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¿Pasó algo en Mayo del 68?


Manifestantes se enfrentan con policías en el Boulevard Saint Michel el 6 de mayo de 1968 en Paris. / AFP PHOTO / Jacques MARIE


La revuelta estudiantil más conspicua de la historia cumple cincuenta años. Revolución o no, generó una poética tal que aun hoy panegiristas y detractores debaten sobre sus efectos. Sin demasiadas certezas pero con innegable creatividad, del 3 de mayo al 16 de junio de 1968 se desató un huracán que arrebató al célebre Quartier Latin e inoculó al mundo.

Nunca se imaginaron los estudiantes de Humanidades de Nanterre que protestaban por la detención de los miembros del “Comité Nacional contra la Guerra de Vietnam” la que se armaría. Bajo las consignas de “La imaginación al poder”, “Seamos realistas, pidamos lo imposible” o “Prohibido prohibir”, no solo se alzaron barricadas y llovieron adoquines sobre París, sino que se hizo patente la luminosa frase de Camus (el gran ausente, por su fallecimiento prematuro) cifrada diecisiete años antes en El hombre rebelde: “Cada rebelión es nostalgia de inocencia y apelación al ser”.

Al estallar, las protestas son reprimidas, pero en lugar de aplacarse escalan. Sorprendentemente, los estudiantes reciben el apoyo de los trabajadores. Sorprendentemente, pues Francia vivía los llamados Trente Glorieuses, un período de auge económico que duraría hasta principio de los 70, cuando en virtud de la guerra de Yom Kippur y el embargo petrolero impuesto por los países árabes contra Occidente por su apoyo a Israel, se disparó el precio del crudo de 4 a 12 dólares en 1974. Hasta entonces, Francia contaría con una moneda firme y una clase obrera que, superando las privaciones de la posguerra, disfrutaba de un mejor estándar de vida.

Aun así los trabajadores se vuelcan al conflicto. Empresas como Renault y la constructora aeronáutica Sud Aviation son ocupadas, y el paro en ciudades como París, Lyon y la región de Normandía es total. Rápidamente se suman los ferrocarriles nacionales, el transporte público, los controladores de tráfico aéreo, los astilleros, trabajadores metalúrgicos, del gas, el carbón y la banca: una gigantesca huelga que algunos calculan en 9 millones de personas y que moviliza casi toda la fuerza laboral del país.

París era una fiesta detrás de las barricadas. Y fiel al viejo dicho, tuvo fiebre y tembló Francia entera. La nación estaba paralizada. En pleno caos renuncian ministros. De Gaulle se tambalea. Mitterrand exige su dimisión y propone un gobierno provisional. Aduce que desde el 3 de mayo no hay Estado y se postula como candidato a la presidencia. El 29, De Gaulle deja París. Se dirige a Baden Baden a reunirse con el general Massu, comandante de las fuerzas francesas acantonadas en Alemania. A su regreso, al día siguiente, cuando todos lo consideran vencido, disuelve la Asamblea Nacional y llama a elecciones parlamentarias para el 23 de junio. Miles de franceses se vuelcan a la calle en su apoyo. Decreta aumentos salariales, flexibiliza las medidas contra los estudiantes y consigue un aplastante triunfo electoral.

En su mensaje de fin de año, el 31 de diciembre de 1968, resuella: “Enterremos finalmente a los diablos que nos han atormentado durante el año que se acaba”.

¿Muerto el perro se acabó la rabia?

Si bien el poder resultó indemne a la asonada –el movimiento jamás se planteó tomarlo–, el respeto por la autoridad no volvió a ser el mismo. Las viejas tradiciones, así como el prestigio de padres, maestros, gobernantes, iglesia, estamento militar –de la institucionalidad toda–, rodó como el jinete que cae de su cabalgadura. Y aunque el Mayo francés no virulentó el establishment ni modificó estructura política o económica alguna, inauguró una nueva mirada. Muchos distinguen en aquella osadía una vuelta de tuerca en favor del avance de la libertad. Otros encuentran en ella la depauperación, el empobrecimiento de las formas, educación incluida.

Para Jean-Paul Sartre, “al principio, los estudiantes se rebelaron contra las llamadas reformas  educativas (…), según las cuales debían decidir a los dieciséis o dieciocho años qué querían hacer con sus vidas. Los jóvenes se negaron. Querían poder leer a Goethe al tiempo que estudiaban la física no euclidiana de Riemann. Pero al sumar fuerzas, su rebelión se convirtió en una forma de rechazo al Estado, y desapareció el motivo original de las manifestaciones, convertidas en una especie de lucha de clases en la que quienes luchaban eran los jóvenes amenazados por el paro. Cuando se les unieron los trabajadores, pasó a ser una contienda de marginados contra dirigentes, en la que los primeros estaban representados por cualquier persona harta de actuar según el código definido por «esa gente» —es decir, los mayores, los ricos, aquellos que se habían graduado en las grandes écoles, los medios de comunicación, los que marcaban tendencias, la Iglesia, todas las iglesias—; en suma, los que se consideraban «la élite».

Jean-Pierre Le Goff, filósofo presente en las barricadas, sostiene que Mayo del 68 “introdujo una flexibilidad en las relaciones sociales y humanas entonces inimaginable (…) Francia se desprendió de los últimos despojos del siglo XIX, del moralismo católico y su glorificación del dolor. Surgió una mentalidad hedonista y se dejó de sentir el peso de los muertos. La sacralidad y verticalidad del Estado fueron puestas en duda”.

Para el expresidente Nicolás Sarkozy, constituyó el origen de todos los males modernos de Francia y Europa: Hay que «liquidar la herencia de Mayo del 68», vociferó en su campaña presidencial de 2007. Quiso el destino que por financiación ilegal este año fuese detenido en Nanterre, el mismo distrito del departamento de Altos del Sena en cuya universidad se diera el aldabonazo del movimiento que, a su ver, «confundió el bien y el mal, lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo».

Fernando Savater reconoce cierta nostalgia romántica en esa época. «La conclusión de aquella revolución de 1968 es que no hay un dogma o catecismo único, sino que hubo muchos mayos, casi tantos como países».

Gilles Lipovetsky, el pensador de la soledad creciente, considera que «Mayo del 68 fue la primera revolución en presente. Todos los otros grandes movimientos de la historia fueron revoluciones para el futuro, que convocaban al sacrificio y la muerte. La primavera juvenil de 1968 desdeñó ese sentido trágico de la historia para protagonizar la primera revolución lúdica y pacífica”.

Por el contrario, Eric Hobsbawm escribe en su Historia del siglo XX, que «las revueltas resultaron eficaces, fuera de proporción (…) y, sin embargo, no fueron auténticas revoluciones» (…) «Para los trabajadores (…) fueron solo una oportunidad para descubrir el poder de negociación industrial que habían acumulado, sin darse cuenta, en los 20 años anteriores». Y es que para la mayoría de los pensadores marxistas, Mayo del 68 fue una revolución traicionada. Rechinando los dientes, responsabilizan en su despecho a sus camaradas del Partido Comunista francés y de la Confederación General del Trabajo el haber desperdiciado un movimiento de masas sin precedentes, y no haberlo convertido en otra experiencia colectivista, de corte estalinista o maoísta.

Raymond Aron, por su parte, calificó el polvorín como un psicodrama: “No conozco otro episodio de la historia de Francia que me haya dejado el mismo sentimiento de irracionalidad”, escribió. Y Régis Debray (Mayo del 68, una contrarrevolución exitosa) asegura que fue el ingrediente cabal del capitalismo para imponer el modelo neoliberal: “Si la república burguesa celebra su natalicio en la toma de la Bastilla, celebrará el renacimiento en la toma de la palabra del ‘68”.

El líder más visible del movimiento, Daniel Cohn-Bendit, “Dany el rojo” (“por el color del pelo, no por mis ideas”, alerta), opina que hay que dejar atrás el asunto. En su libro Forget 68 (2008), celebra las ideas de aquella floración que impactó al mundo junto al movimiento hippie, la revolución sexual y el movimiento contra la segregación racial de Martin Luther King, pero pide a los jóvenes que constituyan otra agenda. “Las interminables conversaciones de mayo de 1968 suelen ser una forma de evitar hablar sobre los problemas de hoy”. 

Tras una reunión con Sarkozy cuando era presidente, Cohn-Bendit le obsequió un ejemplar de su libro, con la siguiente dedicatoria: “Para Nicolás. ¿Para cuándo la imaginación al poder?” Y coincide con Savater en que incluso el líder de centro-derecha, sometido hoy a juicio, es un producto de Mayo del 68: “¿Quién hubiera imaginado antes un presidente con dos divorcios en el Elíseo?».

Mayo del 68 parece destinado a mantenerse indefinidamente en la polémica. Y en una gama que va desde los que reconocen que su onda expansiva, antiautoritaria, se hermana a un movimiento mayor que incluye toda la gesta liberadora de fines de los sesenta, Primavera de Praga incluida, hasta los que, como Michel Houellebecq, con su desdén característico, se preguntan: “¿Acaso pasó algo en Mayo del 68?”.

Julio Cortázar, que residía en París desde 1951 y que debió haberlo vivido de cerca, no ocultó su identificación con la tolvanera estudiantil, y en Noticias del mes de mayo, (Último Round, 1969) sentimentalmente escribe:

 

Sí, nuestros sueños

Una vez más los sueños golpeando como ramas de tormenta

en las ventanas ciegas

Una vez más los sueños

la certidumbre de que Mayo

puso en el vientre de la noche

un semen de canción de antorcha la llamada

tierna y salvaje del amor que mira hacia lo lejos

para inventar el alba el horizonte (1968,117)


https://prodavinci.com/paso-algo-en-mayo-del-68/



“Mayo de 1968 nunca ocurrió”. 

Gilles Deleuze y Felix Guattari. 


