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Para una crítica de la categoría de totalitarismo

Hannah Arendt, la Guerra Fría y Los orígenes del totalitarismo

Domenico Losurdo

Traducción de Luis A. Rossi.

1. Una categoría polisémica

En 1951, en el momento en que Hannah Arendt publica su libro, hacía décadas que el debate sobre el totalitarismo ya estaba abierto. Con todo, el significado del término no está todavía bien definido. ¿Cómo orientarse en lo que, a primera vista, se presenta como un laberinto? Hago aquí abstracción de las ocasiones en las que el adjetivo «totalitario», más aún que el sustantivo, tiene una connotación positiva, con referencia a la capacidad atribuida a una religión o a una ideología o visión del mundo cualesquiera de dar una respuesta a todos los múltiples problemas que se derivan de una dramática situación de crisis y a la pregunta misma sobre el sentido de la vida, que concierne al hombre en su totalidad. Todavía en 1958, aunque rechazando el «totalitarismo legal», esto es, impuesto por ley, Barth celebrará en estos términos el ímpetu universalista y la eficacia omnicomprensiva del «mensaje» cristiano: «“Totalitaria” en cuanto se dirige al todo, en cuanto exige de cada hombre y lo exige totalmente para sí, es también la libre gracia del evangelio».[1]

         Concentrémonos en el debate más propiamente político. Podemos distinguir dos filones principales. En Dialéctica de la ilustración, Horkheimer y Adorno se ocupan bastante poco de la Unión Soviética. Más que sobre el Tercer Reich, el discurso trata sobre el «capitalismo totalitario»: «Antes sólo los pobres y los sal­vajes estaban expuestos a las fuerzas capitalistas. Pero el orden totalitario entro­niza completamente en sus derechos el pensamiento calculador, y se atiene a la ciencia como tal. Su canon es la cruenta eficiencia propia».[2] Las etapas preparatorias del nazismo son aquí individualizadas en la violencia perpetrada por las grandes potencias occidentales en perjuicio de los pueblos coloniales y en aquélla consumada, en el corazón mismo de la metrópolis capitalista, en perjuicio de los pobres y de los marginados recluidos en las fábricas. No es disímil la orientación de una autora de algún modo influida también ella por el marxismo. Si a veces también establece una proximidad entre la Alemania hitleriana y la Unión Soviética estaliniana, Simone Weil denuncia el horror del poder total, del totalitarismo con la mirada vuelta sobre todo al dominio colonial e imperial: «La analogía entre el sistema hitleriano y la Roma antigua es sorprendente, al punto de hacer creer que después de dos mil años sólo Hitler supo copiar correctamente a los romanos».[3] Entre el imperio romano y el Tercer Reich se ubica el expansio­nismo desenfrenado y desprejuiciado de Luis XIV: «El régimen que estableció ya merecía, por primera vez en Europa desde Roma, el apelativo moderno de totalitario»; «la atroz devastación del Palatinado [de la cual son culpables las tropas conquistadoras francesas] no tuvo ni siquiera la excusa de la necesidad de la guerra».[4] Procediendo hacia atrás respecto de la Roma antigua, Weil lee en clave protototalitaria la narración veterotestamentaria de la conquista de Canaan y de la aniquilación de sus habitantes.

       Echemos ahora una mirada a los autores de orientación liberal. En su reconstruc­ción de la génesis de la «democracia totalitaria», Talmon llega a esta conclusión:

Si […] el empirismo es aliado de la libertad, y el espíritu doctrinario es por el contrario aliado del to­talitarismo, el concepto de hombre como abstracción, independiente de las clases históricas [los di­versos agolpamientos] a las cuales pertenece, es probable que devenga un potente medio de propagación del totalitarismo.[5]

Claramente, son puestas bajo acusación la Declaración de los derechos del hombre y la tradición revolucionaria francesa en su conjunto (no sólo Rousseau, sino también Sieyès)

       Pasemos ahora a Hayek: «las tendencias que culminaron en la creación de los sistemas totalitarios no se limitaron a los países que luego se vieron sucumbir a ellos»,[6] y ellas no conciernen sólo a los movimientos comunista y nazifascista. Por lo que respecta particularmente a Austria:

No fueron los fascistas, sino los socialistas, quienes comenzaron a agrupar a los niños, desde la más tierna edad, en organizaciones políticas, de modo de asegurarse que ellos crecieran como buenos proletarios. No fueron los fascistas, sino los socialistas, quienes por primera vez pensaron en orga­nizar deportes y juegos, fútbol y excursiones en clubes partidarios donde los miembros no habrían estado infectados por puntos de vista diversos. Fueron los socialistas quienes por primera vez insis­tieron en el hecho de que los miembros debían distinguirse de los demás por el modo de saludarse y de dirigirse uno al otro.

Así, Hayek puede concluir que «La idea de un partido político que abraza todas las actividades de un individuo desde la cuna hasta la tumba y que difunde una Weltanscbauung omniabarcante, es una idea que remite en primer lugar al movimiento socialista».[7] A las espaldas de este movimiento actúa una tradición de más larga data que se reconoce —observará más tarde el patriarca del neoliberalismo— en la «democracia “social” o totalitaria».[8] En todo caso, «control econó­mico y totalitarismo» resultan estrechamente entrelazados.[9]

       Por lo tanto, si de un lado son puestos bajo acusación principalmente (aunque no exclusivamente) colonialismo e imperialismo, por el otro, el objetivo principal (aunque no exclusivo) de la polémica está constituido por la tradición revolucionaria que desde 1789 conduce a 1917, pasando por la reivindicación de la revolu­ción de 1848 del derecho al trabajo y de la «democracia “social” o totalitaria».

       En este punto podemos hacer intervenir una distinción ulterior. El totalitarismo, por así decir, de «izquierda», puede ser criticado a partir de dos puntos de vista sensiblemente diversos. Puede ser deducido de la infausta ideología organicista atribuida a Marx o a Rousseau, e incluso a Sieyès (es el enfoque de Talmon y Hayek) o se puede partir de las características materiales de los países en los que se afirmó el totalitarismo comunista. Es de este modo que argumenta Wittfogel: el «estudio comparado del poder total» —así reza el subtítulo de su libro— demuestra que este fenómeno se manifiesta sobre todo en Oriente, en el ámbito de una «sociedad hidráulica», caracterizada por el estímulo al control total de los recursos hidráulicos necesarios para el desarrollo de la agricultura y de la supervivencia misma de los habitantes. En este contexto, bien lejos de ser el progenitor del totalitarismo comunista, Marx es su crítico ante litteram, como lo demuestran sus análisis y su denuncia del «despotismo oriental», recurriendo a una categoría evocada por Wittfogel ya en el título de su libro.[10]

       Con todo, de estos presupuestos se deduce que el «poder total» no remite exclusivamente al siglo XX. He aquí que, entonces, se puede hacer valer una distinción ulterior. Si Arendt insiste acerca de la novedad del fenómeno totalitario, a una conclusión opuesta llega Popper, para quien el conflicto entre la «sociedad abierta y sus enemigos» parece ser eterno: «aquello que hoy en día llamamos totalitarismo pertenece a una tradición que es tan antigua o tan joven como nues­tra propia cultura».[11]

       En fin, hemos visto que el totalitarismo puede ser denunciado mirando principalmente a derecha o a izquierda. Pero no faltan los casos en los que la denuncia proviene de ambientes y personalidades ligadas con el nazifascismo y concierne exclusivamente a sus enemigos. En agosto de 1941, en el curso de la campaña, o más bien de la guerra de exterminio contra la Unión Soviética, frente a la obstinada e imprevista resistencia con la que se encuentra, el general alemán Halder la explica por el hecho de que el enemigo se ha preparado cuidadosamente para la guerra «con la completa falta de escrúpulos propia de un Estado totalitario».[12] En este mismo sentido Goebbels, aunque sin recurrir al término «totalitarismo», explica la inesperada e inaudita resistencia que encuentra en el Este el ejército invasor con el hecho de que el bolchevismo, borrando todo rasgo de personalidad libre, «transforma a los hombres en robots» y en «robots de guerra», en «robots mecanizados».[13] En fin, la acusación de totalitarismo puede alcanzar incluso a los enemigos occidentales del Eje. En 1937, la aspiración de la Italia fascista de alcanzar también ella un imperio colonial se encuentra en primer lugar con la hostilidad de Inglaterra, que es entonces acusada por su «gélida y totalitaria discriminación contra todo aquello que no es simplemente inglés».[14]

2. El giro de la guerra fría y la intervención de Hannah Arendt

A partir de la publicación de Los orígenes del totalitarismo la polisemia del debate aquí delineado sólo en sus grandes rasgos tiende a desvanecerse. Todavía en mayo de 1948, Arendt denunciaba el «desarrollo de métodos totalitarios» en Israel, en referencia al «terrorismo» y a la expulsión y deportación de la población árabe.[15] Tres años después ya no hay espacio para críticas que conciernan al presente de Occidente. En nuestros días más que nunca, la única tesis politically correct es aquella que toma como objetivo siempre y solamente a la Alemania hitleriana y a la Unión Soviética.

       Es la tesis que ha triunfado a partir y en el curso de la guerra fría. El 12 de marzo de 1947 Truman proclama la «doctrina» que lleva su nombre: luego de la victoria conseguida en la guerra contra Alemania y el Japón, se abre una nueva fase en la lucha por la causa de la libertad. La amenaza proviene ahora de la Unión Soviética: «regímenes totalitarios impuestos sobre pueblos libres, mediante agre­sión directa o indirecta, minan los fundamentos de la paz internacional y, por lo tanto, la seguridad de los Estados Unidos».[16]

       El blanco está precisado aquí con claridad: no se trata de proceder retrospectivamente respecto del siglo XX; por otro lado, no tiene sentido golpear, junto a los comunistas, también a los socialistas: por graves que puedan haber sido sus responsabilidades en el pasado ahora ellos son, la mayor parte de las veces, aliados de Occidente. Incluso un enfoque similar al ilustrado más arriba por Wittfogel sería equívoco por dos razones. La categoría de «despotismo oriental» difícilmente podría legitimar la intervención de los Estados Unidos, por ejemplo, en la guerra civil que ha estallado en China, donde, inmediatamente después de la proclamación de su doctrina, precisamente en nombre de la lucha contra el totalitarismo, Truman se empeña en sostener a Chiang Kai-Shek.[17] Por otro lado, la insistencia acerca de las condiciones objetivas que explicarían la afirmación del «poder total» volvería más difícil y menos agresiva la acusación contra los comunistas. Es por esto que termina prevaleciendo el enfoque deductivista. La guerra fría se configura como una guerra civil internacional que lacera transversalmente a todos los países: para el Occidente el mejor modo de afrontarla es presentarse como el campeón de la lucha contra el nuevo totalitarismo, al que se juzga como la consecuencia necesaria e inevitable de la ideología y del programa comunistas.

