Francesa, es la conciencia por parte de los(as) que en ella participan de que la marcha de la historia se reanuda súbitamente de nuevo, o sea, de que ante ellos(as) se está realizando una historia completamente nueva, una historia desconocida y nunca antes narrada (Arendt, Ob. Cit.: 49). Esta característica que atañe más a los sujetos de la revolución puede desembocar en que la etiqueta de revolucionario(a) y contrarrevolucionario(a) aniquile a los mismos forjadores de la revolución.
Si la revolución ha dado lugar a la instalación de un régimen nuevo, evidentemente, la revolución se institucionaliza, se fija, y a partir de ese momento, quienes detentan el poder, deciden quiénes son revolucionarios y quiénes son contrarrevolucionarios y, justamente, puede ocurrir que quien sea eliminado por contrarrevolucionario, sea más revolucionario que quienes están en el poder, porque pudiera ser que este(a) antiguo(a) revolucionario, considerado contrarrevolucionario, lo que haya querido es que la revolución progresara más o mantuviera sus postulados originales. Tal es el caso de Lenin y Trotski (Revolución rusa de 1917) cuando eliminan a una serie de revolucionarios porque esos revolucionarios querían continuar la Revolución de octubre, y Trotski consideraba que con esa anarquía no se podía proceder a construir un nuevo Estado. Pero a su vez Trotsky se queja frente a Stalin, porque éste rechaza la creencia de aquél en una revolución permanente. Más tarde el mismo Trotsky terminó reprimido y asesinado en México por orden de Stalin. Trotsky. Otro caso fue el asesinado de Rosa Luxemburgo. Algunos creen que la muerte del Ché Guevara y la delación del lugar donde se encontraba fue producto de esa misma dinámica.
En Venezuela, durante la Revolución de la Independencia, tenemos el caso del precursor Francisco de Miranda, gran ideólogo de la revolución, quien, luego del fracaso de la Primera República (1812) fue entregado a las autoridades españolas por sus mismos compañeros revolucionarios, por haber sido considerado un traidor a la revolución, lo cual no fue verdad.
Es muy probable que quienes se dicen revolucionarios(as), antes de enrolarse en la revolución, cuando se comprometen con el proceso revolucionario, casi nunca han tenido conciencia de que ellos y ellas están dando lugar a una revolución. O, en todo caso, sí puede ocurrir que en un momento dado, teniendo conciencia de que están dando inicio a una revolución, no saben cuál va a ser el despliegue de ese proceso revolucionario, de cuál es el libreto que les tocará interpretar, en ese drama pleno de promesas de un mundo o un país mejor que es la verdadera revolución.
Vivir una revolución conscientemente es un invento de los tiempos modernos. Tal parece que todo comenzó después de la Revolución Francesa, cuando filósofos europeos decidieron dar sentido a una historia cuyo curso iba a ser determinado, supuestamente, por la Revolución (Mieres, 1996:9).
Es poco probable que antes de la Revolución Francesa, el pueblo, los filósofos, ni tampoco quienes llegaron a ser símbolos revolucionarios, se hubieran planteado llevar adelante una revolución que cambiara el destino de Francia. La Revolución francesa llegó a tener en su seno una serie de acontecimientos o hechos revolucionaros que, gracias a la REVOLUCIÓN, adquirieron un sentido trascendente.
De igual manera, no existen revoluciones aisladas. Toda revolución es expresión de otros cambios revolucionarios. Así la revolución francesa sólo fue expresión política de otra revolución mucho más amplia que fue industrial en Inglaterra, filosófica en Alemania, anticolonialista en el Norte y Sur América, etc.
Las revoluciones son procesos históricos o sea, procesos textualizados por los(as) historiadores(as), personas que, entre otras, tienen la tarea didáctica de establecer límites entre un período y otro. Lo dicho nos hace reflexionar sobre el hecho de que no todo(a) quien se autodenomina revolucionario(a) efectivamente sabe lo que una revolución es, ni sirve a cambios auténticos en un país o sociedad.
4. Las ideas que reivindican las revoluciones
Una característica necesaria para poder hablar de que estamos frente a una revolución es la realización de ciertas ideas que tienen que ver con la felicidad, con la libertad, con la igualdad.