En fenómenos históricos como la Revolución de 1789, la Comuna de París o la Revolución de 1977, hay siempre una parte de acontecimiento irreductible a los determinismos sociales, a las series casuales. A los historiadores no les gusta esta dimensión, así que restauran retrospectivamente las causas. Pero el propio acontecimiento se encuentra en ruptura o en desnivel con respecto a las causalidades: es una bifurcación, una desviación de las leyes, un estado inestable que abre un nuevo campo de posibilidades. Prigogine ha hablado de estos estados en los cuales, incluso en la física, las diferencias mínimas se propagan en lugar de anularse y fenómenos absolutamente independientes entran en resonancia, en conjunción. En este sentido, aunque un acontecimiento sea contrariado, reprimido, recuperado, traicionado, no por ello deja de implicar algo superable. Son los renegados los que dicen: ha quedado superado. Pero el propio acontecimiento, aunque sea antiguo, no se deja superar: es apertura de lo posible. Acontece en el interior de los individuos tanto como en el espesor de una sociedad. Claro que los fenómenos históricos que estamos invocando van acompañados de determinismos o causalidades, aunque sean de otra naturaleza. Mayo del 68 pertenece al orden de los acontecimientos puros, libres de toda causalidad normal o normativa. Su historia es “una sucesión de inestabilidades y de fluctuaciones amplificadas”. Hubo mucha agitación, gesticulación, palabras, bobadas, ilusiones en el 68, pero esto no es lo que cuenta. Lo que cuenta es que fue un fenómeno de videncia, como si una sociedad viese de repente lo que tenía de intolerable y viese al mismo tiempo la posibilidad de algo distinto. Es un fenómeno colectivo del tipo “Lo posible, que me ahogo…”. Lo posible no preexiste al acontecimiento sino que es creado por él. Es cuestión de vida. El acontecimiento crea una nueva existencia, produce una nueva subjetividad (nuevas relaciones con el cuerpo, con el tiempo, con la sexualidad, con el medio, con la cultura, con el trabajo…). Cuando se produce una nueva mutación social, no basta con extraer sus consecuencias o sus efectos siguiendo líneas de causalidad económicas o políticas. Es preciso que la nueva sociedad sea capaz de constituir dispositivos colectivos correspondientes a la nueva subjetividad, de tal manera que ella desee la mutación. Ésta es la nueva “reconversión”. El New Deal americano o el despegue japonés son ejemplos muy diferentes de reconversión subjetiva, con todo tipo de ambigüedades y hasta de estructuras reaccionarias, pero también con la dosis de iniciativa o de creación que constituía un nuevo estado social capaz de responder a las exigencias del acontecimiento. En Francia, por el contrario, tras el 68 los poderes no han dejado de convivir con la idea de que “había que acabar con ello”. Y, en efecto, se ha acabado con ello, pero en condiciones catastróficas. Mayo del 68 no fue la consecuencia de una crisis ni de una reacción a una crisis. Más bien al contrario. La crisis actual, los actuales impasses de la crisis francesa, derivan directamente de la incapacidad de la sociedad francesa para asimilar Mayo del 68. La sociedad francesa ha mostrado una particular impotencia para operar una reconversión subjetiva a nivel colectivo, como exigía el 68: de no ser por ello, ¿cómo podría hoy acometer una reconversión económica de condiciones de “izquierda”? No ha sabido proponer nada a la gente, ni en el terreno de los estudiantes ni en el de los trabajadores. Todo lo nuevo se ha marginalizado o caricaturizado. Hoy vemos cómo la gente de Longway se aferra a sus instalaciones siderúrgicas, los productores de leche a sus vacas, etcétera: ¿qué otra cosa podrían hacer, puesto que todo dispositivo para una existencia nueva, para una nueva subjetividad colectiva, ha sido aplastada de antemano por la reacción ante el 68, tanto a la izquierda como a la derecha? Hasta las radios libres. En cada ocasión, lo posible ha quedado clausurado. Nos encontramos por todas partes a los hijos del 68, aunque ellos no sepan que lo son, y cada país lo produce a su manera. No es una situación brillante. No son los jóvenes directivos. Son extrañamente indiferentes, y sin embargo están bien informados. Han dejado de ser exigentes, o narcisistas, pero saben perfectamente que nada responde actualmente a su subjetividad, a su capacidad de energía. Saben incluso que todas las reformas actuales se dirigen a más bien contra ellos. Se han decidido a dirigir sus propios asuntos hasta donde les sea posible. Mantienen una apertura, una posibilidad. Esto ocurre en todo el mundo. Con el desempleo, las pensiones o la escolarización, se institucionalizan las “situaciones de abandono” controladas, tomando como modelo a los discapacitados. Las únicas reconversiones subjetivas actuales, en el orden colectivo, son las del capitalismo salvaje al estilo americano, o las del fundamentalismo musulmán al estilo de Irán o de las religiones afroamericanas al estilo de Brasil: son figuras contrapuestas de un nuevo integrismo (a las que habría que añadir el neopapismo europeo). Europa no tiene nada que proponer, y Francia tampoco parece tener una ambición que la de encabezar una Europa americanizada y rearmada que lleve a cabo desde arriba la necesaria reconversión económica. El campo de posibilidades está, por tanto, en otra parte: en el eje Este-Oeste, el pacifismo, en la medida en que se propone despotenciar las relaciones de conflicto, de rearme y también de complicidad y reparto en los Estados Unidos y la Unión Soviética; en el eje Norte-Sur, en un nuevo internacionalismo que ya no se apoa en una alianza con el tercer mundo sino en los fenómenos de tercermundización de los mismos países ricos (por ejemplo, la evolución de las metrópolis, la degradación de los centros urbanos, el crecimiento de un tercer mundo europeo como lo analiza Paul Virilio). No hay más solución que la solución creadora. Estas reconversiones creadoras son las únicas que contribuirán a resolver la crisis actual y tomar el relevo de un Mayo del 68 generalizado, de una bifurcación o una fluctuación amplificada. 

Publicado originalmente en Les Nouvelles Littéraires 3-9 Mayo de 1984.

 

https://museo-etnografico.com/pdf/puntodefuga/180509deleuzeguattari.pdf




Alain Touraine

“El problema hoy no es el 68, como dice Sarkozy, sino la regresión que trae consigo el liberalismo a ultranza”









Foto: Diego Sinova.

Cuarenta años después, los “héroes” del Mayo francés ya peinan canas pero aún no tenemos claro qué demonios fue lo que ocurrió allí. ¿Señala aquel tiempo de barricadas y ocupaciones el nacimiento de una nueva época? Y si es así, ¿cómo podemos valorar su herencia cultural, la cuña radical que insertó en el corazón de la sociedad moderna? A la búsqueda de la claridad, más allá de los resúmenes intencionados y los panegíricos sospechosos, hemos llamado a la puerta de un lúcido protagonista de los hechos: Alain Touraine. El filósofo francés ejercía como profesor en Nanterre, epicentro de la Revuelta, hizo las veces de abogado defensor del principal líder estudiantil, Daniel Cohn-Bendit, y resistió en las barricadas los embates de la policía. Ahora no tiene reparos en criticar “el ridículo lenguaje revolucionario” del movimiento así como su “falta de organización y orientación política” pero defiende a la vez su “caracter antitotalitario” y su “defensa de la tolerancia”. Además, Eugenio Trías, álvaro Pombo, Manuel Cruz, Luis Racionero y Gabriel Albiac debaten sobre el sentido que cobran hoy aquellas jornadas. Y resumimos en un diccionario las claves del evento.

Alain Touraine, sociólogo, humanista y luminaria de referencia occidental, ha cumplido 82 años, aunque la edad no le ha nublado la clarividencia ni le ha hipotecado mínimamente la actividad intelectual. Mucho menos ahora que Francia ocupa el centro de la actualidad a cuenta del 40 aniversario del mayo del 68. Touraine vivió el movimiento exactamente en el medio (just in the middle, matiza él mismo en inglés). Porque era profesor en la Universidad de Nanterre. Porque estuvo en las barricadas las tres noches más ajetreadas. Y porque le correspondió hacer el papel de abogado defensor de Daniel Cohn-Bendit, líder del movimiento estudiantil cuando el Gobierno pensaba que la revuelta consistía en unos cuantos exacerbados.


-¿Puede recordarnos el episodio de su papel de abogado?
-La Universidad de Nanterre había acusado a Dany el Rojo de una serie de actos de vandalismo que se produjeron en el campus el 22 de marzo. No tenía derecho a un abogado. Pero se admitió que yo lo defendiera. Era profesor de sociología y tenía simpatía por el muchacho. Que era un libertario y un convencido anticomunista. Fue muy interesante el “proceso” porque simbolizaba, en cierto modo, cuanto iba a suceder más tarde. El presidente del tribunal universitario le preguntaba: ¿Dónde estaba usted el 22 de marzo? “En mi casa”, respondía Dany. ¿Y qué hacía a las tres de la tarde? “Hacía el amor, señor presidente”. Aquella respuesta alojaba un desafío, un cambio de época, una transformación. Anticipaba a pequeña escala todo lo que estaba por avecinarse.

-Aunque Cohn-Bendit, exiliado en Alemania y europarlamentario verde, recomienda ahora olvidar el 68… Forget 68, se titula su libro.
-Lo conozco muy bien. Quiere convertirse en santo antes de morir. Y pide que olvidemos el 68, pero, naturalmente, sin olvidarnos de él.

-Usted sostiene, en cambio, que el 68 está presente.
-Creo que es lícito hablar de un espíritu vigente. De hecho, mencionar tanto como hacemos el 68 demuestra que ocupa todavía un lugar y que recomienza a tener un sentido. El modelo liberal vigente en Europa lleva varios años mostrando síntomas de agotamiento. Y comenzamos a preguntarnos sobre qué bases podemos construir un nuevo camino. Necesitamos un nuevo proyecto. Y el proyecto consiste en volver a coser todo aquello que se ha descosido y deshilachado.

-¿Hace falta, por tanto, una resaca sesentayochista?
-El 68 fue un movimiento premonitorio. Ha anticipado grandes cambios culturales. Por eso creo que es importante volver a preguntarse qué fue este fenómeno. Mi tesis consiste en que fue un movimiento nuevo, con argumentos nuevos (sexualidad, familia, educación), que se expresó a sí mismo a través de un lenguaje diferente al del propio movimiento. Simplificando las cosas: un movimiento sueco que habla español. O al revés. Por eso es importante diferenciar el ruido de la esencia. Es un movimiento postindustrial que habla un lenguaje marxista-industrial. Los estudiantes, por ejemplo, habían tenido la impresión de que estábamos en el prefacio de un gran movimiento obrero, pero los obreros no sintonizaban con los estudiantes. Nunca se llegó a producir una sintonía entre la Universidad y las fábricas. Por eso y por la heterogeneidad misma del movimiento siempre ha sido difícil encontrar la frontera entre significante y significado. El lenguaje revolucionario era bastante ridículo. Y el contenido del movimiento era más fuerte que la capacidad de actuar y que, incluso, la capacidad de oponerse. No había ni orientación política ni capacidad de organización, en el fondo.

Cambiar de época
-Había, como usted ha escrito, la voluntad de cambiar de época. Más en la cotidianidad que en las grandes cuestiones.
-Francia era un país que había evolucionado en el ámbito económico. Se había reconstruido con agilidad y eficacia. Prosperaba. Pero todos esos cambios no se acompaña- ban de una nueva realidad cultural. El 68 trae consigo un cambio en las relaciones de autoridad, el nacimiento de la categoría de la juventud, la entrada de los problemas culturales en el orden político. También representa una defensa de la tolerancia. De la sensibilidad a las minorías. De toma de conciencia respecto al tercer mundo. La idea del prohibido prohibir simbolizaba un cambio de relación entre las personas. Se acortaban las distancias. Se ponía en cuestión una forma de vertebrar la sociedad jerarquizada. La verdadera transformación del 68 no está en el orden político ni el social. Está en el cambio de las costumbres y de las maneras.

-Nicolas Sarkozy, en cambio, sostiene que el 68 ha traído hasta nuestros días los males del individualismo, del relativismo, de la pérdida del principio de autoridad. Incluso afirma que hay que liquidar la memoria de aquel periodo.
-Creo que nos equivocamos quienes pensábamos que este hombre era inteligente. Semejante visión del 68 es una estupidez. Una insensatez. Sarkozy no es tonto, pero dice tonterías. Y ésta es una de ellas. Confunde el individualismo con la idea sesentayochista según la cual podría construirse una moral a partir de las conductas personales. Al Estado francés le había gustado jugar ese papel de representar la ley y la moral al mismo tiempo. La escuela pública era una escuela de moral. Más o menos como si la religión tradicional hubiera sido sustituida por una religión laica. El problema de hoy no es el 68, ni mucho menos. Es la regresión que está trayendo consigo el liberalismo a ultranza. Hay una relación peligrosa entre liberalismo económico y represión cultural. Pongo un ejemplo francés: los autores reincidentes de delitos sexuales se arriesgan ahora a la prisión vitalicia. Lo cual era impensable hace 30 años. El Estado vuelve a erigirse en representante del orden. Y la gente reclama ser protegida.

El vacío social actual
-Nada que ver con las pretensiones sesentayochistas.
-Se ha producido un vacío social. No hay enemigo soviético. No existe tampoco el movimiento obrero. Han desaparecido las amenazas del fascismo, de la monarquía, de la revolución. No existen los actores sociales. La coyuntura del 68 era completamente distinta. Entonces existía la URSS. Proliferaban los grupos trotskistas y maoístas. Había una retórica revolucionaria que los propios obreros observaban con escepticismo y precaución. Había más agitación dialéctica que otra cosa. La prueba está en lo incruento que fue el mayo del 68. Ni un muerto.

-Usted lo vivió en las barricadas.


-Es cierto. Y me llamaron la atención dos cosas. Una, el modo en que el Gobierno había subestimado la importancia de la revuelta. El ministro de Educación llegó a decirme que era una cosa de media docena de exaltados. La otra fue el grado de civilización colectivo. Simbolizado en la cortesía de los propios antidisturbios: recuerdo que a mí y a un grupo de manifestantes nos dejaron pasar delante de ellos. Y cuando nos vieron ya colocados en las barricadas, comenzaron a atacarnos. Hubo un sentido de la civilización y de la responsabilidad general. Nunca existió la pretensión leninista de tomar el Palacio de Invierno. A nadie se le ocurrió asaltar la Asamblea Nacional ni el Elíseo. Ni siquiera cuando se produjo el vacío de poder. Un Gobierno ausente, De Gaulle en Alemania. En este mismo contexto, me parece determinante el papel que jugó el prefecto de policía de entonces. Fue enormemente prudente y sensato en el uso de la fuerza y de la represión. Supo diferenciar entre las proclamas revolucionarias y las verdaderas intenciones de la gente. Nadie quería una subversión.

El camino a la perfección


-Exceptuando un grupo de filósofos e intelectuales de mucho peso.
-Los intelectuales rara vez son inteligentes. Recuerdo a muchos de ellos que venían fascinados de Rusia, o de China. Nos contaban que el maoísmo era la clave de la esperanza del hombre. Que en China no había prisiones, ni represión. Que Mao había encontrado el camino perfección. Otros cortejaban a la URSS. Se adoctrinaban para luego adoctrinar.