       ¿Cómo colocar la intervención de Hannah Arendt en este contexto? Inmediatamente después de su publicación, Los orígenes del totalitarismo es sometido a dura crítica por obra de Golo Mann:

Las primeras dos partes de la obra tratan sobre la prehistoria del Estado total. Pero aquí el lector no encontrará lo que está habituado a encontrar en estudios semejantes, esto es, investigaciones sobre la historia particular de Alemania, de Italia o de Rusia. […] En cambio Hannah Arendt dedica dos tercios de sus esfuerzos al antisemitismo y al imperialismo, y sobre todo al imperialismo de matriz inglesa. No alcanzo a seguirla […]. Sólo en la tercera parte, en vista de la cual fue emprendido todo el trabajo, Hannah Arendt parece estar verdaderamente en tema.[18]

Por lo tanto, estarían sustancialmente fuera de lugar las páginas dedicadas al antisemitismo y al imperialismo; y sin embargo se trata de explicar la génesis de un regimen, como el hitleriano, que declaradamente ambicionaba edificar en Europa central y oriental un gran imperio colonial fundado sobre el dominio de una raza blanca y aria pura, luego de haber liquidado para siempre el bacilo judío de la subversión, que alimentaba la revuelta de los Untermenschen y de las razas inferiores.

       Y sin embargo Golo Mann percibe un problema real. ¿Cómo se armonizan la última parte del libro de Arendt, que se ocupa en modo exclusivo de la Unión Soviética estaliniana y del Tercer Reich, con las dos primeras, que desarrollan una requisitoria contra Francia (por el antisemitismo) y, en particular, contra Inglaterra (por el imperialismo)? Este último es el país que ha tenido un rol central y funesto en el curso de la lucha contra la Revolución Francesa: Burke no se limitó a defender a la nobleza feudal en el plano interno, sino que extendió «el principio de tales privilegios hasta incluir en ellos al entero pueblo británico, elevado así al rango de aristocracia entre las naciones». Es aquí que se debe buscar la génesis del racismo, «la principal arma ideológica del imperialismo».[19] Se comprende entonces que estas turbias ideologías se hayan afirmado particularmente en Inglaterra, obsesionada «por las teorías hereditarias y su equivalente moderno, la eugenesia». Sí, la posición de Disraeli no es diferente de la de Gobineau: tenemos que habérnoslas con dos «devotos sostenedores de la “raza”»[20] pero sólo el primero logró ascender a posiciones de tal poder y prestigio. Por lo demás, es sobre todo en las colonias inglesas en que comienza a ser teorizado y experimentado por las «razas sometidas» un poder sin las limitaciones que conoce en la metrópolis capitalista. Ya en el ámbito del Imperio británico aparece la tentación de las «masacres administrativas» como instrumento para mantener el dominio.[21] Es desde aquí que se debe partir para comprender la ideología y la práctica del Tercer Reich. Da un retrato de Lord Cromer que no carece de analogías con aquel que posteriormente dedicará a Eichmann: la banalidad del mal parece encontrar una encarnación primera y más débil en el «burócrata imperialista» británico que, «en la fría indiferencia, en la genuina falta de interés por los pueblos administrados», desarrolla una «filosofía del burócrata» y «una nueva forma de gobierno», «una forma de gobierno más peligrosa que el despotismo y la arbitrariedad».[22] Impiadosa es esta requisitoria, si no fuera que ella se desvanece como por encanto en la tercera parte de Los orígenes del totalitarismo.

       El hecho es que el libro de Hannah Arendt resulta, en realidad, de dos estra­tos diversos, que reenvían a dos períodos de composición diversos y separados entre sí por la cesura epocal del estallido de la guerra fría. Todavía en Francia, la autora percibía el trabajo que estaba escribiendo «como una obra exhaustiva so­bre el antisemitismo y el imperialismo, y una investigación histórica sobre aquel fenómeno que llamaba entonces “imperialismo racial”, esto es, sobre la forma más extrema de opresión de las minorías nacionales por parte de las naciones do­minantes de un Estado soberano».[23] En este momento, lejos de ser un blanco, la Unión Soviética es más bien un modelo. Se le debe atribuir el mérito —observa Arendt en el otoño boreal de 1942 (entre tanto ha arribado a los Estados Unidos y desde allí sigue los desarrollos de la operación Barbarroja desencadenada por Hitler)— de haber «simplemente liquidado el antisemitismo», en el ámbito de «una solución justa y muy moderna de la cuestión nacional».[24] Aun más significativo es un texto de octubre de 1945:

En lo que respecta a Rusia aquello a lo que todo movimiento político y nacional debería prestar atención —su modo, completamente nuevo y exitoso, de afrontar y componer los conflictos de nacionalidad, de organizar poblaciones diferentes sobre la base de la igualdad nacional— fue pasado por alto tanto por los amigos como por los enemigos.[25]

 He recurrido a las cursivas para evidenciar la inversión de posiciones que se verificará algunos años después, cuando a Stalin se le reprochará la desarticulación in­tencional de las organizaciones ya existentes, con el fin de producir artificialmente esa masa amorfa que es el presupuesto para el advenimiento del totalitarismo.

       A juzgar por la tercera parte de Los orígenes del totalitarismo, lo que caracteriza al totalitarismo comunista es el sacrificio, inspirado y estimulado por Marx, de la moral sobre el altar de la filosofía de la historia y de sus leyes «necesarias». Muy diversamente se había expresado Arendt en enero de 1946:

En el país que nombró a Disraeli como su primer ministro, el judío Karl Marx escribió El capital, un libro que en su celo fanático por la justicia alimentó la tradición judía de modo mucho más eficaz que el afortunado concepto de «hombre elegido de la raza elegida».[26]

Aquí Marx es contrapuesto en cuanto teórico de la justicia, neta y positivamente, a un primer ministro inglés que enuncia teorías posteriormente heredadas y radicalizadas por el Tercer Reich.

       En el pasaje desde las primeras dos partes, escritas todavía bajo la emoción de la lucha contra el nazismo, a la tercera, que reenvía al estallido de la guerra fría, la categoría de imperialismo (que subsume en primer lugar a Gran Bretaña y al Tercer Reich, esta suerte de estadio supremo del imperialismo) cede su lugar a la categoría de totalitarismo (que subsume a la Unión Soviética estaliniana y al Tercer Reich).

       Las species del genus imperialismo no coinciden con las species del genus totalitarismo; incluso la species que aparentemente permanece inmutable, Alemania, en el primer caso es llamada al estrado a partir de, por lo menos, Guillermo II, en el segundo caso, sólo a partir de 1933. En cuanto respecta, al menos, a la coherencia formal, se presenta más riguroso el diseño inicial que, luego de haber esclare­cido el genus «imperialismo», en su indagación de las diferencias específicas de este fenómeno afrontaba el análisis de la species «imperialismo racial». ¿Pero en­tonces de qué modo las categorías de totalitarismo y de imperialismo pueden ser ligadas en un todo coherente? ¿Y cuál es la relación que une a ambas con la de antisemitismo? Las respuestas de Arendt a estos interrogantes dan la impresión de una armonización artificiosa entre dos estratos que continúan siendo difícilmente compatibles entre sí.

       Más que un libro, Los orígenes del totalitarismo es en realidad dos libros superpuestos, a los cuales, a pesar de los ajustes sucesivos, la autora no logra conferir una unidad sustancial. Al reseñar la obra, eminentes historiadores e historiadores de las ideas (Carr y Stuart Hughes), aunque se expresan con respeto e incluso con admiración, no tienen dificultad en advertir la desproporción entre los conocimientos reales y profundos de la autora acerca del Tercer Reich y las infor­maciones aproximativas sobre la Unión Soviética; sobre todo subrayan cuánto hay de forzado en la tentativa de adaptar el análisis de la Unión Soviética (que remite al estallido de la guerra fría) al del Tercer Reich (que remite a los años de la gran coalición contra el fascismo y el nazismo).[27]

3. La guerra fría y las sucesivas adaptaciones de la categoría de totalitarismo

 

Los orígenes del totalitarismo habla de los campos de concentración siempre y solamente en relación con la Unión Soviética y con el Tercer Reich. Llama la atención, sobre todo, el silencio sobre una experiencia directa que Hannah Arendt tuvo de esta institución total: junto a tantos otros alemanes, fugitivos de la Alemania nazi y convertidos en sospechosos poco después del estallido de la guerra, en tanto seguían siendo, al fin de cuentas, ciudadanos de un Estado ene­migo, fue internada por algún tiempo en Gurs. Las condiciones debieron haber sido bastante duras: se tenía la impresión —recuerda Arendt en 1943— de que «en todo caso habíamos sido llevados allí “pour crever” [para reventar]», tanto que en algunos de los internados surge por un instante la tentación del «suicidio» como «acción colectiva» de protesta.[28]

       En el momento en que Los orígenes del totalitarismo ve la luz, el campo de concentración es una institución siniestramente vital también en Yugoslavia, donde, sin embargo, son recluidos los comunistas fieles a Stalin. Más en general, en el país balcánico la dictadura no es ciertamente menos férrea que en Europa oriental. Sin embargo, en el caso de Yugoslavia, que, luego de romper con la Unión Soviética se ha alineado de hecho con Occidente, pueden ser comprobados —observará en 1953 el secretario de Estado Dulles— «ciertos aspectos de despotismo», pero nada más.[29] Es un juicio de algún modo avalado por el silencio observado a tal propósito por Arendt.

