A pesar del cerrado determinismo de algunos críticos así llamados marxistas y del dogmatismo revolucionario que juzga las obras de arte sólo por la inmediata utilidad política que se les exige rendir, algunos maestros del pensamiento socialista fueron bastante más matizados en estas cuestiones. Marx se sabía de memoria a Dante, un pensador favorable al Papado. Engels prefería las novelas del reaccionario Balzac antes que los folletines obreristas de Suë o Lafarge.
La música, tan elocuente y ambigua, es un terreno más resbaladizo. Aunque Lenin admitió admirar a escritores tan poco marxistas como Pushkin o Tolstói por encima del vanguardista bolchevique Majakovski, se entregó y se detuvo, por igual, en los umbrales de la música.
Lo sabemos por testimonio de Máximo Gorki. Lenin amaba la Appassionata de Beethoven al punto de querer escucharla todos los días. Le parecía “maravillosa y sobrehumana” y lo hacía sentirse orgulloso de nuestra especie de simios sapiens-sapiens. Leninásica comentó a Gorki: “No logro escuchar música muy a menudo. Influye en los nervios, estimula el deseo de decir tonterías agradables, de acariciar la cabeza de quien consiguió crear tanta belleza, viviendo en este abyecto infierno. De hecho, no debe acariciarse la cabeza a nadie, pues se corre el riesgo de que te despeguen la mano de un mordisco.”
https://www.efemeridespedrobeltran.com/es/eventos/abril/lenin.-hoy-22-abril-de1870-nace-lenin.-lenin-y-la-sonata-appasionata-de-beethoven
Johannes Brahms (en torno a 1886) |
La Cuarta: una explosión de nostalgia
La Sinfonía núm. 4 opus 98 de Johannes Brahms es una de las obras más emocionales compuestas hasta el momento. Es difícil comprender cómo el feliz contexto en el que el compositor vivía dio como resultado una obra especialmente melancólica, como si penetrase en los más oscuros recuerdos del compositor. Una obra que va de gris a negro, una ‘marcha fúnebre’, según Jan Swafford. ¿En honor a quién? ‘A su legado, a sus memorias, a un mundo que vivía en paz, a la amable Viena que él conoció, a sus propios amores perdidos’.
Pero, ¿narra esta sinfonía algún capítulo concreto de su vida? O, volviendo a la reflexión inicial de Trías, ¿hay un poema sinfónico escondido? Si existe un programa, no lo conocemos. Pero nadie puede dudar de que detrás de esta música hay un contexto, mucho más profundo que una simple explicación teatral, y mucho más filosófico que para ser entendido por cualquiera. En esta obra, las emociones suceden, son provocadas, modificadas y su estructuración es coherente. A qué responden o cómo se ordenan queda ya en el misterio del compositor, o en el juicio de cada oyente.
El primer movimiento —Allegro non troppo— encapsula en los primeros compases la oscuridad descrita en los párrafos anteriores. Esa nostalgia brahmsiana, que algunos tildan de culpable por el amor prohibido, otros de feliz por el recuerdo de los tiempos vividos, y que nos lleva, como tantas veces con su música, a posarnos frente a una chimenea en una de sus casas de retiro en los lagos austriacos. El primer tema, tan interesante al oído inexperto como a la mente analítica, muestra esa cascada de notas (siempre terceras, siempre descendentes) que van reposando, las unas sobre las otras, con un atisbo de expresividad contenida propia de la madurez que le otorgaba la cincuentena.
El segundo tema, con una de sus bellas melodías en los violonchelos, va presidido por un ritmo curioso, cercano a un tango oscurecido y sobrio (que me perdonen los puristas) y que crea el contraste necesario para reconocerle su identidad propia. La luz aparece tan solo en un tercer tema, a modo de fanfarria, anunciado por maderas y trompas, y que recuerda una de esas llamadas campestres tan recurrentes en la música del siglo XIX. Estos tres personajes en forma de melodías —la nostalgia, la sobriedad y la luz— se darán paso a lo largo del movimiento con momentos realmente sublimes, y cuya unión desembocará en un clímax final provocando un grito desgarrador que finalmente no ha podido ser contenido.