-Un ejemplo: Sartre. Dijo: “Del 68 sólo quedaré yo”.
-Políticamente, Sartre se equivocó siempre, sistemáticamente. Antes de la II Guerra Mundial subestimó el nazismo, pese a las advertencias que había hecho Raymond Aron. Durante el conflicto no tuvo reparos en pedir permiso a las autoridades nazis para publicar sus obras. Después se inventó el mito del Sartre resistente. Previo al proselitismo maoísta. Y antecedente de un final pro-sionista. Una trayectoria sorprendente, ¿no?

-Dice André Glucksmman que el 68 no fue, de hecho, un movimiento sensible al comunismo. Fue un movimiento antitotalitario.
-Estoy de acuerdo. Antitotalitario y libertario. Se mezclaron consignas filocomunistas, pero el espíritu era demostrativo de una actitud contraria ante cualquier tiempo de régimen represivo. Digamos que el 68 se presta a bastantes equívocos por su propia heterogeneidad.

-Usted ha mencionado dos. La mujer y los otros “68”.
-El problema de la liberación sexual y las corrientes feministas se había presentado antes. Fue en 1967 cuando se introdujeron en Francia legalmente los métodos anticonceptivos. Y fue mucho después, en 1975, cuando se aprobó la ley del aborto. En medio de ambas fechas, el sesentayochismo redunda más en la libertad de palabra. Las mujeres hablaban con más soltura del sexo. Se despojaban de un papel gregario. Por eso decía antes que el movimiento del 68 se aprecia en las costumbres.

-El otro matiz concernía a la confusa internacionalización del 68.
-Y es que el mayo francés en nada se parece a otros fenómenos internacionales. Me parece inapropiado compararlo con México, donde se produjeron muchos muertos. Ni con Praga, donde los tanques soviéticos aparecieron para truncar la primavera. Pueden mencionarse puntos comunes en ese espíritu antitotalitatario, pero el 68 francés es muy francés porque es la respuesta a una sociedad que no había cambiado como debía haberlo hecho. Sin que ello suponga exaltar los resultados finales. En muchos ámbitos fueron realmenete pobres. Los obreros salieron ganando un poco más de sueldo. La maquina trotskista se detuvo para siempre después del acuerdo de Mitterrand con los comunistas. Menos mal. Y la Universidad, que era mi campo, quedó exactamente como estaba. El ámbito académico siempre ha sido el más refractario a las transformaciones. La gran novedad fue la creación de la noción de juventud.

Chavales en un modelo fallido


-¿Puede explicar esa noción?
-No me refiero a categoría social ni política. De hecho, la noción de juventud da lugar a polémicas y discusiones. Bourdieu, por ejemplo, dice que la juventud no existe. La juventud burguesa es la burguesía joven, en su opinión. Y no estoy de acuerdo. La importancia del 68 estribaba en dar voz a los estudiantes no en tanto estudiantes como en tanto jóvenes.

-Cuarenta años después, la juventud ha sido y es noticia por la crisis de las periferias, las protestas contra el plan de empleo juvenil y contra la supresión de puestos de profesores. ¿Sigue siendo la educación una asignatura pendiente?
-La amenaza sobre la incertidumbre del porvenir es la misma en todos los órdenes sociales. Los chavales de ahora la sufren viviendo en el tercer piso, mientras que los de las periferias lo hacen viviendo en el sótano. Pero en ambos casos se tiene conciencia de un modelo fallido. Los gobiernos sucesivos de Francia se han demostrado impotentes ante los problemas de la educación. Esta impotencia redunda en la sensación de que nuestra sociedad está dividida en dos campos con objetivos e intereses irreconciliables: quienes defienden la economía de mercado, el capitalismo y la globalización sin reglas se oponen necesariamente a la búsqueda de la justicia social. Los jóvenes de hoy son víctimas de una paradoja: están mejor preparados que sus padres, pero no tienen acceso a un puesto de trabajo más o menos seguro. Carecen de expectativas, prolongan su situación de estudiantes. Ocupan una franja desamparada.

Los libros de Mayo
Mayo del 68 y sus vidas posteriores. Kristin Ross. Acuarela Libros & A. Machado. 450 pp., 22 e.
Rescatar “la memoria viva de un acontecimiento” que, lejos de ser “una algarada estudiantil” constituyó “la única insurrección generalizada del mundo desarrollado,” tal es la finalidad de la colección que inaugura este ensayo de Ross. Una indagación bien dirigida en los mecanismos intelectuales que han ido convirtiendo la memoria revolucionaria sesentaiochista en una apología del victorioso capitalismo ultraliberal.

l 1968. El mundo pudo cambiar de base. VV.AA. La Catarata. 366 pp., 20 e.
Los editores de este crisol de artículos no se resignan (como dijo alguien) a que Sarkozy y sus deudos entierren el 68. Con el afán pues de “reavivar las brasas” que el presidente francés clamaba por extinguir, presentan textos esenciales para la comprensión de lo ocurrido firmados por Bensaid, Tariq Alí, y Jaime Pastor, entre otros.
l París, mayo de 1968. Crónica de un corresponsal. Eiunsa. 288 pp, 17 euros.

Apenas pasaban veinte días desde su desembarco como joven corresponsal de ABC en París cuando José Luis Perlado se encontró en medio de las multitudes de obreros y estudiantes que erigían barricadas. El conjunto de las crónicas -vibrantes, ingenuas-, que escribió entonces, conforman un sabrosísimo relato.

Cine y vida en el 68


“Tras los excombatientes de Verdún, de Mauthasen y de Indochina, nosotros seremos los excombatientes de la Filmoteca”, vaticinaba en los 60 el filósofo Regis Debray y no hay mejor definición de una generación para la que el séptimo arte fue mucho más que un divertimento. Con el fin de recordar aquellos años en los que cine y vida se contaminaban mutuamente tendrá lugar entre el 6 de mayo y el 20 de junio en Sevilla, Barcelona y Madrid el ciclo “Con y contra el cine. En torno a mayo del 68”. Organizado por la Universidad Internacional de Andalucía-UNIA en coproducción con la Fundació Antoni Tàpies y la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales del Ministerio de Cultura, durante las jornadas se proyectarán películas rodadas a finales de la década que giran en torno a la misma problemática: las posibilidades de expresión directa que permite la imagen, la discusión, en suma, acerca de la posibilidad de un cine militante. Los distintos films proyectados llevan la firma de directores como Michel Andrieu, Jacques Kébadia, Jean-Luc Godard, William Klein, Guy Debord, Joris Ivens, Alain Resnais, Claude Lelouch y Maurice Lemaître. Dirige el ciclo Amador Fernández-Savater. Más información en www2.unia.es





Manuel Castell, que vivió directamente aquellos momentos como profesor de Daniel Cohn-Bendit, comentaba hace una década en La Vanguardía: “Recuperación es la palabra clave que caracteriza la cultura de Mayo de 1968. Fue un movimiento social sumamente consciente de que los proyectos de reinvención de la vida suelen acabar en modas comerciales o votos para nuevas versiones de partidocracia”. Y añadía: “El sistema dejó de funcionar, pero la gente empezó a funcionar”.




ALAIN TOURAINE Y LA HISTORIA


 Danilo Martuccelli 
L’Université Paris DescartesFrance

ALAIN TOURAINE Y LA HISTORIA

Lua Nova: Revista de Cultura e Política, núm. 106, pp. 36-64, 2019

CEDEC

Recepción: 06 Abril 2018

Aprobación: 25 Febrero 2019

Resumen:El presente artículo propondrá una lectura transversal de la obra de Alain Touraine tomando como eje la problemática de la historia y su importancia en su trabajo. En efecto, pocos autores poseen la capacidad que tiene Touraine de pensar el presente desde una visión amplia de la historia y es a la historia que remiten sus principales categorías de análisis (historicidad, tipos de sociedad). Se distinguen tres grandes momentos interpretativos en su obra. Primero, el movimiento obrero y la sociedad industrial. Segundo, los nuevos movimientos sociales y la sociedad programada. Tercero, el sujeto y la nueva modernidad. En cada uno de ellos, el artículo analiza las maneras como la representación de la historia y el proyecto de hacer la historia estructura su trabajo.


Alain Touraine detenta, en muchos sentidos, una posición particular en las ciencias sociales contemporáneas. Pero de todas las razones que explican su singularidad, una de ellas es tal vez la más consistente: la íntima relación que su sociología posee con el análisis histórico. A mi juicio, en ningún otro sociólogo contemporáneo la presencia de la historia resulta tan determinante. No es por azar, sin duda, que el título de su temprano relato autobiográfico realizado en los años 1970 sea Un désir d’histoire.

No obstante, la importancia de la historia en la obra de Touraine es infinitamente más significativa. Me parece que lo más profundo y novedoso de su trabajo ha sido siempre la capacidad para leer los eventos del presente por medio de una visión amplia de la historia. Ya sea en notables análisis (como el de Mayo del 1968); en perspectivas más polémicas (como a propósito de las huelgas de 1995 o la salida del liberalismo) o coyunturales (como a propósito de encrucijadas político-electorales), pero también, por supuesto, en lo que es uno de sus principales (y como veremos controversiales) aportes a las ciencias sociales -la interpretación del tránsito de la sociedad industrial a la sociedad programada-, la perspectiva histórica ha siempre orientado sus análisis sociológicos. No sé si es necesario decirlo, pero se trata de una virtud analítica que, presente en los mejores clásicos de las ciencias sociales desde el siglo XVIII, tiende a perderse -por no decir desaparecer- en los albores del siglo XXI. Alain Touraine es antes que cualquier otra cosa una manera de entender la historia.

En este artículo se buscará explorar la especificidad de esta mirada, a la luz de una doble paradoja. Primera paradoja: a pesar de la precoz conciencia del fin del antiguo mundo industrial, éste continuó ejerciendo, durante varias décadas, en tanto que matriz, un rol central y tal vez, finalmente, contra productivo en los análisis de Touraine. Por un lado, mucho antes y, por lo general, mejor que muchos otros sociólogos, Touraine entendió con una rara perspicacia el fin de la sociedad industrial y la crisis del movimiento obrero en tanto que sujeto de la historia. Por el otro, sus ensayos por caracterizar analíticamente el nuevo estadio histórico (la sociedad programada) y su principal agente (los nuevos movimientos sociales) nunca lograron una estructuración definitiva.

Aquí interviene la segunda paradoja. Ante las dificultades interpretativas, que él mismo diagnosticó, en la matriz de la sociedad programada y de los nuevos movimientos sociales, Touraine ha propuesto, desde hace ya casi unos treinta años, un nuevo paradigma sociológico, infinitamente más radical y original que el precedente, en torno al fin de la idea de sociedad y una refundación desde el Sujeto que supone una inflexión significativa en su manera de concebir el proyecto de hacer la historia.

Estas concepciones de la historia animan tres grandes momentos interpretativos, atravesados por el esfuerzo analítico permanente de Touraine, el que se caracteriza por el combate intelectual que nunca dejó de librar frente al hundimiento del mundo social en el cual se formó intelectualmente y del cual extrae los grandes ejes de su imaginación histórica. Una crisis que arrastró una parte de su sociología y contra la cual progresivamente formuló una nueva concepción de la sociología.1 La comprensión de estas etapas y tensiones, tomando como eje la concepción específica que Touraine tiene y sostiene sobre la historia será el hilo conductor de este artículo.

Primer momento interpretativo

Todo lo que será rápidamente evocado en los párrafos siguientes forma parte de los mejores manuales de la sociología. El entonces joven Alain Touraine formula, en los años 1950, una interpretación indisociablemente sociológica e histórica, sincrónica y diacrónica, de la sociedad industrial y del movimiento obrero. Desde el inicio, su obra se organiza en torno a la historia. Aunque Touraine afirmaba en 1965 que “la problemática de la acción ya no es identificable con el movimiento de la historia” (Touraine, 1965, p. 51), en muchos aspectos en este período, la comprensión de la acción social está subordinada a la evolución de las situaciones históricas. En verdad, si desde los años 1960 rompió abiertamente con toda veleidad de filosofía de la historia, su reflexión continuó siendo indisociable de cierta concepción “evolucionista” de la sociedad. Se trata de una dimensión visible en sus estudios sobre la sociedad industrial (Touraine, 1955) en donde el análisis parte del reconocimiento de diversos momentos en la evolución del trabajo obrero, deteniéndose, sobre todo, en la transición de un sistema profesional a un sistema técnico de trabajo.