       En la consolidación ulterior del peso de la guerra fría intervienen otros deta­lles: «Mussolini, que tanto amaba el término totalitario, no intentó instaurar un régimen completamente totalitario, conformándose con la dictadura del partido único». La España de Franco y el Portugal de Salazar son asimilados a la Ita­lia fascista.[30] De este modo, se ahorra la acusación de totalitarismo a los dos países que habían entrado a formar parte de la NATO. En este punto la lucha en­tre antitotalitarismo y totalitarismo coincide perfectamente con la lucha entre los dos bloques.

       Si bien se la ahorra a España, Portugal y a la misma Yugoslavia, la acusación de totalitarismo alcanza o toca incluso a países inesperados:

Una forma de gobierno semejante (totalitario. D. L.) parece encontrar condiciones favorables en los países del tradicional despotismo oriental, en la India y en la China, donde hay una reserva humana casi inagotable, capaz de alimentar la máquina totalitaria acumuladora de poder y devoradora de individuos y donde además el sentido de la superfluidad de los hombres, típico de las masas (y absolutamente nuevo en Europa, un fenómeno asociado con la desocupación general y el incremento demográfico de los últimos 150 años) ha dominado por siglos sin rival en lo que hace al desprecio de la vida humana.[31]

Vale la pena observar que, aunque gozando de un régimen parlamentario, la India es en este momento aliada de la Unión Soviética.

       Según Arendt, el totalitarismo comunista, inspirado y estimulado por Marx, sacrifica la moral en nombre de la legalidad necesaria de la filosofía de la historia y de sus leyes «necesarias». Es posible leer el argumento hecho valer en Los orígenes del totalitarismo en una intervención de marzo de 1949 de Dean Acheson, secretario de Estado norteamericano durante la administración Truman: la NATO es la expresión de la comunidad atlántica y occidental, unida «por comu­nes instituciones y sentimientos morales y éticos» y en lucha contra un mundo sordo a las razones de la moral y, por el contrario, inspirado por el «sentimiento comunista según el cual la coerción mediante la fuerza constituye el método apropiado para apurar lo inevitable».[32]

       Sin embargo, aun con las sustanciosas concesiones al clima ideológico de la guerra fría, es posible advertir algo del proyecto originario de Los orígenes del totalitarismo incluso en la tercera parte del libro. Ello se hace evidente en la dis­tinción entre la dictadura revolucionaria de Lenin y el régimen propiamente totalitario de Stalin. Lenin rompe con la política zarista de opresión de las minorías nacionales y organiza el mayor número posible de nacionalidades, favoreciendo el surgimiento de una conciencia nacional y cultural hasta en los grupos étnicos más atrasados, que logran organizarse como entidades nacionales y culturales autónomas por primera vez. Algo análogo se verifica también para las otras for­mas de organización social y política: los sindicatos, por ejemplo, conquistan una autonomía organizativa desconocida en la Rusia zarista. Todo ello representa un antídoto respecto del régimen totalitario, que presupone una relación directa e inmediata entre el jefe carismático por un lado y la masa amorfa y atomizada por el otro. La estructura articulada alzada por Lenin fue sistemáticamente desmantelada por Stalin, quien, para imponer el régimen totalitario al que apunta, necesita desorganizar a la masa, de modo que pueda convertirse en el objeto del poder carismático e indiscutido del jefe infalible.[33]

       ¿Cómo explicar el pasaje de Lenin a Stalin? ¿Y por qué la sociedad articulada y organizada surgida de la ola revolucionaria no alcanza a oponerse eficazmente a la obra sistemática de desarticulación y desorganización que desemboca en la imposición del régimen totalitario? Leamos la respuesta: «Sin dudas Lenin sufrió su mayor derrota cuando, con el estallido de la guerra civil, el poder su­premo que originariamente había proyectado concentrar en los Soviets pasó de­finitivamente a las manos de la burocracia».[34] Pero entonces el pasaje al régimen totalitario no es el resultado inevitable de un pecado original ideológico (la filosofía de la historia de Marx), sino, en primer lugar, el producto de circunstancias históricas bien determinadas y, por lo demás, de circunstancias históricas que im­plican directamente la responsabilidad de las potencias occidentales, de los países de consolidada tradición liberal, empeñados en alimentar de cualquier modo la guerra civil antibolchevique. Por otro lado, no se comprende bien cómo es posi­ble que todavía esté vigente la asimilación entre bolchevismo y nazismo, sobre la cual ciertamente insiste la tercera parte de Los orígenes del totalitarismo. Fue Lenin y no Stalin quien edificó el partido bolchevique. Sobre todo, se justifica poco la acusación a Marx. Pero, según Arendt, en la conducción de su política, Lenin habría estado guiado más por su instinto de gran estadista que por el programa marxista propiamente dicho. En realidad, las medidas de emancipación de las mi­norías nacionales habían sido precedidas por un largo y complejo debate sobre la cuestión nacional, vista, por lo demás, a la luz del marxismo.

       El desfasaje entre el proyecto inicial y la composición posterior de Los oríge­nes del totalitarismo comporta una oscilación que es también de carácter metodológico. Por una parte, Arendt se permite una interpretación deductivista del fenómeno totalitario, claramente cercana a la de los autores liberales citados antes: el totalitarismo estaliniano es interpretado entonces como la consecuencia lógica e inevitable de la ideología marxista. Por otra parte, ella se ve constreñida a remitir a las condiciones históricas particulares que explican el advenimiento del régimen totalitario estaliniano: guerra civil, agresión internacional de las potencias de la Entente (punto éste sólo sobrevolado por nuestra autora), desmon­taje de las estructuras organizativas, etc. La distinción entre leninismo y estalinismo, entre dictadura revolucionaria y régimen totalitario posterior, interrumpe aquella línea de continuidad férrea y meramente ideológica, desde Marx hasta el totalitarismo, instituida por Hayek y Talmon.

       No por casualidad, esta distinción es uno de los blancos de la polémica de Golo Mann. El otro, todavía más relevante, está representado por las primeras dos partes de Los orígenes del totalitarismo en su conjunto. Más allá de las reservas expresadas en la recensión, es elocuente sobre todo el diálogo que el historiador cuenta haber mantenido con Jaspers. Es una invitación a tomar distancia de las posiciones heréticas expresadas por la discípula:

«¿Cree que el imperialismo inglés, en particular Lord Cromer en Egipto, tenga algo que ver con el Estado totalitario? ¿O el antisemitismo francés, el caso Dreyfus?» «¿Eso escribe?» «Pero ciertamen­te, les dedica tres capítulos». Confiando ciegamente en la amiga amada, había aconsejado la lectura del libro que él, en cambio, había leído apresuradamente.[35]

Golo Mann tenía razón. Respecto del totalitarismo Jaspers es decididamente más ortodoxo que Arendt, quien en sus obras posteriores termina siendo influida por las críticas que le dirigieron. Como surge en particular en el ensayo Sobre la revolución. Aquí Marx es el autor de la «doctrina políticamente más dañina de la edad moderna: que la vida sea el bien supremo y que el proceso vital de la socie­dad es el centro mismo de todo esfuerzo humano». El resultado es catastrófico:

Este giro conduce a Marx a una verdadera y propia capitulación de la libertad frente a la necesidad. Hace así lo que su maestro de revolución. Robespierre, había hecho antes que él y lo que su más grande discípulo, Lenin, habría de hacer después de él en la revolución más grandiosa y terrible que sus enseñanzas hayan hasta ahora inspirado.[36]

Ahora no sólo se ha desvanecido en Marx el «celo fanático por la justicia», del cual Arendt habla en 1946 y del que se habían perdido largamente los rastros cinco años después. El elemento novedoso más relevante es otro: el recorrido que desde Marx conduce al totalitarismo pasando por Lenin es ahora directo y sin obstáculos. A las espaldas de Marx actúa la Revolución Francesa, y ella tam­bién está involucrada plenamente en el juicio de condena, en un giro ulterior res­pecto de Los orígenes del totalitarismo.

            Queda claro el aplanamiento a partir del enfoque deductivista de Talmon y Hayek así como resulta claro el triunfo conseguido por Golo Mann. Más allá de las concesiones que le hace Arendt, en nuestros días ha prevalecido una lectura de Los orígenes del totalitarismo que parece tener en cuenta las preocupaciones ideo­lógicas expresadas por él. En efecto ¿quién hoy, en el ámbito del debate sobre el totalitarismo, recuerda todavía a Lord Cromer y su «nueva forma de gobierno», aún «más peligrosa que el despotismo»? ¿Y quién menciona las «masacres admi­nistrativas», cuya tentación acompaña como una sombra la historia del imperialismo? ¿Quién hace intervenir todavía la categoría de imperialismo? De las dos secciones de las que resulta el libro de Hannah Arendt, es utilizada e interrogada sólo aquélla menos válida, aquella en la que mayormente se advierte el peso de inmediatas preocupaciones ideológicas y políticas. Al reseñar Los orígenes del totalitarismo Golo Mann sintetiza así el sentido de sus críticas: «Todo es dema­siado sutil, demasiado inteligente, demasiado artificioso […]. Brevemente, ha­bríamos preferido en el conjunto un tono más robusto, más positivo».[37] En efecto, la teoría del totalitarismo rápidamente se ha vuelto menos «sutil» y más «robusta» y «positiva». Se adaptó plenamente a las exigencias de la guerra fría. Derivado del organicismo o del holismo de derecha o de izquierda y deducible de algún modo a priori de esta fuente ideológica envenenada, el totalitarismo, en sus dos diversas configuraciones, explica todo el horror del siglo XX: ésta es la vulgata hoy dominante.

4. Teoría del totalitarismo y selección del horror del siglo XX

Es una vulgata que no intenta siquiera interrogarse sobre algunas catástrofes centrales del siglo, las cuales, sin embargo, pretende explicar. Procedamos retrospectivamente respecto de la revolución de Octubre, que constituiría el pun­to de partida de las vicisitudes del totalitarismo. ¿Cómo interpretar entonces la Primera Guerra Mundial, con sus secuelas de movilización total, de regimentación total, de ejecuciones masivas incluso en el propio campo, de despiadadas puniciones colectivas, que implican, por ejemplo, la deportación y el exterminio de los armenios? ¿Y en qué contexto colocar, todavía antes, las guerras balcánicas, con las masacres que las caracterizaron? Retrocediendo aún más, ¿cómo in­terpretar la tragedia de los Herero, considerados inadaptables como fuerza de trabajo servil y, como consecuencia, condenados a la aniquilación mediante órdenes explícitas a comienzos del siglo XX?