Robespierre, protagonista de la Revolución Francesa, expresó que la revolución es la guerra de la libertad contra sus enemigos. La Constitución –dirá– es el régimen de la libertad victoriosa y pacífica. En otras palabras, la Revolución va a permitir el establecimiento de una constitución que consagre el reino de la libertad y de la igualdad.
El mismo Robespierre pregunta, en su discurso pronunciado ante la Convención el día 5 de febrero de 1794, ¿hacia qué objetivo nos dirigimos?,y responde:
Al pacífico goce de la libertad y de la igualdad; al reino de la justicia eterna cuyas leyes han sido escritas, no ya sobre mármol o piedra, sino en el corazón de todos los hombres, incluso en el del esclavo que las olvida y el tirano que las niega
Con relación a la igualdad, la Revolución Francesa –como sabemos– se inicia como un proceso de restauración de los derechos que habían sido olvidados o violados por la monarquía francesa, los derechos fundamentales de la burguesía, pero, en su curso, la revolución se transforma y entra en juego la cuestión social, como acertadamente señala Arendt (Ob. Cit.: 52).
Este es el problema de los miserables y de los pobres, es decir, de la gran mayoría del pueblo francés; porque si bien la Revolución francesa es una revolución realizada por la burguesía frente a la nobleza y el poder monárquico; para poder realizar la revolución los franceses necesitaron del apoyo del pueblo.
Cuando hablamos de pueblo no nos referimos a la totalidad de la nación francesa, sino a aquellas personas que eran pobres y miserables, que los mismos jefes revolucionarios llamaban el pueblo, le peuple, o sea, los pequeños comerciantes, los obreros, los pequeños artesanos, los escritores pobres. Esa masa anónima que se consumía en los talleres, que arrastraba su vida por las pocilgas de los arrabales (Romero, 1956:31).
Todas esas personas, pues, que vivían en una situación de pobreza –decimos bien– de miseria, ese era el pueblo, y ese pueblo va a ser el instrumento utilizado más tarde por la burguesía como yunque para derrotar a la monarquía y a la aristocracia detentadoras del Poder Público, en detrimento de la misma. Sin embargo, no fue el pueblo, no fueron los pobres, los beneficiarios de la Revolución Francesa.
He aquí los tres incumplimientos, las tres transgresiones, las tres traiciones cometidas –acto seguido– por los propios autores de la Declaración de los derechos humanos. ¿Libres, todos los hombres?. Rectificación: los hombres de piel blanca. Porque los negros de las Antillas francesas permanecieron sometidos a la servidumbre. El lobby colonial era poderoso en la Asamblea (uno de los miembros era La Fayette), y velaba por el mantenimiento de la esclavitud, tan rentable. Hubo que esperar a febrero de 1794 y a la iniciativa de Robespierre en el Comité de Salvación Pública para que la Convención, que ya llevaba 16 meses en el poder, se resignara a abolirla (...). Las otras dos violaciones del dogma enunciado el 26 de agosto de 1789 –no iba en serio– se refieren a ese gran asunto cuya importancia crucial para los avatares políticos franceses de 1789 a 1799 nunca nos cansaremos de recalcar: la protección de los propietarios, el miedo (terror) a los pobres, a los miserables. En julio de 1789 un cura secularizado, Sieyès, y un marqués ilustrado, Condorcet, pensaron en voz alta que si bien todos los franceses tenían que dejar de ser súbditos para convertirse en ciudadanos, algunos ciudadanos debían ser más ciudadanos que los demás, los cuales, de hecho, dejarían de serlo (Ciudadanos no ciudadanos, diría con acierto Michelet). Según estos augures el derecho de voto, la participación en los asuntos nacionales, no se podían consentir a nadie que no fuera, en virtud de su estado, un accionista de la Casa Francia. La posesión de algunos bienes era necesaria para ser activo (...). Esa fue la interpretación oficial que se dio a la igualdad (Guillemin, 1997:31–32).
Pero no sólo fueron obligados a callar los pobres, sino también las mujeres. De tal manera que la igualdad quedó sólo limitada a un grupo de hombres, preseleccionados por la fortuna.
Del ejemplo seleccionado quedó dicho que ni la violencia ni el cambio social son suficientes para describir el fenómeno de la revolución. Es menester que el cambio se produzca en el sentido de un nuevo origen, que la violencia sea utilizada –si es que la violencia puede ser justificada– para construir una forma completamente diferente de gobierno y de sociedad, es decir, para dar lugar a la formación de un cuerpo político y social nuevo (Petzold P., 1978: 44–64). Cuando la liberación de la opresión conduzca, al menos, a la constitución de la libertad, de la igualdad, del disfrute –sin discriminación– de los derechos humanos, de la satisfacción de las necesidades del pueblo, sólo entonces podemos hablar de la revolución.