La transición de un sistema al otro pasa por tres fases, que Touraine denomina A, B, C, definidas sucesivamente por el predominio del artesanado, la producción de masa y la automatización. En cada una de ellas existe, aunque en dosis bastante diferentes, la presencia de los dos sistemas de trabajo. En la fase A, se halla una significativa primacía del trabajo profesional incluso si es cierto que la situación productiva es ya la de la industria. En la fase B, se yuxtaponen, por una parte, el trabajo en serie y la cadena de montaje donde el obrero interviene todavía directamente, aunque sea de manera parcial y repetitiva, y, por otra parte, una organización colectiva que dirige con fuerza la ejecución individual del trabajo. Por último, la fase C es la del agrupamiento de las tareas, de la automatización creciente, aun cuando el trabajo de ejecución aún esté presente. Para Touraine es en la fase B, cuando el trabajo sólo puede considerarse desde el doble punto de vista de la descomposición del sistema profesional y de la consolidación del sistema técnico, que el sindicalismo logra transformarse verdaderamente en movimiento obrero. O sea, si el conflicto atraviesa todas las fases de la evolución del trabajo, éste sólo adquiere una importancia central en este momento: cuando la denominada organización científica del trabajo, especialmente el taylorismo y el fordismo, cuestiona directamente la autonomía de los trabajadores, y especialmente la autonomía de los trabajadores calificados. Un choque se produce entre la conciencia de los obreros de ser trabajadores productivos y su experiencia de una gestión de la producción contraria a sus propios intereses. Se produce así el encuentro entre los polos principales de la conciencia obrera. Por una parte, una conciencia orgullosa, manifestada por los obreros de oficio que poseen una gran autonomía profesional, conscientes de su conocimiento, de su saber hacer, quienes consideran a los patrones, e incluso a los partidos políticos, nada más que intermediarios y creen en la idea de una reconstrucción de la sociedad a partir de la fábrica. Por otra parte, una conciencia proletaria, la de los operadores de ejecución, conscientes de su pobreza, de su incapacidad, los que tienen tendencia a confiar su suerte a los partidos políticos, o a apostar a reivindicaciones estrictamente económicas (Touraine, 1966). La época de oro del movimiento obrero se produce cuando la conciencia de clase obrera integra a la vez la conciencia orgullosa de los profesionales que luchan por la defensa de su autonomía y su saber hacer, y la conciencia proletaria de los obreros especializados incorporados a un sistema técnico de trabajo, al interior de una organización donde el trabajo es repetitivo y parcelado. De manera inversa, la decadencia del movimiento obrero está marcada por la escisión del actor obrero: cuando se separan la conciencia orgullosa y la conciencia de explotación, cuando se yuxtaponen sin unirse dos definiciones del actor.

El momento culminante del movimiento obrero, en el sentido estricto del término, se debe pues analizar en relación con un cierto estado de la conciencia obrera, esta misma determinada por las relaciones de trabajo y la organización del trabajo. Touraine se defenderá varias veces de la presencia en su obra de todo determinismo tecnológico. Sin embargo, sin ser propiamente determinista, su análisis siempre está enmarcado por representaciones de conjunto de la vida social en donde impera un cierto determinismo (Touraine et al., 1984, p. 70). Notémoslo porque será importante en lo que sigue: si bien es cierto que los obreros cuestionan la organización del trabajo en nombre de la autonomía profesional, no hay, en este estadio del pensamiento de Touraine, oposición entre la subjetividad y la racionalidad. Incluso al contrario, en el primer gran relato analítico implícito de la modernidad presente en su obra existe, más bien, un tránsito desde la idea de articulación a la idea de una tensión entre un cuestionamiento realizado en nombre de la subjetividad y un conflicto animado por el ideal de otra gestión, más racional, de la producción. A su manera, el análisis de Touraine puede asociarse al estudio histórico de E.P. Thompson (1988, p. 189), para quien el nacimiento del movimiento obrero no es más que la transición de la economía moral de la protesta (el rechazo del hambre, de la desintegración cultural, de la injusticia en nombre de las antiguas tradiciones feudales) a una cultura de clase basada en una economía política de la explotación.

Ahora bien, este determinismo tecnológico va a alimentar muy rápidamente una concepción totalizante de la sociedad industrial. Touraine dará cuenta de la centralidad del movimiento obrero y de la especificidad de su proceso analítico mediante la noción de Sujeto histórico que designa el principio de unidad y de significado de un sistema de acción histórico, la relación que la sociedad mantiene consigo misma, la manera en que una sociedad dada se apodera de su propio trabajo y de sus resultados para dotar de sentido a su actividad histórica. “El sentido de la historia no se recupera más que a nivel de un sujeto histórico, que no es ni una realidad empírica ni una realidad transcendental, sino que es una noción sociológica cuya naturaleza dialéctica es tal que los actores históricos no pueden jamás identificarse con él, ni tampoco ser comprendidos fuera de su relación con él” (Touraine, 1965, p. 170). Más simple: el sujeto histórico es una construcción intelectual en tensión con las prácticas socialmente realizadas al interior de una situación dada. En este sentido, la influencia del marxismo revisitado por Georg Lukács y, sobre todo, la sombra de la noción de totalidad son importantes en Touraine. Pero para él, a diferencia de Lukács, la voluntad de lograr articular la sociedad en tanto que Sujeto histórico supone la definición de un objetivo (enjeu) central que, tomado en su más alta abstracción teórica, se encarna posteriormente en diferentes conflictos y niveles sociales. Dicho de otra forma, es en relación con el sujeto histórico que deben interpretarse las prácticas sociales.

Recapitulemos. Es desde la experiencia subjetiva, ella misma dependiente de diversos modos técnicos de producción y de trabajo, y de una concepción del Sujeto histórico, como se construye una concepción conflictiva de la historia. Pero esta concepción de la lucha entre dos grandes actores, los dueños de la producción y los trabajadores está, de entrada y desde estos años precoces, inserta en una visión de la historia -en verdad, y para ser más precisos de la visión de un proyecto de hacer la historia, lo que Touraine denomina justamente la “historicidad”-.

Aquí se impone una primera ralentización en nuestro análisis, tanto más importante cuanto esta visión épica de la historia que anima sus primeros estudios tendrá una incidencia y una sombra analítica durables sobre su trabajo. La especificidad de la mirada histórica de Touraine se construye por intermedio de la articulación de tres aspectos, cada uno de ellos atravesado por una auténtica tensión. En primer lugar, si Touraine rompe explícitamente con toda veleidad de filosofía teleológica (“encantada”) de la historia, al mismo tiempo, empero, continúa adhiriendo -en todo caso en este período- a la idea del Progreso e incluso a un cierto evolucionismo. Seamos precisos. La concepción de la modernidad que anima su obra en estas décadas le debe aún mucho a la filosofía de la Ilustración. La ruptura operada por la noción de historicidad en relación con el historicismo, la transición de una sociedad situada en la historia -y bajo la influencia del evolucionismo- hacia una consideración activa de la historia al interior de una sociedad no debe, en efecto, inducir a error. Si las sociedades industriales hacen su historia de manera más activa y explícita que las anteriores, es porque logran de manera más clara autorrepresentarse en tanto que sistemas de acción históricos. Así el par central de actores que Touraine revela en la sociedad industrial, los amos de la producción y los trabajadores, participa activamente de los ideales de la modernidad. Como otros hombres de la Ilustración, cree, y esto a pesar incluso de la fuerte influencia que el pesimismo crítico de Georges Friedmann ejerce en él, en el carácter progresista de la historia, en la progresión continua del saber, en el aumento creciente del control de los hombres sobre su historia a medida que éstos abandonan las referencias a los antiguos criterios trascendentes de orden. En todo caso, Touraine es en esta época, inmediatamente después de la liberación y en plena fase de industrialización de Francia, un modernizador (Touraine, 1977).

En segundo lugar, si es cierto que el sociólogo nunca abrazó la “hermenéutica del trabajo” -la idea central en la tradición marxista de que la historia debía leerse desde la producción material de la vida social-, sí concibió empero la vida social como el resultado de un conflicto permanente entre orientaciones culturales. Imposible minimizarlo: el conflicto tiene en Touraine el mismo rol analítico (y ontológico) que el trabajo tiene en Marx. Para Touraine (1978, p. 107), los movimientos sociales son culturalmente orientados y no pueden comprenderse solamente como la manifestación de las contradicciones objetivas de un sistema de dominación. Precisemos también este punto. Su perspectiva, a pesar de su distancia expresa con el marxismo y su ontología del trabajo, se diferencia también claramente del funcionalismo parsoniano. En este último, se parte de las orientaciones normativas de la acción para descender a los comportamientos, estableciendo una reciprocidad entre los atributos del sistema y las conductas sociales; en el accionalismo de Touraine, a la inversa, se apunta a encontrar detrás de las instituciones los proyectos de los actores. El análisis se hace, pues, en función del nivel de implicación en el sistema de acción histórico, en términos de los modelos sociales y culturales a partir de los cuales se organiza la sociedad. De manera más simple, entre el sistema de valores y las normas, Touraine ubica las relaciones sociales de clases y la acción de los movimientos sociales.

En tercer y último lugar, y a causa de lo anterior, si el movimiento obrero es concebido como un objeto central de la sociología -en verdad de un tipo de historicidad- puede por ende y por eso mismo ser susceptible de ser remplazado por otro actor en caso de modificaciones estructurales. La fuerza de esta mirada nunca será tan fecunda como en el análisis que Touraine (1980) hace del movimiento de Mayo del 68. Por un lado, aún operan residuos del antiguo determinismo tecnológico, especialmente cuando se empeña en ver en el acercamiento entre los estudiantes y los técnicos una alianza producida por el lugar central, presente o futuro, que estas categorías poseen en el sistema de producción en vía de constitución. Por otro, el análisis de los significados vehiculados por los estudiantes en Mayo del 68 se deriva de la constitución de un nuevo tipo societal. En esa época, Touraine tiende a fusionar, de manera altamente original, ambos modos de razonamiento cuando resume el nivel de significado central de los acontecimientos de Mayo como un “momento de la formación de un nuevo conflicto de clases, donde la élite obrera ya no es el actor principal, y es reemplazada por los técnicos y los expertos -ya sea que se los denomine por estos nombres, o bien que sean obreros de ciertas industrias, o estudiantes- como animadores de una clase que se opone a la de los poseedores del poder tecnocrático” (Touraine, 1980, pp. 151-152).

En todo caso, estas tres premisas dan cuenta de la transición de su pensamiento -y de su gran novedad- desde fines de los años 1960. El progreso toma la forma de un nuevo proyecto de emancipación; el conflicto permite diseñar una nueva historicidad; los nuevos movimientos sociales tomarían el lugar del movimiento obrero en tanto que nuevo Sujeto histórico. Esta lectura altamente original del proyecto de hacer la historia le permite a Touraine desembarazarse con una libertad asombrosa de muchas polémicas del período (sobre todo dentro del marxismo) y formular, con una gran fuerza, la tesis del ingreso a un muy distinto período histórico. Pero, como lo veremos en un momento, lo que le permitió tener un “avance” analítico indudable en los años 1960 se convertirá en la razón de la dificultad -el “retraso”- que Touraine tendrá en interpretar las luchas sociales desde finales de los años 1970.

El segundo momento interpretativo

El segundo momento interpretativo corresponde al estudio de la sociedad programada y de los “nuevos movimientos sociales”. De hecho, desde fines de los años 1960, Touraine dedica lo esencial de su reflexión sociológica a la transición de un tipo de sociedad a otro. Sería falso ver en esta actitud un simple legado del historicismo del siglo XIX. Es mucho más profundo: se trata de uno de los efectos inducidos por la noción de Sujeto histórico que impone siempre, de cierta manera, una representación global de una sociedad. La intuición histórica mayor de Touraine es la de la transición de una sociedad industrial que concibe el movimiento como orientado por las leyes del mercado o hacia la creación de un marco económico bajo la impronta de los empresarios y del beneficio hacia una sociedad posindustrial siempre orientada hacia el movimiento, pero concebido “como gestión de sistemas, como capacidad de programar el cambio” (Touraine, 1973, p. 119; Touraine, 1984, pp. 221-248).