       En lugar de retroceder, avancemos ahora a partir de la Primera Guerra Mundial y la revolución de Octubre. Poco más de dos décadas después, el campo de concentración hace su aparición también en los Estados Unidos, donde, como consecuencia de una orden ejecutiva de Franklin Delano Roosevelt, son reclui­dos en campos de concentración todos los ciudadanos norteamericanos de origen japonés, incluyendo mujeres y niños.

       En este mismo momento, en Asia, la guerra conducida por el Imperio del Sol Naciente asume formas particularmente repugnantes. Con la conquista de Nanking, la masacre deviene una suerte de disciplina deportiva y, al mismo tiempo, de diversión: ¿quién logrará ser más rápido y eficiente en la decapitación de los prisioneros? La deshumanización del enemigo alcanza así una rotundidad ciertamente rara y quizás con características de «unicidad»: para los experimentos de vivisección se utiliza, en lugar de animales, a chinos, quienes, por otra parte, constituían el blanco viviente de los soldados japoneses en sus ejercicios de carga con la bayoneta. La deshumanización alcanza también plenamente a las mujeres, que en los países invadidos por el Japón son sometidas a una brutal esclavitud sexual: son las comfort women, obligadas a «trabajar» a ritmos infernales a fin de que el ejército de ocupación se recupere de las fatigas de la guerra y a menudo eliminadas, una vez vueltas inútiles a causa de la explotación o de las enfermedades conexas.[38]

       La guerra en el extremo Oriente, que ve al Japón comportarse cruelmente respecto de los prisioneros ingleses y norteamericanos y recurrir incluso a las armas bacteriológicas contra China, concluye con el ataque atómico de Hiroshima y Nagasaki, contra un país que ya está exhausto y se prepara para rendirse: es por ello que existen estudiosos norteamericanos que han parangonado la aniquilación de la población civil de las dos ciudades japonesas totalmente indefensas con el exterminio de los judíos consumado por el Tercer Reich en Europa.

       De todo ello no hay rastros en el libro de Hannah Arendt. El Japón apenas aparece en el índice analítico: la guerra en Asia sólo merece una fugaz mención para denunciar el totalitarismo chino, y ni siquiera sólo del partido comunista, sino de un entero país a cuyas espaldas actúa, como hemos visto, el «despotismo oriental». Más allá del peso de la guerra fría —entretanto el Japón ha entrado a formar parte del alineamiento antitotalitario— surgen aquí todos los límites de la categoría de totalitarismo.

       Ella no alcanza a explicar adecuadamente ni siquiera las tragedias de las que se ocupa en forma específica. La «solución final» tiene a sus espaldas dos etapas in­mediatamente precedentes. En el curso de la Primera Guerra Mundial, es la Rusia zarista (un país aliado de la Entente) la que promueve la deportación masiva de las zonas fronterizas de los judíos, sospechados de escasa lealtad respecto de un régimen que los oprime. Luego de la caída del zarismo y del estallido de la guerra civil, son las tropas blancas (apoyadas por la Entente) las que desencade­nan la caza del judío, considerado como el inspirador oculto de la revolución «judeo-bolchevique»: de allí resultan masacres que —subrayan los historiadores— parecen ciertamente anticipar la «solución final».[39]

5. Un deductivismo arbitrario e inconcluyente

Si son clamorosas las remociones de la teoría del totalitarismo hoy dominante, es claramente insostenible el enfoque puramente deductivo sobre el cual ella se apoya. En el comunismo esbozado por Marx desaparecen el Estado, la nación, la religión, las clases sociales, todos los elementos constitutivos de una identidad metaindividual: no tiene ningún sentido hablar de organicismo y derivar de este presunto pecado original la aniquilación del individuo en el ámbito del sistema totalitario. En lo que respecta al sacrificio de la moral en el altar de la filosofía de la historia, este motivo ya está refutado anticipadamente o drásticamente problematizado por la propia Arendt en enero de 1946, que pinta a Marx como una suerte de profeta hebreo sediento de justicia.

       El enfoque puramente deductivo se revela arbitrario e inconcluyente incluso en relación con el Tercer Reich. Repasemos el árbol genealógico del nazismo tal como en general lo han reconstruido los historiadores más autorizados. El encuen­tro con Chamberlain es obligado: según Nolte, es un «buen liberal» que «alza la bandera de la libertad individual».[40] En efecto, tenemos que vérnoslas con un autor para el cual el germanismo (sinónimo en última instancia de Occidente) se ca­racteriza por el rechazo resuelto del «absolutismo monárquico» y de toda visión del mundo que sacrifique al «singular» en el altar de la colectividad. No por casualidad es Locke el «reelaborador de la nueva visión del mundo germánico»; y, si se quiere encontrar precedentes, se debe buscarlos en Ockam y antes incluso en Duns Scoto, para quien la «única realidad» está constituida por el «individuo».

       Una reconstrucción histórica de los «orígenes culturales del Tercer Reich» no puede ignorar de ningún modo a Gobineau: el autor del Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas celebra «las tradiciones liberales de los arios», quienes desde hace tiempo resisten esta «monstruosidad cananea» que es la idea de «patria». Si luego en este contexto insertamos también a Langbehn, como sugiere entre otros Mosse,[41] veremos que es todavía más neta la profesión de fe individualista, así como la celebración del «espíritu santo del individualismo» y del «principio alemán del individualismo», esta «estimulante fuerza fundamental y originaria de todo germanismo». Los países señalados como modelo son, por lo demás, los países clásicos de la tradición liberal. Si Gobineau dedica su libro «a Su Majestad Jorge V», Langbehn celebra al pueblo inglés como «el más aristocrático entre todos los pueblos» y «el más individual entre todos los pueblos», así como Le Bon (un autor muy querido para Goebbels) contrapone constante y positivamente el mundo anglosajón al resto del planeta.[42]

       ¿Pero por qué ir tan lejos? Abramos Mein Kampf. Es dura la polémica contra una visión del mundo que, pretendiendo atribuir al Estado una «fuerza creativa y productiva de cultura», desconoce no sólo el valor de la raza, sino que además es también culpable de «subvalorar a la persona», aún más, a la «persona singular».[43] La «cultura de la humanidad» reposa en primer lugar «sobre la genialidad y la energía de la personalidad»,[44] y, por lo tanto, nunca se debe perder de vista al «hombre singular», al «ente singular» (Einzelwesen) en su irreductible peculiaridad,[45] a los «hombres singulares» en sus «múltiples y sutilísimas diferenciaciones».[46] Hitler aspira a presentarse como el defensor auténtico y coherente del valor de la «personalidad», del «sujeto», de la «fuerza creativa y la capacidad de la persona singular, del significado superior de la personalidad», del «principio de la personalidad» contra el «principio democrático de la masa», que encuentra por cierto en el marxismo su expresión más consecuente y repugnante.[47] Si el marxismo niega «el valor de la persona», el movimiento nazi «debe promover con todos los medios el respeto de la persona, nunca debe olvidar que en el va­lor personal reside el valor de todo lo que es humano y que toda acción es el producto de la fuerza creativa de un hombre singular».[48]

       Naturalmente, es fácil leer también en el nazismo llamados a la unidad coral en la lucha contra el enemigo: pero éste es un motivo al cual, por obvias razones, recurre, con modalidades diversas en cada ocasión, la ideología de la guerra de todos los países comprometidos en la Segunda Guerra de los Treinta Años. Ciertamente, sería necesario indagar a través de qué procesos la celebración del «individuo», de la «personalidad» y del «singular» se transforma, de modo consciente o subrepticio, en la celebración de la cultura o del pueblo que está en gra­do de comprender realmente estos valores, con la consiguiente jerarquización de los pueblos y la condena de las «razas» consideradas intrínsecamente e irremediablemente colectivistas.[49] Pero ésta es una dialéctica que también se manifiesta en el ámbito de la tradición liberal y que, en todo caso, no puede ser descripta mediante la categoría de organicismo o holismo.

       En la mejor de las hipótesis, pretender explicar el totalitarismo con el organicismo o con el sacrificio de la moral en el altar de la filosofía de la historia es como explicar la virtud soporífera del opio remitiendo a su vis dormitiva.

6. Totalitarismo y partido único

Pero hagamos ahora una abstracción completa de los orígenes culturales del to­talitarismo y concentrémonos en sus características. Ellas serían individualizadas como «una ideología [de Estado], en un partido único, generalmente dirigido por un solo individuo, mediante una conducta terrorista, el monopolio de los medios de comunicación, el monopolio de la violencia y una economía directa­mente gobernada por un poder central».[50] La primera de las dos últimas caracte­rísticas —admiten los autores de esta definición— quizás remite a la naturaleza del Estado en cuanto tal, y la segunda puede ser verificada también en Gran Bretaña, en ese momento (1956) profundamente marcada por las nacionalizaciones y las reformas sociales laboristas. Conviene entonces concentrarse sobre las otras características. ¿El monopolio de los medios de información remite exclusivamen­te a la «dictadura totalitaria»? Como debería ser conocido, en el curso de la Primera Guerra Mundial Wilson creó un Comité de Información Pública que proveía a la prensa cada semana 22.000 columnas de noticias, reteniendo todo lo que era considerado como susceptible de favorecer al enemigo. ¿Sería entonces la «conducta terrorista» lo que define de modo peculiar al totalitarismo? Se tiene la impresión de que los dos autores aquí citados ignoraban la historia del país al cual habían emigrado y en el que vivían. Sobre la base de la Espionage Act del 16 de mayo de 1918 se podía ser condenado hasta con veinte años de cárcel por haberse expresado «desleal, irreverente, vulgar o abusivamente sobre la forma de gobierno de los Estados Unidos, o sobre la Constitución de los Estados Unidos, o sobre las fuerzas militares o navales de los Estados Unidos, o sobre la bandera […] o sobre el uniforme del ejército o de la marina de los Estados Unidos». Son autorizados historiadores estadounidenses los que subrayan que las medidas promulgadas en el curso del primer conflicto mundial apuntaban «a borrar la más mínima traza de oposición». Y con la violencia desde arriba se entrelaza la vio­lencia desde abajo, tolerada y estimulada por las autoridades, lo que se expresa en una caza despiadada contra cualquier sospechoso de escaso fervor patriótico.[51]

       En lo que respecta entonces al «partido único, generalmente dirigido por un solo individuo», asistimos aquí a la amalgama y a la confusión de dos problemas sensiblemente distintos. Sobre el rol del líder puede ser interesante una compa­ración. Cuando en 1950 estalla la guerra en Corea, mientras Truman no tiene ninguna dificultad para decidir la intervención independientemente del Congreso,[52] Mao, por el contrario, debe enfrentar y derrotar la dura oposición que en­cuentra en el ámbito del Buró Político y que inicialmente hasta lo deja en minoría.[53] Resta considerar el hecho de que, a diferencia de los Estados Unidos, en China rige el partido único y que esta característica es común a los regímenes totalitarios. Además de detentar el monopolio de la acción política, es un partido-ejército y al mismo tiempo, sobre todo en el caso de los comunistas, un partido-iglesia. ¿Ello confirma la validez de la teoría del totalitarismo?