Toda revolución aspira a un estado mejor. En ese empeño se nos puede presentar como un movimiento de retroceso, un movimiento de retrogresión a un orden preordenado, preestablecido, es decir, la revolución como restauración. Un movimiento de retrogresión que tiene como objetivo cambiar el estado actual de las cosas por un estado anterior considerado mejor, desde el punto de vista de la libertad, de la igualdad social y de los derechos del ser humano. Pero ese estado mejor al cual se aspira no necesariamente debe haber existido, incluso, es probable que sólo hubiese sido deseado, soñado, por otros que en un tiempo anterior pudieran ser tenidos como revolucionarios.
Las revoluciones de los siglos XVIII y XIX y, fundamentalmente, las revoluciones norteamericana, francesa y las de las colonias de la América Indohispana, con la Revolución de la Independencia de Venezuela como decana, también se entienden al comienzo como restauraciones, es decir, los revolucionarios pretenden volver a un supuesto estado en que el hombre era libre y gozaba de iguales derechos a los de sus semejantes, derechos que habían sido negados –según el credo revolucionario– por la monarquía inglesa, la francesa o la española, según se tratare.
Interesante contradicción la del caso venezolano. Si tomamos como ejemplo la Revolución de la Independencia de la República Bolivariana de Venezuela, encontramos que los actos revolucionarios que significaron el 19 de abril de 1810, resumieron un acto expreso de fidelidad a la Corona metropolitana. Eso, nos parece, más que un acto de simulación política, una estrategia, por medio de la cual se logró destruir progresivamente la fidelidad al rey y abrirle paso al proyecto revolucionario ya maduro. La controlada y tranquila transferencia de poder iniciada en los actos del 19 de abril de 1810, bajo la égida de un monarca infortunado cuya invocación debía hacer las veces de su presencia real, permitía el mantenimiento y funcionamiento de la estructura interna del poder.
La conciencia monárquica era la expresión de nexo colonial y ello constituye su concreción más visible. Pero, para el criollo era sobre todo, y en primer lugar, la piedra clave de la estructura de poder interna en la cual se realizó su condición de clase dominante. Esa estructura de poder se fundó en la discriminación social y sexual, y en la extremada concentración de la riqueza.
La sujeción de las esclavitudes y, sobre todo, el sometimiento de la creciente población de mulatos y mestizos, y de las mujeres a los hombres, fue la función principal de esa estructura de poder simbolizada en la conciencia monárquica. A ella se acogieron diligentemente los criollos cuando la conspiración de Picornell, Gual y España amenazó la estructura de poder con propósitos igualitarios y abolicionistas, propósitos que –dicho sea de paso– no incluían a las mujeres, ya que, como sabemos, el anuncio de la igualdad de clases no incluye en la historia la igualdad de sexos.
También debemos tener en cuenta que la idea de la igualdad teórica ha sido sugerida al ser humano por una necesidad práctica. Desde el instante mismo en que un acontecimiento cualquiera viene a quebrantar el equilibrio de un grupo social, a disolverlo en polvo individual, la igualdad se extiende violentamente como se extiende el agua en un depósito de compartimientos cuando éstos se rompen (Vallenilla Lanz, 1983:26). Por ello se explica la crueldad de la revolución de la Independencia de Venezuela nacida de la heterogeneidad de la sociedad colonial venezolana. Al fenómeno igualitarista suele ir paralelo el fenómeno del constitucionalismo. El constitucionalismo ocupa el escenario libertario como una necesidad de organizar jurídicamente un Estado. Esa necesidad ha dejado en Venezuela un buen número de Constituciones que no es nuestro objetivo analizar, deteniéndonos en un próximo artículo sobre la Constitución de 1999.
Conclusión
Hemos hecho la introducción de los tópicos que desarrollaremos en los artículos posteriores tomando como caso concreto: la revolución bolivariana. No es nuestro interés apurar juicios ni emitir afirmaciones anticipadas sino describir y cuestionar los materiales que la cotidianidad exhibe frente al logro o no de una sociedad mejor a la de diciembre de 1998.
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