Notémoslo: es la hipótesis histórica lo que orienta el análisis sociológico. La sociedad que nace es definida por un nivel creciente de historicidad, en el cual se estructuran las grandes orientaciones culturales gracias a la distancia que la sociedad toma respecto de su actividad funcional y a la manera como determina, mediante los conflictos sociales, sus grandes orientaciones sociales y culturales. La sociedad programada se define más que toda otra sociedad antes de ella como un mero sistema de relaciones sociales, una sociedad en la cual “lo que aparece primeramente como un conjunto de ‘datos’ sociales es reconocido como el resultado de una acción social, de decisiones o de transacciones, de una dominación o de conflictos” (Touraine, 1973, p. 7).

En este nuevo tipo societal, la dominación social cambia de rostro y se define de manera creciente en referencia a los mecanismos que dirigen el cambio y los instrumentos de integración social y cultural (Touraine, 1969, pp. 77-78). El objetivo de las movilizaciones ya no es solamente la apropiación del lucro, sino el control del poder para decidir, influenciar y manipular. La dominación se extiende de la empresa a todos los demás aspectos de la vida social. La conciencia de la explotación es reemplazada por la conciencia de la alienación a medida que los individuos deben enfrentar “una dominación extendida a un sistema de producción que integra fabricación, información, formación y consumo más estrechamente que antes” (Touraine, 1973, p. 195). La nueva clase dominante, la tecnocracia, basa su dominación menos en la organización del trabajo que en un control a menudo monopólico del suministro y del procesamiento de un tipo de información.

Pero para Touraine dos limitaciones se imponen en esta nueva forma de dominación. Aunque literalmente está en todas partes, “proviene de alguna parte, de los grandes aparatos tecnocráticos, centros de dominación que constituyen la clase dirigente” (Touraine, 1978, p. 34). Por otra parte, y sea cual sea la extensión de esta dominación, la sociedad debe siempre ser representada como un campo de creación conflictivo. El orden social jamás es total ni sin límites y toda sociedad siempre es cruzada por rechazos, revueltas y conflictos. Para Touraine, en una afirmación que se acerca a las de Gramsci, dado que la sociedad no se reduce a su funcionamiento, la tarea de la sociología no es otra que mostrar, tras el orden y el poder, el sistema de acción histórico y las relaciones de clase; “mirar lo que está oculto, decir lo que está en silencio, hacer evidente la falla de un discurso, la distancia de la palabra y de la acción” (Touraine, 1974, p. 88). Pero la extensión y la transformación de la dominación son tales que a menudo el actor no tiene otras posibilidades de resistencia más que haciendo un llamado a la naturaleza, a un cierto sustrato biológico, con el fin de ponerse a salvo de la intrusión del poder (Touraine, 1978, p. 175). De allí la importancia, sin que aún sea central, que otorga a las luchas que reposan en un estatus biológico como la femineidad, la juventud, la vejez, la pertenencia a un grupo étnico e incluso, en cierta medida, la pertenencia a una cultura local o regional.

La hipótesis de la sociedad programada llevaba así una consecuencia mayor, a saber, la ampliación del conflicto de clases a ámbitos ajenos al trabajo. El análisis de las revueltas pasaba entonces a ser de una mayor complejidad, puesto que siempre se trataba de develar detrás de las actitudes de rechazo, a menudo desorganizadas, los fragmentos del nuevo sujeto histórico que se configuraba, y de lograr desembrollar al interior de las acciones colectivas realmente existentes, los significados propios de la sociedad programada. La inextricable imbricación entre la hipótesis histórica y el análisis sociológico dará origen a toda una serie de estudios cuyo objetivo principal será lograr separar en esta madeja lo nuevo de lo antiguo. Varias veces Touraine recurrirá a frases en las cuales la impronta de una visión histórica es determinante: el analista es siempre sometido a la confusión irreprimible entre el mundo antiguo y el futuro; agobiado entre el peso del pasado y el horizonte que se despeja en el futuro; constantemente confrontado con la disociación entre las acciones y las conciencias, entre los objetivos de las movilizaciones y las retóricas empleadas, como lo atestigua especialmente el análisis de la lucha estudiantil de 1976 (Touraine et al., 1978).

Por lo demás, debido a que esta hipótesis histórica dirige el análisis sociológico, Touraine no dejará de pulir durante veinte años sus categorías y sus clasificaciones, con el fin de poder discernir de la mejor manera posible lo que corresponde a problemas de cambio, lo que remite a conflictos estructurales propios de un tipo societal, o lo que renvía a una mezcla entre innovación cultural y protesta social. La meta claramente enunciada es “descubrir el movimiento social que ocupará en la sociedad programada el lugar central que fue el del movimiento obrero en la sociedad industrial y del movimiento para las libertades cívicas en la sociedad mercantil que le antecedió” (Touraine, 1978, p. 38).

El análisis sociológico apuntaba, por lo tanto, a poner a prueba la validez de la hipótesis de un nuevo sujeto histórico, centrado en torno al control de los bienes simbólicos y susceptible de dar un marco de referencia a la fragmentación aparente de las prácticas. Las luchas antitecnocráticas estudiadas, al enfrentar las bases mismas de la sociedad programada, serían reacciones contra los poseedores de los aparatos de gestión quienes, por intermedio de la estimulación de falsas necesidades, imponen sus proyectos (Touraine et al., 1980). Las principales investigaciones realizadas en esta época por Touraine, mediante la intervención sociológica, apuntaban justamente a considerar los pros y los contras, proponiendo un análisis sociológico en sí mismo dependiente de la interpretación histórica. La meta era despejar al interior de una coyuntura determinada el componente de movimiento social presente en toda una serie de nuevas luchas sociales. En realidad, la tensión entre ambas hipótesis llevó a inclinar progresivamente los análisis hacia una dependencia creciente de la interpretación sociológica con un razonamiento de naturaleza histórica. Ciertamente, Touraine se abstuvo de anular el análisis sociológico detrás de la interpretación histórica, pero la reconstrucción de los diferentes significados presentes en la acción remitía siempre, en último análisis, a una hipótesis de naturaleza histórica. De hecho, la naturaleza de la acción, marcada por una multiplicidad de sentidos, especialmente por la tensión observable entre el antiguo mundo y la nueva sociedad, resulta indisociable de su contexto histórico, única herramienta, según Touraine, que permite verdaderamente distinguir su nivel de significación. El análisis sociológico sólo es posible recurriendo a una interpretación histórica, en que el sentido de la acción es extraído de una totalidad histórica en formación.

Si la interpretación de la historia en fuerte dependencia analítica (e imaginativa) con el movimiento obrero termina “velando” el análisis que Touraine propone de la sociedad programada -a tal punto busca un analogon del movimiento obrero en los nuevos movimientos sociales-, son, en rigor, las dificultades de esta hipótesis (y de su radicalidad) lo que explica por qué Touraine se verá obligado a un muy largo trabajo de reconceptualización teórica en torno a la noción de Sujeto.

El tercer momento interpretativo

El tercer gran momento interpretativo de la obra de Touraine es una respuesta al “fracaso” de la hipótesis, en parte “historicista”, de los nuevos movimientos sociales. El autor abraza una concepción de la acción que acentúa con gran fuerza la idea de la creatividad del sujeto. Cierto, la creación siempre estuvo en el corazón del accionalismo, al punto que ya en 1973 Touraine podía escribir en una afirmación llena de énfasis sartriano “la sociedad no es lo que es, sino lo que se hace ser” (Touraine, 1973, p. 10, subrayado mío).

Sin embargo, como lo observamos esta creación estaba enmarcada por una situación social. Aquí se produce el cambio. En donde existía al comienzo una relación estrecha y un tanto determinista entre las formas de industrialización y los niveles de la conciencia obrera, se llega a la afirmación de una separación radical entre las lógicas de racionalización del mundo y los elementos privados y comunitarios de los individuos. Allí donde el acuerdo entre las dimensiones era dado por una concepción global de la acción de la sociedad sobre sí misma, presentada bajo la forma de tipos societales (industrial o posindustrial), progresivamente la posibilidad de articulación es únicamente otorgada al Sujeto. De hecho, lo que era una dialéctica (“el trabajo surge entonces como determinado por las condiciones sociales y como su determinante”) (Touraine, 1965, p. 120), se convertirá en una tensión (“el análisis de la sociedad no se construye directamente en torno al contenido de la historicidad, sino que alrededor de la tensión entre ésta y los sistemas naturales movilizados por la actividad social”) (Touraine, 1973, p. 37), antes de constituirse en una mirada que recompone el mundo social desde el Sujeto (Touraine, 1997, p. 54). A lo largo de todo este itinerario intelectual, lentamente, la idea de un acuerdo relativamente inmediato y en el fondo poco problematizado entre el actor y el sistema cede paso a una separación creciente entre las dimensiones objetivas y subjetivas de la vida moderna.

Es sin lugar a dudas el momento más complejo de la obra de Touraine. Es el que ha suscitado, tal vez, sino menor atención, una mayor incomprensión. Es, sin duda, el menos claro en su formulación, pero es, al mismo tiempo y con certeza, su versión más personal y original. Un excelente conocedor de la obra de Touraine, Alberto Melucci (1975) lo entrevió, por lo demás, desde los años 1970 al hablar de una sociología que se inclinaba en demasía hacia una concepción prometeica del actor y de la acción como capacidad radical de creación en el límite de una filosofía del sujeto. La crítica era -y es- justa; sin embargo, es gracias a este trabajo de “de-socialización” de la creación como Touraine logrará, por un lado, liberarse radicalmente de las dificultades de su mirada histórica (bajo el peso de la doble impronta del determinismo técnico y del candado imaginario del movimiento obrero) y, por el otro, proponer una sorprendente y por momentos enigmática mirada sobre el mundo contemporáneo.

El acto inaugural de este tercer momento es de una radicalidad asombrosa -al punto que por momentos puede ser entendido como una proposición “antisociológica”-. La creatividad se desprende de su arraigo en el trabajo, no se afianza del todo en torno a una concepción del conflicto social y se asume plenamente como un acto nuevo. Por un camino distinto y propio, Touraine da con una visión de la creación próxima al imaginario radical de Castoriadis o a la libertad sartriana. Ante la distancia analítica constatada entre las dimensiones subjetivas y las dimensiones objetivas (lo propio de los límites reconocidos de la hipótesis de la sociedad programada y los nuevos movimientos sociales), Touraine abandona o radicaliza (la indecisión sobre qué término elegir forma parte del problema) su concepción de la historia (aquella que animó sus dos primeros momentos interpretativos) y abraza una concepción asombrosamente prometeica del actor social. Cierto, al comienzo de manera dubitativa, puesto que la fuerza de la “creatividad” aparece como una mera consecuencia del flujo y el reflujo de los nuevos movimientos sociales, los que no habrían sido más que la primera ola, aún inconsistente, de las luchas futuras de la sociedad programada (Touraine, 1984). En el fondo, durante unos lustros, lo que pronto será la “vieja” intuición histórica de partida sigue siendo operativa, en todo caso, continúa siendo visible en la hipótesis histórica y en la respuesta a los límites de dicha hipótesis. Pero, progresivamente, la creación gana fuerza y rol analítico, y con ella la noción de Sujeto.

Es, sin duda, uno de los momentos más creativos de Touraine, o mejor dicho, un período más o menos largo, en el que se debate en medio de un verdadero combate creativo. Me permito un comentario personal a este estadio. Doctorando bajo su dirección en estos años, no puedo sino testimoniar en primera persona, y desde fines de los años 1980, de lo denodado de este esfuerzo a la vez de revisión crítica, de intento de renovación y de impronta de la “vieja” visión de la historia. En mi recuerdo, es la agonía creativa lo que más marcó los seminarios de todos aquellos años cuyo primer desenlace intelectual fue Critique de la modernité (Touraine, 1992). Creo que nunca aprendí tanto sobre el trabajo intelectual (y su dimensión de “creación heroica” como la denominó Mariátegui) como en esos seminarios. En Touraine, la influencia de cierta representación de la historia y de la sociedad industrial era entonces todavía profunda. El rodeo por la historia había sido para él el gran recurso para interpretar la sociedad y la fuente de sus principales logros interpretativos desde fines de los años 1960. Pero desde fines de los años 1980, no puede más desconocer los límites de su hipótesis histórica. Ante esta situación muchos se habrían resignado intelectualmente, pero no fue su actitud. Con la sorprendente energía de sus entonces 60 años asumió sin desmayo la travesía del desierto y propuso, paso a paso, libro tras libro, nada menos que un nuevo paradigma sociológico.