       Por el contrario, si esta teoría apunta exclusivamente al comunismo y al nazis­mo, ella ha sido ya refutada por Hayek, que justamente hace intervenir en la comparación también a los partidos socialistas. En efecto, cuando deplora la in­capacidad de la prensa burguesa para influir sobre las «grandes masas», y decla­ra que es necesario saber aprender de las campañas de agitación lanzadas por el «marxismo», Hitler se refiere en primer lugar a la «prensa socialdemocrática» y a los «agitadores» (oradores y periodistas) de la socialdemocracia.[54]

       Pero, a su vez, Hayek se equivoca cuando se limita a la observación empírica, sin siquiera interrogarse acerca de las razones del fenómeno (el partido-ejército y el partido-iglesia) que él comprueba y deplora. Los partidos socialistas aspiran a romper el monopolio burgués de los medios de información, y por eso promueven la publicación de periódicos partidarios, organizan escuelas para la formación de cuadros, etc. Es un problema que la burguesía no se plantea: ella puede contar con el control del aparato escolar y de la gran prensa de información, y tanto más con el sostén que, de modo directo o indirecto, reciben de las iglesias y de otras asociaciones y articulaciones de la sociedad civil. La legislación antisocialista promulgada por iniciativa de Bismarck impone al partido la necesidad de adaptarse a las condiciones de la ilegalidad e igualmente hace surgir la aspiración a romper también el monopolio burgués de la violencia. Es una dialéctica que se desarrolla ya en el curso de la Revolución Francesa. La burguesía se esfuerza por mantener el monopolio de la violencia imponiendo cláusulas censitarias hasta para el enrolamiento en la Guardia Nacional y es entonces que sobre la vertien­te opuesta se organizan partidos que también son organizaciones de lucha.

       Esta dialéctica alcanza su culminación en la Rusia zarista. Cuando desarrolla la teoría del partido, Lenin tiene presente el modelo constituido por la socialdemocracia alemana, cuya estructura centralizada será, con todo, ulteriormente re­forzada para poder enfrentar el desafío representado por la autocracia zarista y por un régimen policiaco particularmente astuto y carente de escrúpulos. Se comprende entonces que el partido bolchevique se revele más que ningún otro a la altura del estado de excepción permanente que, a partir de la Primera Guerra Mundial, caracteriza a Rusia y a Europa. De este modo se vuelve un modelo, no sólo para los comunistas, sino también para sus antagonistas. En abril de 1923, en el XII Congreso del Partido Comunista Ruso (bolchevique) Bujarin observa:

Los fascistas, más que cualquier otro partido, han hecho propia y ponen en práctica la experiencia de la revolución rusa. Si los consideramos desde el punto de vista formal, esto es, desde el punto de vista de la técnica de sus procedimientos políticos, se tiene una perfecta aplicación de la táctica bolchevique y específicamente del bolchevismo ruso: en el sentido de una rápida concentración de la fuerza y de una acción enérgica por parte de una organización militar sólida y compacta.[55]

La contigüidad que en Hayek es sinónimo de cercanía ideológica y política, aquí es sinónimo de antagonismo. A la tentativa de los partidos obreros de romper el monopolio burgués de la violencia, la burguesía responde rompiendo el monopolio socialista y comunista de los partidos de lucha: ésta es la lectura de Bujarin.

       Por lo demás, la secuencia temporal fijada por Hayek es esquemática y aproximativa. En situaciones distintas, son los socialistas quienes deben aprender de sus antagonistas. En Italia, mientras las organizaciones sindicales y políticas de las clases populares son sistemáticamente destruidas por el asalto fascista (estamos en la vigilia de la marcha sobre Roma, esto es, del golpe de Estado monárquico-mussoliniano), Guido Picelli (por entonces, socialista) advierte la necesidad de rom­per con la tradición legalista en la tentativa de organizar una defensa:

Hoy, en cambio, se necesitan métodos nuevos. Frente a la fuerza armada se necesita la fuerza arma­da. De aquí la necesidad de la formación en Italia del «ejército rojo proletario». Lamentablemente los hechos han demostrado suficientemente, y algunos pocos lo hemos sostenido desde el principio, que al fascismo se lo vence en el terreno de la violencia, al cual él primeramente nos ha arrastrado. La resignación cristiana aconsejada por los maestros del método reformista ha vuelto arrogante al enemigo y conducido a la ruina a nuestras organizaciones. […] El proletariado necesita un nuevo ór­gano de defensa y de batalla: —su ejército». Nuestras fuerzas deben encuadrarse y disciplinarse vo­luntariamente. El obrero debe transformarse en soldado, soldado proletario, pero «soldado». […] Para atacarnos la burguesía no ha creado un partido, lo que habría sido insuficiente, sino un orga­nismo armado, su ejército: el fascismo. Debemos hacer lo mismo.[56]

Es especialmente arbitrario el punto de partida indicado por Hayek. Tranquila­mente se puede proceder retrospectivamente desde el punto de partida que él indica (la formación de los partidos socialistas). Una vez más, estamos en presencia de una dialéctica que se manifiesta ya en el curso de la Revolución Fran­cesa: si las secciones populares jacobinas son la respuesta al monopolio burgués y propietario de la Guardia Nacional, la jeunesse dorée es la réplica burguesa y propietaria al monopolio popular del partido organizado para la lucha. La clase dominante que profesa el liberalismo está ausente de este cho­que sólo en apariencia: las organizaciones protofascistas que se constituyen en Francia a comienzos del siglo XX funcionan como una «policía auxiliar» del poder y de la clase dominante.[57]

       También se desarrolla una dialéctica análoga en lo que respecta al sindicato. Obviamente los capitalistas —ya lo advierte Adam Smith— no tienen necesidad de él;[58] con todo, a los sindicatos inspirados por el marxismo o por movimientos de opo­sición más o menos radicales siguen sindicatos inspirados por la Iglesia y, más tar­de, otros más, inspirados por el movimiento fascista y nazi; finalmente, hasta ven la luz los «sindicatos» del capital.

       Amalgamando y asimilando dos «hechos» (el de apoyarse sobre el partido-ejército y sobre el partido-iglesia por parte de los socialistas y los comunistas, por un lado, y por los fascistas y los nazis, por el otro), la lectura de Hayek se revela afectada por una superstición positivista. Pero es sobre esta superstición sobre la que se funda, en último análisis, la teoría corriente del totalitarismo. Con la misma lógica de Hayek se podrían amalgamar Roosevelt y Hitler: ¡el «hecho» de que ambos recurran a los tanques, a los aviones y a las naves de guerra es irrefutable!

       Por otro lado, en la forja de sus instrumentos de lucha Hitler no se limita a ob­servar a los partidos socialistas y comunistas. Cuando considera la incapacidad de los partidos burgueses tradicionales para influir sobre las clases populares, ex­puestas así inermes a la influencia y a la agitación subversiva, el autor de Mein Kampf se propone aprender también, además de la socialdemocracia, de la Iglesia católica, de la cual, a pesar de todo, aprecia su enraizamiento en grandes masas y la capacidad conexa de reclutar cuadros incluso de los estratos populares más modestos.[59] Fue sobre todo una orden religiosa la que suscitó la admiración del Führer: «fue con Himmler que la SS se convirtió en esta milicia extraordinaria, devota de una idea, fiel hasta la muerte. En Himmler veo a nuestro Ignacio de Loyola».[60] Ya señalada por de Maistre como la única organización en condiciones de enfrentar a la masonería revolucionaria,[61] posteriormente asumida por Rhodes como modelo para la realización de su idea imperialista de «dominio basado sobre el secreto» —y es Arendt quien lo hace notar—,[62] la orden de los jesuitas es finalmente interpretada como la organización de cuadros capaces, disciplinados y devotos a la causa que necesita la guerra civil contrarrevolucionaria del siglo XX. ¿Debemos entonces amalgamar y asimilar logias masónicas, Societas Jesu y Schutzstaffeln?

7. Estado racial y eugenesia: los Estados Unidos y el Tercer Reich

Sería bastante pobre una definición del Tercer Reich que se limitase a poner en evidencia su carácter totalitario, remitiendo en particular al fenómeno de la dictadura del partido único. En cuanto líderes de una dictadura de partido único, no hay dificultad en amalgamar a Hitler con Stalin, Mao, Deng, Ho Chi-Minh, Nasser, Ataturk, Tito, Franco, etc., pero este ejercicio escolar está bastante lejos de un análisis histórico concreto. Si además nos preocupa distinguir entre los «totalitarios» Stalin y Hitler y el «autoritario» Mussolini, cuyo poder está limi­tado por la presencia del Vaticano y de la Iglesia, no se ha adelantado mucho. En este caso, más que un recorrido real, asistimos a un desplazamiento: de la ideología se pasó inadvertidamente a un ámbito completamente distinto, a realidades de hecho independientes y preexistentes respecto de las elecciones ideológicas y políticas del fascismo.

       En lo que respecta al Tercer Reich, resulta bastante difícil decir sobre el algo determinado y concreto sin hacer referencia a sus programas raciales y eugenesicos. Y estos nos conducen en una dirección bastante distinta de aquélla suge­rida por la categoría de totalitarismo. Inmediatamente después de la conquista del poder, Hitler se preocupó por distinguir netamente, incluso en el plano ju­rídico, la posición de los arios respecto de la de los judíos, así como de la de los pocos mulatos que vivían en Alemania (luego de la conclusión de la Primera Guerra Mundial, tropas de color de la retaguardia del ejército francés participa­ron de la ocupación del país); por ello, un elemento central del programa nazi fue la construcción de un Estado racial. Y bien ¿cuáles eran en ese momento los posibles modelos de Estado racial? Más todavía que hacia Sudáfrica, el pensa­miento corre en primer lugar hacia el sur de los Estados Unidos. Y, por otro la­do, en forma explícita, aún en 1937 Rosenberg se remite ciertamente a Sudáfrica: está bien que permanezca sólidamente «en manos nórdicas» y blancas (gracias a oportunas «leyes» que se ocupan, además que de los «indios», también de «ne­gros, mulatos y judíos») y que constituya un «sólido bastión contra el peligro representado por el «despertar negro». Pero el punto de referencia principal lo constituyen los Estados Unidos, este «espléndido país del futuro» que tuvo el mérito de formular la feliz «nueva idea de un Estado racial», idea que ahora se trata de poner en práctica, «con fuerza juvenil», mediante expulsión y depor­tación de los «negros y amarillos».[63] Basta dar una mirada a la legislación de Nürenberg para advertir las analogías con la situación en acto al otro lado del Atlántico: obviamente, en Alemania los que ocupan primeramente el lugar de los afroamericanos son los alemanes de origen judío. «La cuestión negra —escribe Rosenberg en 1937— es el vértice de todas las cuestiones decisivas en los Estados Unidos»; y una vez que el absurdo principio de la igualdad haya sido invalidado para los negros, no se ve por qué no se deberían extraer «las necesarias conse­cuencias también para los amarillos y los judíos».[64] Incluso en lo que respecta al proyecto, tan querido para él, de la construcción de un imperio continental alemán, Hitler tiene bien presente el modelo de los Estados Unidos, a los que cele­bra «la inaudita fuerza interior»:[65] Alemania está llamada a seguir este ejemplo expandiéndose en Europa oriental como en una suerte de Far West y tratando a los «indígenas» de la misma manera que a los pieles rojas.[66]

       Llegamos a las mismas conclusiones si dirigimos la mirada a la eugenesia. Es conocida la deuda que el Tercer Reich contrae al respecto con los Estados Uni­dos, donde la nueva «ciencia», inventada en la segunda mitad del siglo XIX por Francis Galton (primo de Darwin), conoce una gran fortuna. Bastante antes del advenimiento de Hitler al poder, durante la vigilia del estallido de la Primera Guerra Mundial, ve la luz en Munich un libro que ya desde el título señala a los Estados Unidos como modelo de «higiene racial». El autor, vicecónsul del Imperio Austrohúngaro en Chicago, celebra a los Estados Unidos por la «lucidez» y la «pura razón práctica» de la cual dan prueba al afrontar con la debida energía un problema tan importante y sin embargo tan frecuentemente reprimido: violar las leyes que prohiben las relaciones sexuales y matrimoniales mixtas pue­de comportar hasta diez años de reclusión y son pasibles de pena, además de los protagonistas, también sus cómplices.[67] Incluso después de la conquista del po­der por parte del nazismo, los ideólogos y los «científicos» de la raza continúan machacando: «también Alemania tiene mucho que aprender de las medidas de los norteamericanos: ellos conocen sus asuntos».[68] Hay que agregar que no esta­mos en presencia de una relación unidireccional. Luego del advenimiento de Hi­tler al poder, son los seguidores más radicales del movimiento eugenésico norteamericano quienes observan como un modelo al Tercer Reich, hacia don­de no pocas veces se dirigen en viajes de estudio y de peregrinaje ideológico.[69]

       Una pregunta se impone: ¿por que debería ser más característico para definir el régimen nazi el recurso a la dictadura del partido único que la ideología y la práctica racial y eugénica? Es precisamente de este ámbito del que derivan las categorías centrales y los términos clave del discurso nazi. Como se ve con Rassenhygiene, que no es más que la traducción alemana de eugenics, la nueva cien­cia inventada en Inglaterra y triunfante del otro lado del Atlántico. Pero hay ejemplos todavía más clamorosos. Rosenberg expresa su admiración por el au­tor norteamericano Lothrop Stoddard, a quien corresponde el mérito de ser el primero en haber acuñado el término Untermensch, que ya en 1925 aparece como subtítulo de la traducción alemana de un libro publicado en Nueva York tres años antes.[70] Por lo que respecta al significado del término acuñado por él, Stod­dard aclara que indica la masa de «salvajes y semisalvajes», externos o internos a la metrópolis capitalista, reputados como «incapaces de cultura y sus enemigos incorregibles» y con los cuales hay que proceder a un ajuste de cuentas.[71] En los Estados Unidos, como en todo el mundo, es necesario defender la «supremacía blanca» contra «la marea ascendente de los pueblos de color»: el bolchevismo es quien la atiza, «el renegado, el traidor en el interior de nuestro campo» que, con su insidiosa propaganda, además de las colonias, alcanza «las mismas regiones negras de los Estados Unidos».[72] Se comprende bien la extraordinaria fortuna de estas tesis. Elogiado por dos presidentes estadounidenses (Harding y Hoover) incluso antes que por Rosenberg, el autor norteamericano es recibido posterior­mente con todos los honores en Berlín, donde se encuentra no sólo con los exponentes más ilustres de la eugenesia nazi, sino también con los más altos jerarcas del régimen, incluido Adolfo Hitler,[73] ya embarcado en su campaña de exterminio y sometimiento de los Untermenseben.

       Conviene concentrar la atención todavía sobre otro término. Hemos visto que Hitler consideraba como un modelo la expansión blanca en el Far West. Inme­diatamente después de haber invadido Polonia, Hitler procede a su desmembra­miento: una parte es incorporada directamente en el Gran Reich (y de ella son expulsados los polacos): el resto constituye la «Gobernación general» en el ám­bito del cual —declara el gobernador general Hans Frank— los polacos viven como en «una suerte de reserva» (están «sometidos a la jurisdicción alemana» sin ser «ciudadanos alemanes»).[74] El modelo norteamericano es aquí seguido de ma­nera casi escolar.

       Por lo menos en su fase inicial, el Tercer Reich se propone instituir también un Judenreservaty una «reserva para los judíos», a semejanza, una vez más, de aque­llas que habían encerrado a los pieles rojas. Incluso, en lo que respecta a la expre­sión «solución final» la vemos aparecer antes que en Alemania ya en los Estados Unidos, referida a la «cuestión negra» más que a la «cuestión judía».[75]

       Así como no es asombroso que el «totalitarismo» haya encontrado su expresión más cristalizada en los países en el centro de la Segunda Guerra de los Treinta Años, tampoco lo es que el intento nazi de construir un Estado racial haya reca­bado motivos de inspiración, categorías y términos clave de la experiencia histó­rica más rica que, a tal propósito, tenía frente a sí, la acumulada por los blancos norteamericanos en su relación con los pieles rojas y con los negros. Obviamen­te no deben perderse de vista las diferencias en lo que respecta al gobierno de la ley, a la limitación del poder estatal (por lo que se refiere a la comunidad blanca), etc. Queda en pie el hecho de que el Tercer Reich se presenta como el intento, lle­vado a cabo en las condiciones de la guerra total y de la guerra civil internacional, de realizar un régimen de white supremacy a escala planetaria y bajo hegemonía alemana, recurriendo a medidas eugenésicas, político-sociales y militares.

       El corazón del nazismo está constituido por la idea del Herrenvolk, que remite a la teoría y a la práctica racial del sur de los Estados Unidos y, más en general, a la tradición colonial de Occidente; y esta idea es el blanco principal de la revolu­ción de Octubre, que no por casualidad llama a los «esclavos de las colonias» a romper sus cadenas. La teoría habitual del totalitarismo concentra la atención ex­clusivamente en los métodos similares atribuidos a ambos antagonistas, haciéndo­los descender, por lo demás, de modo unívoco, desde una presunta afinidad ideológica, sin ninguna referencia a la situación objetiva y al contexto geopolítico.

8. Para una redefinición de la categoría de «totalitarismo»

El error fundamental de la categoría de totalitarismo reside en que transforma una descripción empírica, relativa a ciertas características determinadas, en una deducción lógica de carácter general. No existe dificultad cuando se desea comprobar las analogías entre la Unión Soviética estaliniana y la Alemania nazi; a partir de ellas es posible construir una categoría general (totalitarismo) y subrayar la presencia en los dos países del fenómeno así definido; pero transformar es­ta categoría en la clave de explicación de los procesos políticos que tuvieron lugar en los dos países es un salto temerario. Su arbitrariedad debería ser evidente por dos razones fundamentales. Hemos considerado ya la primera: de modo subrepticio, las analogías que subsisten entre la Unión Soviética y el Tercer Reich respecto de la cuestión del partido único son consideradas decisivas, mien­tras que ellas son ignoradas y reprimidas en el plano de la política eugenésica y racial, aun cuando permitirían instituir agrupamientos muy diferentes.

       Veamos ahora la segunda razón: aun cuando se decida concentrar la atención en la dictadura de partido único en los dos países que habitualmente se confrontan, ¿por qué remitir a la afinidad de las dos ideologías más que a la semejanza de las situaciones políticas (el estado de excepción permanente) o del contexto geopolítico (la particular vulnerabilidad) que los dos países deben afrontar? Me parece evidente, en cambio, que como fundamento del fenómeno totalitario, junto a las ideologías y a las tradiciones políticas, actúa potentemente la situación objetiva.