Entendámoslo bien. Frente a esta dificultad (la dificultad de detectar el nuevo movimiento social central), la tarea habría podido desplazarse ya sea hacia un análisis exhaustivo de las relaciones de dominación y de las clases dirigentes2, sea hacia un exhaustivo esfuerzo por definir el nuevo tipo societal -lo que hará Manuel Castells (1998) en torno a la sociedad informacional-, o hacia un trabajo de reconsideración de la sociología de los movimientos sociales propiamente dicho (lo que a su manera hizo la sociología estadounidense). Touraine no tomó ninguna de estas vías. Por el contrario, se lanzó en dirección de una reflexión histórica radical a propósito de la distancia entre las dimensiones objetivas y subjetivas. Sin abandonar ni la sociedad, ni la historia, ni los movimientos sociales, el Sujeto pasó a ser el gran principio de articulación del análisis sociológico.

En torno al Sujeto, durante ya casi 30 años, Touraine no ceja en destruir categorías sociológicas y de proponer nuevas. En ese trabajo, verdaderos logros son reconocibles: desde la reconceptualización de la idea misma de modernidad (Touraine, 1992) hasta la noción, tan heurística y curiosamente poco utilizada, de discursos sociales dominantes (en remplazo de la noción de ideología con el fin justamente de subrayar el “flotamiento” de los discursos) (Touraine, 2005 y 2007). Pero en esta labor refundadora también son activos los puntos de incomprensión. Tal vez la tensión central de este tercer momento pueda expresarse así: es desde una concepción altamente creativa del Sujeto (y por momentos de-socializadora) que Touraine busca proponer una visión de conjunto de la vida social.

En este proyecto, una gran cantidad de muy venerables conceptos sociológicos son liquidados, comenzando por la idea de sociedad. El fin de la sociedad (Touraine, 1981 y 2013) en Touraine, a pesar de ciertas obscuridades, designa una realidad analítica central: aquello que la sociedad industrial pudo realizar -definir el bien cada vez menos en relación con Dios y cada vez más en términos de funcionamiento societal- deja de ser un principio central en el mundo contemporáneo. La utilidad social que fue la base de la idea de sociedad y del orden social que forjó la modernidad hizo que el equilibrio del conjunto social primara sobre toda ética. Esta fue la moral de los tiempos modernos cuya gran versión -y promesa- construyó la idea de una modernidad triunfante asociando el progreso y la felicidad personal. Para Touraine, este supuesto es justamente lo que impide comprender sociológicamente el mundo actual. ¿Por qué?

Porque si la ruptura entre lo objetivo y lo subjetivo -ya enunciada por Hegel- ha sido siempre el substrato último de la modernidad, ésta no había empero cejado en ser regulada (“superada”) por el Espíritu Absoluto, el Progreso, el Proletariado, la Totalidad, sin olvidar la Nación, el Desarrollo e incluso Dios. El propio Touraine, en sus dos primeros momentos, adhirió a esta filosofía “paliativa” de la modernidad. En efecto, el movimiento obrero primero, los nuevos movimientos sociales después, operaron como promesas, si bien no necesariamente de una “síntesis”, por lo menos de una articulación de las distintas dimensiones objetivas y subjetivas.

Contra este residuo “historicista” y mediante una concepción (ultra)radicalizada de la historicidad, Touraine propone una reformulación de la sociología por medio del fin de las sociedades. A mi entender, el desamparo de muchos lectores -y sin duda por momentos el mío- proviene de esta radicalidad. Sin embargo, en su raíz el rol práctico e intelectual que le otorga a la noción del Sujeto es funcionalmente equivalente al que le concedía en el pasado a la idea de sociedad. El Sujeto se convierte en el criterio del bien y en el principio de la integración. “El respeto del Sujeto es hoy en día la definición del bien” (Touraine, 1992, p. 268); o, más aún, en el mismo sentido, “si fuera necesario medir la modernidad, habría que hacerlo mediante el grado de subjetivación aceptada en una sociedad” (Touraine, 1992, p. 269). Touraine no puede ser más explícito sobre este punto: los actores “ya no se definen en relación con la sociedad, sino que en relación con el Sujeto” (Touraine, 1997, p. 134; Touraine, 2013). La organización social debe basarse en lo que de manera un tanto equívoca denomina un principio no social (esto es, no “utilitarista”), a saber, la protección de la libertad del Sujeto.

Touraine sabe que no hay más principio único, pero no ceja en “analizar” sus trazas fantasmagóricas, ya sea como nostalgia de Dios y del Uno, como Eros o el deseo, como Mercado o Estado, como Comunidad (Touraine, 1992, pp. 207-231). Los análisis en la descendencia critica de esta visión de la historia son tanto más fuertes y logrados cuanto que Touraine los efectúa desde un trabajo de autoliberación de lo que fue su propia creencia en esta modalidad del proyecto de hacer la historia.

Pero a estas interpretaciones “en negativo” que Touraine expresa el advenimiento de un nuevo mundo social como consecuencia de la descomposición de la sociedad precedente cuyo principal resultado es el profundo alejamiento de lo individual y de lo colectivo, del ser y del cambio, añade formulaciones más afirmativas o “positivas”. Curiosamente, es aquí donde las principales dudas se inscriben. En un mundo social carente de todo principio de totalidad, Touraine se esfuerza en encontrar un principio de recomposición -el Sujeto-. En términos narrativos, establece en Descartes su punto de partida más o menos arbitrario, primero opone dos facetas de la modernidad (razón y sujeto; Touraine, 1992); luego propone al Sujeto como principio de articulación entre la razón y la comunidad (Touraine, 1997); finalmente, y en un crescendo crítico radical, hace del Sujeto el único verdadero principio de inteligibilidad del mundo social -lo que explica la centralidad creciente que ha adquirido en su obra los derechos humanos- (Touraine, 20132015).

Muchos de los malentendidos que causa su trabajo en las últimas décadas se encuentran aquí. La novedad innegable de la visión -una sociedad reconstruida sobre el Sujeto- se pierde cuando esta proposición analítica se entiende como una mera valorización más de los derechos humanos. Lo que Touraine dice -o quiere decir, si entiendo bien- es otra cosa: vivimos en un mundo social que no es más una sociedad porque se organiza en torno al Sujeto (en rigor, habría que decir a los sujetos); que se desliga, por ende, de la cuestión de la utilidad del conjunto (o si se quiere de la integración, la gran noción del período funcionalista); que necesita pensar desde nuevas bases las instituciones (que de ahora en más se miden y juzgan por su capacidad de preservar las capacidades de los sujetos); y que, incluso si Touraine nunca lo ha expresado con toda la claridad suficiente, hace de los movimientos sociales un objeto particular (y ya no más central) del análisis sociológico. ¿Por qué? Porque la conflictividad que constituye al/los sujeto/s no puede más limitarse a la sola dimensión de las luchas sociales. Es la vida social en toda su latitud la que se vuelve el teatro de la creatividad del sujeto. La historicidad no opone más a una clase contra otra, ella se desplaza en torno a la defensa de los sujetos contra el control creciente del sistema. Pero esta defensa, y en parte aquí en contra de lo que Touraine parece afirmar, es irreductible a los solos movimientos sociales porque es infinitamente más diversa e infinitamente más expandida en la vida social.

Llegamos, a mi juicio, al corazón del malentendido. El Sujeto (histórico) en el tercer momento interpretativo de Touraine define tanto el principio activo mediante el cual el sujeto -digamos los sujetos empíricos- opone resistencia a las lógicas sistémicas, como a los sujetos (personales) en su trabajo por autoconstituirse y emanciparse. Si es claro, por un lado, que “vemos que se opone una lógica de la integración social cada vez más utilitarista con un Sujeto definido por una relación del individuo consigo mismo y no más por su pertenencia a una esencia o a una comunidad” (Touraine, 1992, p. 410), por el otro, el sujeto (personal) del cual de ahora en más se habla a causa de la entronización de este nuevo principio de Sujeto (histórico) exigirá un estudio infinitamente más pormenorizado de las experiencias de los individuos.

En verdad, me parece que esto exige una concepción distinta, infinitamente más descentrada, del/de los “actor”/es de la historia. Touraine posee todos los elementos intelectuales para hacer esta tarea, pero nunca la hizo a cabalidad -ni siquiera en su estudio sobre el movimiento de las mujeres- (Touraine, 2006). Hacerlo suponía estudiar con ahínco aquello que siempre había quedado implícito en su sociología de la acción -“revalorizar” los niveles “inferiores” de análisis, las instituciones y las organizaciones, pero también las formas más “modestas” de la acción colectiva, unos y otros desvalorizados analíticamente frente a los niveles más altos de la historicidad-.

Seamos explícitos: en el primer y segundo momento interpretativo, la historicidad opone clase contra clase y es desde este nivel que debe hacerse el análisis de la sociedad. En breve, el Sujeto histórico prima ampliamente sobre el sujeto personal. En el tercer momento interpretativo, la historicidad se generaliza y abraza el perímetro del mundo social en toda su latitud, puesto que por doquier los sujetos deben enfrentarse a las lógicas del sistema para constituirse como sujetos. O sea, de ahora en adelante, y en toda lógica, es a este nivel -desde los sujetos personales- como debe efectuarse el análisis. En resumen, el sujeto personal prima descriptivamente sobre el Sujeto histórico. O si se quiere, en este nuevo momento histórico e interpretativo, el Sujeto histórico no puede estudiarse, sino privilegiando los sujetos personales en detrimento de los movimientos sociales.

La noción de movimiento social -y su deuda con una cierta descripción histórica y societal- impidió así concretizar el horizonte de estudio de los sujetos personales. Nunca el análisis de Touraine fue tan justo como cuando entendió que la importancia preponderante de las luchas antitecnocráticas (por la que apostó en su segundo momento interpretativo) debía dar paso al estudio de los sujetos personales, hasta cierto punto en vínculo son los avatares del movimiento de las mujeres (Touraine, 2006). Pero solo hasta cierto punto. En realidad, el estudio del sujeto personal exige romper con la idea de una prevalencia de algunos sobre otros -eso a lo que justamente condena la lógica histórica de los movimientos sociales y la búsqueda de un remplazante para el proletariado-. El autor no logra desasirse completamente de esta exigencia. “No son las categorías más objetivamente definidas que serán, como fue el caso en el pasado, los actores históricos; lo serán las categorías, no las más frágiles, sino las que más directamente están definidas por la necesidad o la voluntad de hacer compatibles ambos universos que separa la desmodernización” (Touraine, 1997, p. 359). Touraine las nombra: la juventud, las mujeres, los inmigrantes, los miembros de minorías y los defensores del medio ambiente, ya que son ellos quienes se empeñan más conscientemente en actuar y en ser reconocidos como Sujetos. En el fondo, el autor rechaza la idea que habría que dar una prevalencia al sujeto personal sobre el sujeto histórico. Pero su voluntad de leer el sujeto personal desde el Sujeto histórico le impide justamente abordar dimensiones centrales de aquél, incluso si reconoce, con razón, que “es necesario siempre reencontrar al sujeto personal, el individuo como sujeto, en el centro de las situaciones históricas, como es necesario reconocer hoy día que son los problemas de la vida privada, de la cultura y de la personalidad que están en el centro de la vida pública” (Touraine, 1992, p. 335).

La noción de sujeto en Touraine no está desprovista de ambigüedades, a comenzar por el hecho de que la sociología del Sujeto se construye oponiéndose al Sistema (Martuccelli, 1999). La contextualización social del Sujeto es así muchas veces problemática, por cuanto es concebida como la invocación a una subjetividad “no social”, caracterizada únicamente por la oposición a tendencias sistémicas. “El Sujeto no tiene otro contenido que la producción de sí mismo” (Touraine, 1997, p. 28). Cierto, Touraine se esfuerza por darle rostros analíticos. Vuelve así sobre la Nación, interpretada como un Sujeto político mediador entre la internacionalización económica y la fragmentación de las identidades; a la idea de etnicidad como una combinación, en la vida personal, de una racionalidad instrumental y de una identidad cultural; al rol decisivo de las mujeres en su mayor capacidad, respecto de los hombres, para combinar ambas dimensiones de la experiencia; a la democracia como capacidad de establecer una articulación entre estas dos mismas dimensiones; o más aún, a la redefinición de la educación como capacidad de los individuos de articular conjuntamente sus universos de posibles materiales y un universo construido en torno a la cultura de la juventud. En estos esfuerzos, el Sujeto (individual o colectivo), sea cual sea el nivel de análisis, es siempre “un Sujeto vacío, sin otro contenido que su esfuerzo de reconstrucción de una unidad entre el trabajo y la cultura, entre las presiones del mercado y de las comunidades” (Touraine, 1997, p. 109, subrayado mío).