       A este propósito, puede ser instructiva una reflexión sobre el origen del término «totalitarismo». Dos años después del estallido de la Revolución de Octubre, mientras todavía perduraba el eco del primer conflicto mundial, surge la crítica del «totalismo revolucionario» (revolutionärer Totalismus).[76] El recurso al adjetivo parece implicar un totalismo diverso del revolucionario. Mientras indica directamente una species (el «totalismo revolucionario»), el genus (totalismo) remite, aunque sea de modo indirecto, a una species diversa, la del totalismo bélico. En efecto, el sustantivo utilizado en este momento (que precede al posterior «totalitarismo») tiene inmediatamente detrás un adjetivo que a partir de 1914 comienza a resonar de modo obsesivo. Se habla de «movilización total» y, algunos años después, de «guerra total», e incluso de «política total».[77] La «política total» es la política que está a la altura, precisamente, de la «guerra total». ¿Pero no es éste también el significado real que se debe atribuir a la categoría de «totalitarismo»? Tanto Mussolini como Hitler declaran en forma explícita que los movimientos y los regímenes que ellos dirigen son hijos de la guerra; y a la guerra remiten inevitablemente también la revolución que se levantó contra ella y el régimen polí­tico que de ella surgió.

       Si así están las cosas, amalgamar la Unión Soviética y la Alemania hitleriana como la expresión por excelencia del totalitarismo resulta incluso una banalidad: ¿dónde habrían debido evidenciarse las características de fondo del régimen político correspondiente a la guerra total si no en los dos países que estuvieron en el centro de la Segunda Guerra de los Treinta Años? No es en absoluto asom­broso que el universo concentracionario haya asumido aquí una configuración netamente más brutal que la que se presenta, por ejemplo, en los Estados Uni­dos, protegidos del peligro de invasión por el océano y que, en el curso del gi­gantesco choque, sufren pérdidas y devastaciones en gran medida inferiores a las que sufrieron los otros contendientes principales. Alrededor de un siglo y medio antes de la vigilia de la promulgación de la nueva constitución federal, Hamilton había explicado que la limitación del poder y la instauración del go­bierno de las leyes había tenido éxito en dos países de tipo insular, que gracias a los mares estaban puestos al reparo de las amenazas de las potencias rivales. En caso de que el proyecto de la Unión fracasara y se formara sobre sus ruinas un sistema de estados análogo al existente en el continente europeo —advirtió el estadista norteamericano— también en América habrían hecho su aparición los fenómenos de un ejército permanente, un fuerte poder central e incluso del absolutismo. Si la posición insular todavía continúa siendo un elemento de protección en el siglo XX, ya no es un obstáculo insuperable: luego de la gue­rra total con las grandes potencias europeas y asiáticas, el totalitarismo irrum­pe también en los Estados Unidos, como lo demuestra la legislación terrorista que apunta a extirpar toda oposición y, en forma particularmente clamorosa, el surgimiento del instituto más típico del totalitarismo, esto es, el campo de concentración.

       Se puede decir que respecto de la Unión Soviética y del Tercer Reich, los cam­pos de concentración en Francia y en los Estados Unidos asumieron una configu­ración más blanda (pero sería superficial e irresponsable permitirse considerarlos una bagatela); permanece el hecho de que para resultar adecuada una teoría debe estar en condiciones de explicar la irrupción de esta institución en los cuatro países, comprendiendo aquellos que gozaban de un ordenamiento liberal, y debe explicar en qué medida las diferencias remiten a la diversidad de las ideologías o a la diversidad de la situación objetiva y del contexto geopolítico. Una teoría real­mente adecuada debe además explicar los campos de concentración en los que el Occidente liberal en su conjunto ha recluido a las poblaciones coloniales (desde hace siglos, blancos de la guerra total). Así como, en términos más generales, de­be explicar el hecho por el que, a partir del estallido de la Primera Guerra Mun­dial, se le atribuye al Estado, incluso en los países de ordenamiento liberal, según la observación de Weber, «un poder “legítimo” sobre la vida, la muerte y la libertad» de los ciudadanos. Más que dar una respuesta, la teoría corriente del totali­tarismo ni siquiera llega a formular el problema.

9. Contradicción performativa e ideología de la guerra en la teoría corriente del totalitarismo

Marx ha sembrado las semillas del totalitarismo comunista que se le ha reclama­do: es una tesis que está presente en Arendt a partir de la guerra fría y que ya es parte integrante de la teoría corriente del totalitarismo. Pero, para parafrasear un célebre dicho de Weber a propósito del materialismo histórico, tampoco la tesis de la no inocencia de la teoría es un taxi del que se pueda subir o bajar cuando se quiera. En consecuencia ¿qué rol han jugado la teoría habitual del to­talitarismo y la consigna de la lucha contra el totalitarismo en la masacre que en Indonesia, en 1965, le costó la vida a cientos de miles de comunistas? Por lo que respecta a la historia contemporánea de América Latina, sus páginas más negras remiten, no al «totalitarismo», sino a la lucha contra él. Por dar sólo un ejemplo, hace algunos años, en Guatemala, la «Comisión por la verdad» ha acusado a la Central de Inteligencia de los Estados Unidos de haber ayudado vigorosamente a la dictadura militar a cometer «actos de genocidio» en perjuicio de los indios mayas, culpables de haber simpatizado con los opositores del régimen caro a Washington.[78]

       En otros términos: con sus silencios y sus remociones, ¿la teoría habitual del totalitarismo no se ha transformado ella misma en una ideología de la guerra y de la guerra total, contribuyendo a alimentar ulteriormente el horror que sin em­bargo pretende denunciar y cayendo, en consecuencia, en una trágica contradicción performativa?

       En nuestros días abundan las denuncias, con la mirada dirigida al Islam, del «totalitarismo religioso»[79] o del «nuevo enemigo totalitario que es el terrorismo».[80] Irrumpe con renovada vitalidad el lenguaje de la guerra fría. Como lo confirma la advertencia dirigida por un eminente senador norteamericano (Joseph Lieberman) a Arabia Saudita: debe estar muy atenta a rechazar las seducciones del totalitarismo islámico y a no dejarse aislar respecto de Occidente por una «cortina de hierro teológica».[81] Aun cuando el blanco polémico ha cambiado, la denuncia del totalitarismo todavía continúa funcionando excelentemente como ideología de la guerra contra los enemigos de Occidente. En nombre de esta ideología son justi­ficadas las violaciones de la Convención de Ginebra y el tratamiento inhumano reservado a los detenidos en la bahía de Guantánamo, el embargo y el castigo co­lectivo impuesto al pueblo iraquí y a otros pueblos, así como el martirio infligi­do al pueblo palestino. La lucha contra el totalitarismo sirve para legitimar y transfigurar la guerra total contra los «bárbaros» extraños a Occidente.

Università degli Studi di Urbino

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Abstract

 

The article exposes the problems of the category of «totalitarianism», just as this is exposed by Hannah Arendt in her celebrated work The origins of totalitarianism. The different composition dates of the three volumes of the work (during and after the Second World War) derived in a lack of interior coherence that becomes manifest in the existent divergences among the first and second volume, and the third. The category of «totalitarianism» receives a strong mark of the ideological mood resulting of the beginning of the Cold War. This causes several historical elisions and, from a scarce empirical evidence, privileges an homologation between the Soviet Union and the Nazi Germany, without paying attention that the extension of the concentration camp practices also embraced to the countries of democratic and liberal tradition.

Publicado originalmente en la revista:

Deus Mortalis, n° 2, 2003, pp. 265-296.

Notas

 

[1] En Paolo Pombeni (a cura di), Socialismo e cristianesimo (1815-1975), Brescia, Queriniana, 1977, pp. 324-325; cursivas mías.

[2] Max Horkheimer-Theodor W. Adorno, Dialektik der Aufklarung (1944), trad. italiana de Renato Solmi, Dialettica dell’illummismo (1966), Torino, Einaudi, pp. 62 y 92.

[3] Simone Weil, Sulla Germania totalitaria, a cura di Giancarlo Gaeta, Milano, Adelphi, pp. 218-219.

[4] Ibid., pp. 204 y 206.

[5] Jakob L. Talmon, The Origins of Totalitarian Democracy (1952), trad. italiana de María Luisa Izzo Agnetti, Le ongini della democracia totalitaria, Bologna, Il Mulino, 1967, p. 11.

[6] Friedrich A. von Hayek, The Road to Serfdom (1944), London, Ark Paperbacks, 1986, pp. 8-9.

[7] Ibid., p. 85.

[8] Friedrich A. von Hayek, The Constitution of Liberty (1960), trad, italiana de Marcella Bianchi di Lavagna Malagodi, La società libera, Firenze, Vallecchi, 1969, p. 76.

[9] Friedrich A. von Hayek, The Road…, op. cit., cap. vii.

[10] Karl A. Wittfogel, Oriental Despotism. A Comparative Study of Total Power (1957), New Haven, Yale University Press, 1959.

[11] Karl R. Popper, The Open Society and its Enemies (1943; 1966, 5a. ed.), trad. italiana di Renato Pavetto, edición de Dario Antiseri, La societa aperta e i suoi nemici, Roma, Armando, 1974, vol. 1, p. 15.

[12] En Wolfgang Ruge-Wolfgang Schumann (eds.), Dokumente zur deutschen Geschichte. 1939-1942, Frankfun a. M., Rödelberg, 1977, p. 82.

[13] Joseph Goebbels, Reden 1932-1945, Helmut Heiber (ed.), (1971-1972), Bindlach, Gondrom, 1991, vol. 2, pp. 163 y 183.

[14] Carlo Scarfoglio, Dio stramaledica gli Inglesi. L’Inghilterra e il continente (éste es el título dado por el editor actual; el título originario es: L’Inghilterra e il continente, 2a. ed., Roma, 1937), Mila­no, Barbarossa, 1999, p. 22.

[15] Hannah Arendt, Die Krise des Zionismus (octubre-noviembre de 1942), en Essays & Kommetare, Eike Geisel-Klaus Bittermann (eds.), Berlin, Tiamat, vol. 2, 1989, p. 87.

[16] En Henry S. Commager (ed.). Documents of American History (7a. ed.). New York, Appleton- Century-Crofts, 1963, vol. 2, p. 525.

[17] Véase la polémica de Mao contra el secretario de Estado norteamericano, Dean Acheson (intervención del 28 de agosto de 1949). Cf. Mao Tse-tung, Opere scelte, Pechino. Edizioni in lingue estere, 1975, vol. 4, pp. 457-459.

[18] Golo Mann, Vom Totalen Staat, cn «Die Neue Zeitung-Die amerikanische Zeitung in Deutschland», No. 247. 20/21, octubre de 1951, p. 14.

[19] Hannah Arendt, The Origins of Totalitarianism (1951), 3a. ed., New York, 1966, trad. Italiana de Amerigo Guadgnin, Le origine del totalitarismo, Milano, Comunitá, 1989, pp. 224 y 245-246.

[20] Ibid., pp. 246 y 256.

[21] Ibid., pp. 182, 186 y 301.

[22] Ibid., pp. 259 y 295-297.

[23] Elisabeth Young-Bruehl, Hannah Arendt. For Love of the World (1982), trad. italiana de David Mezzacapa, Hannah Arendt 1906-1975. Per amore del mondo, Torino, Bollati Boringhieri, 1990, p. 193.

[24] Hannah Arendt, Die Krise…, op. cit., p. 193.

[25] Hannah Arendt, Zionism Reconsidered, trad. italiana Ripensare il sionismo, en Ebraismo e modernità, a cura di Giovanni Bettini, Milano, Unicopli, 1986, p. 99.

[26] Hannah Arendt, The Moral of History (enero de 1946), trad, italiana La morale della storia, en Ebraismo…, op. cit., p. 121.

[27] Abbott Gleason, Totalitariamsm. The Inner History of the Cold War, New York-Oxford, Oxford University Press 1995, pp. 112-113 y 257, nota 30.

[28] Hannah Arendt. We Refugees (enero de 1943), trad. italiana Noi profughi, en Ebraismo…, op. cit., pp. 37-38.

[29] En Richard Hofstadter y Beatrice K. Hofstadter, Great Issues in American History (1958), New York, Vintage Books, 1982, vol. 3, p. 431.

[30] Hannah Arendt, Le origini…, op. cit., pp. 427-428.

[31] Ibid., pp. 430-431.

[32] En Richard Hofstadter y Beatrice K. Hofstadter. op. cit., vol. 3, p. 420.

[33] Hannah Arendt. Le origini…, op. cit., pp. 441-442.

[34] Ibid., p. 442.

[35] Golo Mann, Erinnerungen und Gedanken. Eine jugendin Deutschland (1986), trad. italiana de Mana Keller, edición de Lea Ritter Santini, Memorie e pensien Una giovinezza in Germán ta, Bologna, II Mulino, 1988, pp. 232-233.

[36] Hannah Arendt, On Revolution (1963), trad. italiana de Maria Negrini, Sulla Rivoluzione, Milano, Comunitá, 1983, pp. 65-66.

[37] Golo Mann, Vom Totalen Staat, op. cit., p. 14.

[38] Cf. Iris Chang, The Rape of Nanking. The forgotten Holocaust of World War II, New York, Ba­sic Books, 1997; Honda Katsuichi, The Nanjing Massacre (New York)-London, Sharpe, Armonk, 1999; George Hicks, The Comfort Women. Sex Slaves of the Japanese Imperial Forces, London, Souvenir Press, 1995.

[39] Para el cuadro general del siglo XX aquí delineado remito a mis obras II revisionismo storico. Problemi e miti, Roma-Bari, Laterza, 1996, y II peccato originale del Novecento, Roma-Bari. Laterza, 1998.

[40] Cf. Ernst Nolte, Der Faschismus in seiner Epoche (1963), trad. italiana de Francesco Saba Sardi y Giacomo Manzoni, I tre volti del fascismo, Milano, Mondadori. 1978. p. 398.

[41] George L. Mosse, The Crisis of German Ideology (1964). trad. italiana de Francesco Saba-Sardi, Le origini culturali del Terzo Reich, Milano, Il Saggiatore, 1968, passim.

[42] Para el análisis de Gobineau, Langbehn, Chamberlain y Le Bon, remito a mi obra Nietzsche, il ribelle aristocratico. Biografia intellettuale e bilancio critico, Torino, Bollati Boringhieri 2002 cap 25, § 1.

[43] Adolf Hitler. Mein Kampf (1925/1927), München, Zentralverlag der NSDAP. 1939, pp. 419-420.

[44] Ibid., p. 379.

[45] Ibid., p. 421.

[46] Ibid., p. 492.

[47] lbid., pp. 493-498, passim.

[48] lbid., pp. 69 y 387.

[49] Cf. mi Nietzsche, il ribelle aristocrático…, op. cit., cap. 33, § 2.

[50] Carl J. Friedrich y Zbigniew K. Brzczinski, Totalitarian Dictatorship and Autocracy, Cambridge, Harvard University Press, 1956, p. 9.

[51] Cf. mi Democrazia o bonapartismo. Trionfo e decadenza del suffragio universale, Torino, Bollati Boringhieri, 1993, cap. 5, § 4.

[52] James Chase, Acheson. The Secretary of State Who Created the American World, New York Si­mon & Schuster, 1998, p. 288.

[53] Chen Jian, China’s Road to the Korean War. The Making of Sino-American Confrontation, New York, Columbia University Press, 1994, pp. 181-186.

[54] Adolf Hitler, Mein Kampf, op. cit., pp. 528-529.

[55] En Sergei Kulesov-Vittorio Strada, Il fascismo russo, Venezia, Marsilio, 1998, p. 53.

[56] En Renzo Del Carria, Proletari senza rivoluzione. Storia delle classi subalterne in Italia dal 1860 al 1910 (1966), Milano, Edizioni Oriente, 1970, 2a. ed., vol. 2, p. 224.

[57] Ernst Nolte, op. cit., pp. 119 y 146-148.

[58] Adam Smith, An Inquiry into tbe Nature and the Causes of the Wealth of Nations (1775-1776; 1783, 3a. cd.), trad. italiana de Franco Bartoli, Cristiano Camporesi y Sergio Caruso, Indagine sulla natura e le cause della ricchezza delle nazioni, Milano, Mondadori. 1977, p. 67 (libro I, cap. viii).

[59] Adolf Hitler, Mein Kampf, op. cit., pp. 481-482.

[60] Adolf Hitler, Libres Propos sur la Guerre et la Paix (se trata de las conversaciones de sobremesa de Hitler recogidas por Martin Bormann), François Genoud (cd.) (1952), trad. italiana de Augusto Donaudy, Idee sul destino del mondo, Padova, Edizioni di Ar, 1980, p. 145.

[61] Joseph de Maistre, Cinq lettres sur l’éducation publique en Russie (1810), en Oeuvres completes (Lyon, 1884), reimpresión anastática, Hildesheim-Zürich-New York, Olms, 1984, vol. 8, p. 205.

[62] Hannah Arendt. Le origini…, op. cit., p. 299.

[63] Alfred Rosenberg, Der Mythus des 20. Jahrhunderts (1930), München. Hoheneichen. 1937, pp. 666 y 673.

[64] Ibid., pp. 668-669.

[65] Adolf Hitler, Mein Kampf, op. cit., pp. 153-154.

[66] Cf. mi Il revisionismo storico. Problemi e mili, Roma-Bari, Laterza. 1996, cap. v, p. 6.

[67] Géza von Hoffmann, Die Rassenhygiene in den Vereinigten Stataten von Nordamerika, München, Lehmanns, 1913, pp. IX y 67-68.

[68] Hans S. R. Günther, Rassenkunde des deutschen Volkes (1922), München, Lehmanns, 1934, 16a. reimpresión, p. 465.

[69] Stefan Kühl, The Nazi Connection. Eugenics, American Racism and German National Socialism, New York-Oxford. Oxford University Press, 1994, pp. 53-63.

[70] Alfred Rosenberg, op. cit., p. 214.

[71] Lothrop Stoddard, The Revolt against Civilization (1922), trad, alemana del inglés de Wilhelm Heise, Der Kulturumsturz. Die Drohung des Untermenschen, München, Lehmanns, 1923, pp. 23-24.

[72] Lothrop Stoddard, The Rising Tide of Color Against White-World-Supremacy (1920), trad, francesa del inglés por Abel Doysié, Le flot montant des peuples de couleur contre la suprematie mondiale des Blancs, Paris, Payot, 1925, p. 194.

[73] Sobre esto cf. Stefan Kühl, op. cit., p. 64; el elogioso juicio del presidente Harding está mencio­nado en el comienzo de The Rising Tide of Color Against White-World-Supremacy.

[74] Cf. Wolfgang Ruge y Wolfgang Schumann (eds.), op. cit., p. 36.

[75] Cf. mi Il peccato originale del Novecento, op. cit., pp. 8-10.

[76] Alfons Paquee, Im Kommunistischen Rußland. Briefe aus Moskau, Jena, Diederichs, 1919, p. 111; fue Nolte quien llamó la atención sobre ello, cf. Ernst Nolle, Der europäische Bürgerkrieg 1917-1945. Nationalsozialismus und Bolschewismus, Frankfurt a. M./Berlin, Ullstein, 1987, p. 563.

[77] Erich Ludendorff, Der totale Krieg, München, Ludendorffs Verlag, 1935, p. 35 y passim; obviamente, el motivo de la movilización total remite de modo muy particular a Ernst Jünger.

[78] Cf. Mireya Navarro, «U. S. Aid and “Genocide”. Guatemala Inquiry Details CIA’s Help to Mi­litary», en International Herald Tribune, 27/28 de febrero de 1999, p. 3.

[79] Cf. Thomas L. Friedman, «World War III Is Against Religious Totalitarianism», en International Herald Tribune, 28 de noviembre de 2001.

[80] Barbara Spinelli, «Vizi e virtù di un’alleanza», en La Stampa, 25 de noviembre de 2001, p. 1.

[81] En James Dao, «U. S. Dismay With Saudis Fuels Talk of a Pullout», en International Herald Tribune, 17 de enero de 2002, pp. 1 y 4.

https://nochedelmundo.wordpress.com/2020/01/12/para-una-critica-de-la-categoria-de-totalitarismo-domenico-losurdo/

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