A pesar de la sinonimia por momentos absoluta del Sujeto y de la voluntad, la principal dificultad no radica en este nivel. Ciertamente, la idea de un Sujeto que está en el fundamento de su propia autofundación y autocreación, la idea según la cual no hay nada antes de la voluntad del Sujeto de plantearse a sí mismo como sustrato “no social” de la acción, no es siempre una noción fácilmente comprensible para la sociología. Sin embargo, el análisis sociológico puede en parte aceptar formulaciones de esta índole -reconocer que la subjetividad es irreductible a los roles o a las identidades estatutarias-. Pero en Touraine, bajo la influencia de Sartre, el Sujeto va más allá de esto y aparece por momentos como una pura reivindicación de libertad y creación contra el sistema. Confrontados a conductas objetivas y coacciones reales, el sujeto debe escoger, de manera conflictiva, su autenticidad. Ahora bien, ésta es problemática y Touraine lo sabe, sin duda mejor que Sartre. Condicionado por factores externos que limitan su campo de acción, el sujeto no puede escoger un proyecto personal en contra del Sistema. Es lisa y llanamente falso pensar que los sujetos pueden crear un proyecto libremente y de manera solipcista. Ésta es la razón por la cual Touraine no ceja en definir el Sujeto a nivel de una acción colectiva y por medio de un conflicto social y no principalmente por una reflexividad personal o por una creación radical continua de sí mismo. A diferencia notoria de Sartre, quien quería en el fondo superar, sin lograrlo, la conciencia desdichada del individuo, Touraine piensa, por el contrario, que uno de los objetivos de la lucha colectiva es justamente lograr preservar la condición de la apertura, lo que supone definir al Sujeto como un conflicto sin descanso contra la influencia permanente de la sociedad, contra el mundo de las mercancías y contra las fuerzas que lo reducen a una identidad colectiva. O sea, la idea del Sujeto como movimiento social es una consecuencia de la imposibilidad de concebir (positivamente) un sujeto personal desligado de su lazo con el Sujeto histórico.

Touraine en el fondo nunca se desprende de lo que piensa y articula ambas realidades, a saber, el Sujeto como movimiento social. El sujeto personal no cesa así de ser comprendido en referencia el Sujeto histórico, puesto que el Sujeto es “desprendimiento del individuo creado por los roles, las normas, los valores del orden social. Este desprendimiento sólo se produce por una lucha cuyo objetivo es la libertad del Sujeto y cuyo medio es el conflicto con el orden establecido, los comportamientos esperados y las lógicas del poder” (Touraine, 1992, p. 337).

Al hablar del Sujeto como movimiento social, Touraine quiere señalar que la vida de cada sujeto (personal) está enmarcada por la historicidad propia al mundo de hoy, pero al resemantizar de esta manera el término “movimiento social” introdujo, sin duda, el riesgo de la confusión. Adoptando esta posición, tal vez normativamente justificada en aras de un proyecto emancipatorio, Touraine se cerró sobre todo al estudio concreto del sujeto personal. En efecto, en este tercer momento interpretativo el análisis sociológico del Sujeto debía sino necesariamente partir desde los sujetos (personales), por lo menos otorgarles a éstos (a sus experiencias, a sus existencias, a sus pruebas…) una importancia y una función analítica dirimente y distinta a la que Touraine les dio. Una maniobra que puede ser leída en estrecha analogía a lo que hizo en el pasado con las luchas sociales que no lograban izarse hasta los grandes objetivos (enjeux) de la historicidad. Lo que fue parcialmente factible en el marco de las luchas sociales (proponiendo una clasificación de éstas en función de su grado de historicidad) se vuelve infinitamente más polémico tratándose de los sujetos personales -a menos de movilizar el muy discutible lenguaje de la alienación con el fin de definir una escala de subjetivación-.

Si Touraine hizo -y con qué fuerza- el tránsito hacia los sujetos personales comprendiendo lo que esto implicaba para el análisis sociológico en un mundo social de ahora en adelante organizado en torno al Sujeto y sus derechos, jamás se abocó empero verdaderamente al estudio profundizado de los sujetos personales (en las instituciones, en la vida social, en el mundo político…). En último análisis, y en este punto preciso, su visión continuó siendo fiel a una concepción del proyecto de hacer la historia. La fórmula el Sujeto como movimiento social engendró así dos escollos. Por una parte, generó una serie de malentendidos entre los lectores de la obra de Touraine. Por otra, y esta vez por cuenta de la propia imaginación analítica suya, esto le indujo a pensar que el estudio de la historicidad del sujeto personal tenía que seguir vinculándose a las luchas sociales (y a los conceptos construidos en este marco de análisis) cuando en realidad, y en fase con lo que su trabajo crítico realizó hasta sus últimas consecuencias, de ahora en más es desde los sujetos personales, de manera ascendente y no descendente, como debe comprenderse la historia.

* * *

Quisiera terminar este artículo con un comentario personal. El primer libro que leí de Touraine, en castellano, fue el Postsocialismo y, si no me equivoco, fue en 1985. Un año después se convirtió en mi director de tesis doctoral. Desde entonces, durante ya más de 30 años, no he cesado de leer y frecuentar sus trabajos, desde sus primeros estudios hasta sus últimas producciones. Con los años, he terminado creyendo que si su análisis sobre el fin de la sociedad industrial y la crisis del movimiento obrero es, sin duda, su aporte más sólido a la teoría social, lo que más original anida en su obra, incluso si es sin duda más problemático, es su análisis (incluso por momentos su intuición) de lo que no siempre con total claridad denomina el fin de lo social, el fin de la sociedad, lo no social o el Sujeto.

Touraine lo sabe mejor que nadie. En los últimos 30 años de su vida intelectual no ha cejado en luchar -no veo otro verbo posible- para desentrañar esta realidad. Cuando leo sus últimos libros, me es imposible no advertir la profundidad del combate que por momentos libra contra sus viejas concepciones, muchas veces mediante esas mismas concepciones; su plena conciencia de no lograr hacerse del todo inteligible; su esfuerzo denodado, texto tras texto, por buscar una formulación definitivamente clara de lo que él percibe con absoluta claridad y entiende en ruptura con la sociología heredada y esclerotizada. No sé si mi interpretación de su obra hace justicia a sus sucesivos esfuerzos intelectuales. Como tantos otros, me costó y me sigue costando por momentos entender muchas de sus formulaciones de los últimos años. Pero progresivamente he terminado admitiendo, y espero comprendiendo, la fuerza de sus intuiciones actuales: su voluntad de analizar lo propio de la vida social hoy como una trama infinitamente contingente, sin un principio societal utilitario central dictando el Bien; como un horizonte plural de sujetos personales en conflicto contra el sistema; como un mundo social que es preciso recomponer en torno al Sujeto (a los sujetos personales).

En todo caso, en lo personal, y a veces en desacuerdo con sus interpretaciones, nunca he cejado en leer con interés sus libros. Ninguna sorpresa en ello. En el balance de la historia, qué duda cabe, los autores, los verdaderos como Touraine, valen infinitamente más por la novedad de las preguntas que inventan que por las respuestas siempre afectadas de caducidad que le arrancan a la vida social.

Bibliografía

CASTELLS, Manuel. 1998. La société en réseaux - tome 1: l’ère de l’information. Paris: Fayard.

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TOURAINE, Alain. 1965. La sociologie de l’action. Paris: Seuil.

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TOURAINE, Alain; DUBET, François; WIEVORKA, Michel. 1984. Le mouvement ouvrier. Paris: Fayard .

Notas

1 Rectificación. En una entrevista en 2017 un periodista me atribuyó, no solo lo que no pienso, sino exactamente lo contrario de lo que pienso de la obra de Touraine -el hecho de que su sociología fue arrastrada por el fin del mundo industrial-. A la inversa, como lo desarrollaré en este artículo, es la absoluta conciencia del hundimiento radical del mundo social que estudió y describió durante décadas la sociología accionalista, lo que lo forzó a un trabajo teórico de relaboración radical -no sin dificultades- con el fin de aprehender el nuevo estadio histórico.
2 Se debe destacar sobre este aspecto que en el programa de investigación lanzado por Touraine en torno a los nuevos movimientos sociales, la sección que debería haberse dedicado al estudio de la clase dirigente nunca fue llevado a cabo (Touraine, 1978, p. 107).

Notas de autor

Danilo Martuccelli Es profesor de sociología, con licencia de la Université Paris Descartes, actualmente es investigador en la Universidad Diego Portales (Santiago de Chile). Sus principales temas de investigación son la teoría social, la sociología política, las sociologías del individuo. Ha realizado distintas investigaciones de campo sobre el racismo, la experiencia escolar, el populismo o la individuación, entre otros temas, tanto en Francia como en otras sociedades europeas y latinoamericanas. Uno de los principales propósitos de su trabajo es estudiar los fenómenos colectivos y los cambios históricos a partir y a escala de las experiencias de los individuos. Dos de sus más recientes trabajos son: La condition sociale moderne (Paris, Gallimard, 2017) y Sociologia dell’esistenza (Napoli-Salerno, Orthotes, 2017).


 




Mayo del 68: un modelo para armar

Medio siglo después de la “revolución imaginaria” que hizo tambalear a Francia y Europa durante ocho semanas, cientos de libros –novelas, ensayos, memorias– se han escrito para tratar de dilucidar este evento iconoclasta y multidimensional. Pero así como existe la literatura post-68, también hay una serie de textos que prepararon el camino para la revuelta, la anunciaron o decretaron de antemano su derrota. He aquí una selección de cinco libros precursores y sucesores de Mayo del 68.

En 1968, la filosofía tuvo su propia crisis. Mientras en las calles de París se agitaban lienzos en los que se anunciaba una nueva trinidad revolucionaria, “Marx, Mao, Marcuse”, los pensadores de la Escuela de Frankfurt, según cuenta Stuart Jeffries en Gran hotel abismo, se peleaban por escrito: por un lado, el citado Herbert Marcuse celebraba la lucha callejera y miraba la revuelta estudiantil y obrera como un paso loable de la teoría a la práctica; y por otro, Theodor Adorno alegaba que los años 60 no eran tiempos para la “postura fácil” de la acción, sino para el “duro trabajo de pensar”.

En Francia, la envergadura del movimiento popular forzó a los intelectuales a tomar posición. Foucault, que por entonces vivía en Túnez, miró los hechos con cierta distancia: cuando volvió a París, en noviembre del 68, lo impactó la furia de los discursos, un tono que, según contó en 1975, le recordó la retórica del Partido Comunista “en su período más estalinista”. Barthes, por su parte, celebró la explosión de una “palabra salvaje” que, a través de malabares lingüísticos, engendró frases del tipo “prohibido prohibir” o “sean realistas, pidan lo imposible”.

Para los conservadores, Mayo del 68 es el origen de los males de estos tiempos –desprecio por la autoridad, crisis del concepto de familia, violencia y terrorismo–, pero más allá de la infinidad de opiniones, lo esencial es que reflejan una memoria conflictiva y multidimensional. De ahí que una buena manera de entender los hechos sea buscar respuestas en textos de ficción, filosofía, memorias y ensayos publicados antes y después de 1968, que permiten armar el puzle de esas ocho semanas que remecieron al mundo.

El segundo sexo, de Simone de Beauvoir (1949)


Poco después de 1968, el famoso historiador francés Fernand Braudel salió en defensa de lo que llamó “aquella primavera deslumbrante”: “La revolución del 68 tuvo lugar en la medida en que entró en la moral”, afirmó. No es un legado exclusivo de las revueltas francesas –en Estados Unidos y en otras partes del mundo se vivía también un despertar sexual y una toma de conciencia sobre los derechos de las minorías raciales y de género–, pero en el país de los existencialistas, 20 años antes del estallido, se había publicado un ensayo fundacional para el feminismo occidental: El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, un texto que se convirtió, como cuenta la escritora María Moreno, en “el Libro Rojo de la nueva feminidad”.

El objetivo de Beauvoir no era exigir igualdad constitucional para las mujeres, sino denunciar la desventaja cultural y social. Tomando ideas y conceptos del marxismo, el psicoanálisis y el estructuralismo, la autora propone un análisis radical: la gran derrota histórica de este “segundo sexo”, relegado a un rincón de la Historia, tuvo lugar cuando apareció la propiedad privada y el hombre se convirtió en dueño de los esclavos, de la tierra y también de la mujer. A estas alturas, la tesis del libro es famosa: “No se nace mujer: se llega a serlo”.

En los años 60, y en particular en la Francia post-68, la desigualdad de género se instaló en la agenda de la izquierda de forma definitiva e imposible de entender sin los aportes de Beauvoir. Mayo del 68 visibilizó y aceleró a nivel local las mutaciones culturales y sociales de los años 60: el cuerpo pasó a ser un territorio político, como dijo luego Foucault, y la libertad sexual fue la forma en que los babyboomers del 68 derrocaron la vieja moral.

Las reivindicaciones estrictamente feministas comenzaron un par de meses después de las protestas, pero durante las huelgas las mujeres constataron, como se lee en El segundo sexo, que el prestigio viril estaba “muy lejos de haberse borrado”. Según la historiadora Florence Rochefort, las jóvenes eran minoría en las marchas y sus camaradas las seguían viendo en ellas roles serviciales o de compañía. Sin embargo, a la larga el impulso revolucionario tuvo sus efectos, y en los 70 las feministas y los homosexuales se organizaron para combatir un nuevo enemigo: el orden heteropatriarcal.

Sylvie Chaperon, otra especialista del tema, explica que Beauvoir contribuyó a redefinir el feminismo de la segunda mitad del siglo XX al politizar las cuestiones privadas y al reclamar la libre expresión de las mujeres, una “revolución de la palabra” que constituyó un eje central de Mayo del 68, según escribe Michel de Certeau en el libro La prise de parole, escrito ese mismo año: una particularidad de la revuelta fue que la palabra fue tomada por jóvenes, mujeres, anónimos; grupos que hasta entonces no tenían autoridad para hacerlo y cuyo gesto fue leído como un desacato a la autoridad y a la jerarquía. De ahí nace su imagen idílica: Mayo, ante todo, fue un grito colectivo de libertad.

Las cosas, de Georges Perec (1965)


Los años 60 fueron tiempos de cambio, y mientras Barthes, Derrida o Kristeva revolucionaban las formas de entender y analizar los textos –su escritura, lectura y formas de producción–, la literatura vivía su propio remezón: se hablaba de la muerte del tema, de la crisis del autor y de una rebelión contra las formas clásicas, según Patrick Combes, autor de Mai 68, les écrivains, la littérature (2008). Desde los años 50, varios movimientos literarios derrocaron las viejas normas de la escritura, entre ellos, el nouveau roman, el grupo experimental OuLiPo y los situacionistas, con Guy Debord a la cabeza.

UN LEMA DE 1967 ATRIBUIDO A ESTA ÚLTIMA CORRIENTE VATICINÓ EL ÍMPETU CREATIVO DE LAS REVUELTAS DEL 68: “NO QUEREMOS UN MUNDO DONDE LA GARANTÍA DE NO MORIR DE HAMBRE SEA INTERCAMBIADA POR EL RIESGO A MORIR DE ABURRIMIENTO”.

Mayo se convirtió en un tópico literario que más tarde inspiró un sinfín de libros, pero para comprender el malestar social que despertó a las masas, y en particular a los jóvenes, la literatura pre-68 es clarificadora. Las cosas, de Georges Perec, es quizás el retrato sociológico más lúcido de la época y de esa generación que Godard llamó “los hijos de Marx y Coca-Cola”: a través de la historia de Jérôme y Sylvie, una pareja de veinteañeros que trabaja para empresas de publicidad y que se entrega al placer de los objetos, el escritor inmortalizó la naciente sociedad de consumo que comenzaba a atosigar a una juventud sometida a sus aspiraciones materiales y encandilada por los medios de comunicación.

LAS COSAS SE ADELANTÓ A LA DERROTA DE LA GENERACIÓN DE MAYO DEL 68 EN MANOS DEL CAPITALISMO Y EL CONSUMO: “MILLONES DE HOMBRES LUCHARON ANTAÑO, E INCLUSO LUCHABAN AÚN, POR PAN. JÉRÔME Y SYLVIE NO CREÍAN QUE SE PUDIERA LUCHAR POR DIVANES CHESTERFIELD. PERO, NO OBSTANTE, HUBIERA SIDO LA CONSIGNA QUE LOS HABRÍA MOVILIZADO MÁS FÁCILMENTE”.

Las cosas escribió Perec en la novela. De paso, anunció lo que Guy Debord advirtió dos años más tarde en La sociedad del espectáculo, a saber: la vida social había sido colonizada por las mercancías, que ser se convirtió en sinónimo de tener, y que tener devino en parecer.

Daniel Cohn-Bendit frente a La Sorbona. Autor de Forget 68.

El Anti-Edipo, de Gilles Deleuze y Félix Guattari (1972)


En los años 60 circularon, dialogaron y convivieron una multiplicidad de ideas y corrientes filosóficas dedicadas a desentrañar el poder, el lenguaje, el marxismo o la psicología, por mencionar algunas áreas, y en ese panorama, un universo de pensadores heterogéneos se dedicaron a modificar el paisaje intelectual: Althusser, Barthes, Foucault, Lacan y Derrida, entre otros, abrieron las mentes de los estudiantes y desataron debates sulfurosos en seminarios abiertos y en aulas universitarias.

Gilles Deleuze fue uno de los filósofos que más cuestionó el impulso creador con el que las masas buscaron instalar una nueva subjetividad durante Mayo del 68. La revuelta popular, sumada a sus lecturas de Foucault y a sus discusiones con Félix Guattari, lo llevaron a centrar su interés en lo estrictamente político, un giro en su obra que lo hizo volcarse al análisis del capitalismo, como quedó de manifiesto en dos de sus obras esenciales, coescritas junto a Guattari: El Anti-Edipo (1972) y Mil mesetas (1980). En ellas, pusieron en marcha una premisa que Deleuze describió así en su libro Conservaciones (1990): “No creemos en una filosofía política que no esté centrada en el análisis del capitalismo y su evolución”.

Para Deleuze y Guattari, la explosión social del 68 y su consecuente desestabilización pasajera del orden establecido dejó a la vista una idea que desarrollaron en El Anti-Edipo: que la catexis de deseo revolucionaria (es decir, la energía psíquica de la revolución) es capaz de minar al capitalismo. “¿De dónde vendrá la revolución y bajo qué forma en las masas explotadas? Es como la muerte: ¿dónde, cuándo? Un flujo descodificado, desterritorializado, que mana demasiado lejos, que corta demasiado fino, escapando a la axiomática del capitalismo. ¿Un Castro, un árabe, un pantera negra, un chino en el horizonte? ¿Un Mayo del 68, un maoísta del interior? (…) ¿de dónde vendrá la nueva irrupción de deseo?”.

LA IMAGEN DE ESTA REVUELTA POPULAR MASIVA PERSIGUIÓ A DELEUZE EN LOS AÑOS VENIDEROS Y LO LLEVÓ A ARTICULAR UNA FÓRMULA QUE SE VOLVIÓ FAMOSA A LA HORA DE HABLAR DEL TEMA: “¿QUÉ ES MAYO DEL 68? UN DEVENIR REVOLUCIONARIO SIN FUTURO DE REVOLUCIÓN”, O COMO DICE EL HISTORIADOR BORIS GOBILLE, UN ACTO SIMBÓLICO QUE ENGENDRÓ UN “SENTIDO DE LO POSIBLE”: EL CAPITALISMO, QUE SIEMPRE HABÍA PARECIDO INAMOVIBLE, SE MOSTRÓ DURANTE DOS MESES COMO UN SISTEMA VULNERABLE.

Pero esa interrupción fugaz y simbólica de la continuidad histórica desde la micropolítica –Deleuze y Guattari hablan de Mayo del 68 como un movimiento “molecular” en Mil mesetas– también significó que los poderes perdieran el miedo a la energía revolucionaria, ya que el fracaso de la revuelta demostró una “impotencia radical” para crear un nuevo orden político, como lo plantearon en su ensayo Mai 68 n’a pas eu lieu (1984), cuyo título (Mayo del 68 no tuvo lugar) prueba la distancia que ambos tomaron en los años posteriores frente al suceso.

LOS JÓVENES HABÍAN ACCEDIDO COMO NUNCA A LA EDUCACIÓN SUPERIOR, Y SI EN 1958 HABÍA 150 MIL ESTUDIANTES UNIVERSITARIOS, EN 1968 ERAN 500 MIL.

Forget 68, de Daniel Cohn-Bendit (2008)


No hay fenómeno colectivo, por más revolucionario que sea, que no tenga un portavoz, un personaje carismático o una estrella mediática, y en el caso de Mayo del 68 el elegido fue Daniel Cohn-Bendit, un veinteañero franco-alemán conocido como Dany El Rojo, uno de los rostros principales de la revuelta. Convertido hoy en un célebre y exitoso euro-diputado de la bancada ecologista, este ex anarquista es de los pocos rebeldes que siguieron situados a la izquierda, y aunque su discurso se suavizó con el tiempo, su imagen sigue vinculada a las barricadas de 1968.

En 2008, cuando se cumplieron 40 años de los hechos, publicó Forget 68, un libro en el que criticó el hito que lo hizo famoso: “Olvídenlo: el 68 se acabó, está enterrado bajo el pavimento, incluso si ese pavimento hizo historia y gatilló un cambio radical en nuestras sociedades”, escribe ahí, y alega que hoy no tiene sentido santificar la rebelión francesa en un mundo tan distinto al de entonces. Mayo, dice, fue el primer movimiento de revuelta global transmitido en vivo por la radio y la televisión, y su fama mediática fue tal, que hasta Sartre lo entrevistó para Le Nouvel Observateur.

El libro –que no fue ni el primero ni el último en el que abordó el tema– funciona en dos niveles: micro y macro historia se funden en recuerdos personales y análisis de los hechos, bordados más con un espíritu crítico que con nostalgia. Mayo fue un fracaso político innegable, símbolo del fin de los mitos revolucionarios, dice, pero también fue un acelerador de la Historia, un temblor que remeció los conceptos de sociedad, moral y Estado.

La France d’hier, de Jean-Pierre Le Goff (2018)


En 1968, Francia vivía un período de fuerte crecimiento económico conocido como los “Treinta años gloriosos” (1945-1975), pero existía la sensación de que el fenómeno no había beneficiado a toda la sociedad. Ese descontento social fue una de las causas de Mayo del 68, pero los factores fueron múltiples: los jóvenes, por ejemplo, habían accedido como nunca a la educación superior, y si en 1958 había 150 mil estudiantes universitarios, en 1968 eran 500 mil. El libro La France d’hier. Récit d’un monde adolescent. Des annés 1950 à Mai 68, publicado este año por el sociólogo Jean-Pierre Le Goff (1949), es un relato sobre la Francia que antecedió a los hechos, algo así como un ejercicio de “ego-historia” en el que, como en el caso de Cohn-Bendit, las vivencias personales –en este caso, de un estudiante de provincia– sirven para trazar un retrato histórico y sociológico de la época que engendró este movimiento que, a ojos del autor, tiene más sombras que luces.

Le Goff, antiguo anarco-situacionista reconvertido en maoísta durante las protestas, desde hace dos décadas es uno de los principales desmitificadores de Mayo del 68.

SU ANÁLISIS LO LLEVÓ A CREAR LA NOCIÓN DE “IZQUIERDISMO CULTURAL”, CON EL QUE DEFINIÓ EL AFÁN DE LA IZQUIERDA POST-68 POR ABANDONAR LA CUESTIÓN SOCIAL Y ABRAZAR LA IDEA DEL CAMBIO EN LAS MENTALIDADES Y LA MORAL.

Según dice, la historia de las revueltas ha sido contada principalmente por los vencedores, “sesentayochistas reconvertidos” que se jactaban de su aporte a la modernización de la sociedad y que omitían el lado oscuro del asunto, desde las fracturas entre trotskistas, maoístas –y otras corrientes ideológicas– hasta el nihilismo radical del movimiento. El autor apunta los dardos hacia la autocelebración de los que se creyeron “héroes de los nuevos tiempos” y la idea de Mayo como un mito fundador de los tiempos que corren.

El segundo sexo, Simone De Beauvoir, Debolsillo, 2007, 728 páginas, $9.000.

Las cosas, Georges Perec, Anagrama, 2006, 158 páginas, $21.500.

El Anti-Edipo, Gilles Deleuze y Félix Guattari, Paidós, 2005, 428 páginas, $24.000.

Forget 68, Daniel Cohn-Bendit, Nouvelles éditions de l’Aube, 2018, 135 páginas, 14€.

La France d’hier, Jean-Pierre Le Golff, Stock, 288 páginas, 22


https://www.centroparalashumanidadesudp.cl/mayo-del-68-un-modelo-para-armar/



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