El segundo movimiento —Andante moderato—presenta una forma algo caprichosa. Lo que parece a priori una forma tripartita, sencilla, se convierte en algo más extenso y complejo con la inclusión de una tercera sección diferenciada, en un momento en el que naturalmente habría llegado el cierre del movimiento. Comienza la trompa, que introduce los primeros motivos con un ritmo algo decadente, en una regresión a esa nostalgia inicial que reina la obra y que será recurrente en las últimas piezas del compositor. La sección intermedia presenta una bellísima melodía en los violines, que nos conduce desde la nostalgia culpable hacia la nostalgia feliz, y que nos invita a compartir los recuerdos más preciados de la vida del compositor. Lágrimas de felicidad, bailes alrededor de esa chimenea con vistas al frondoso bosque, pero en soledad. La vuelta del primer tema nos trae de nuevo al presente y nos recuerda que los momentos vividos se quedarán ahí, grabados en un tiempo pasado, pero nunca más tangibles a un presente que se esfuma. Solo esa tercera sección añadida, indicada como poco f espressivo, vuelve a endulzar el sabor de la nostalgia, que será de nuevo interrumpido por la llamada de la trompa, que anuncia el final y pliega el movimiento con el inicio, como si nada de lo que hubiésemos vivido en estos minutos de felicidad hubiese ocurrido de verdad.
En el tercer movimiento —Allegro giocoso—encontramos una composición a caballo entre un scherzo intermedio y un rondó final. El carácter es del primero, lleno de juegos (giocoso), ritmos entre tradicionales y arriesgados, articulaciones, acentos, apoyos, sorpresas y un ambiente más bien festivo; pero la forma nada tiene que ver con un scherzo, sino con un rondó sonata que suele ser el responsable de finalizar este tipo de estructuras sinfónicas. Sin embargo, Brahms, en su faceta de arquitecto perfeccionista, sostiene con este movimiento la sinfonía completa: aporta el carácter optimista y presente (lejos de nostalgias y recuerdos) que todavía no habíamos podido disfrutar, pero deja hueco para un movimiento final con el que va a romper todos los esquemas sinfónicos, estructurales y tradicionales.

El cuarto movimiento —Allegro energico e passionato— merece un capítulo aparte. Y es que, precisamente en Brahms, el último movimiento no suele ser un epílogo ligero y conclusivo, sino que, como dice Trías sobre su música, ‘el comienzo está en el fin’. La intensidad, la identidad y la autonomía de este movimiento es tal que incluso algunos amigos suyos, como el escritor Max Kalbeck, intentaron persuadir al compositor para eliminarlo de la sinfonía y publicarlo como una obra aparte. Y es que la originalidad del mismo dejó dubitativos a los primeros conocedores de la obra, que reaccionaron con más desconfianza que aprobación.
Fue la verdad musical, artística y creativa de nuestro compositor la que le llevó a concluir la obra con estos diez minutos de música que son un homenaje a otro compositor, a otra época. Pero Brahms no concedería el privilegio de formar parte de esta ceremonia final a cualquiera. Quizá solo a dos apellidos: Beethoven, a quien por extremo respeto no recurrió en exceso; y Bach, a quien Brahms construye un altar cada vez que puede. Es precisamente el caso de este último movimiento, en el que una passacaglia de ocho compases (apenas catorce segundos) es presentada en los vientos de manera enérgica y con indicación forte, como si de un órgano caído del cielo se tratase, y es mostrada posteriormente en 32 variantes, a las que llamaremos variaciones, en un alarde de originalidad propio de la imaginación abierta, nunca conservadora, del de Hamburgo.
El guiño a Bach no es una coincidencia. Su música aparece de vez en cuando en su catálogo, de manera explícita (transcripción de su Chaconna en Re menor, BWV 1004, original para violín y reescrita para la mano izquierda) o implícita (en la Sonata núm. 1 para violonchelo y piano opus 38, en algunos de sus estudios para piano o en el final de esta Cuarta sinfonía). En muchos de estos recuerdos implícitos, Brahms no necesita citar algún extracto del autor (¿sería demasiado obvio?), pero sí se encuentra con él a través de reproducciones de su estilo o sus recursos: cánones, fugas, o en este caso, una passacaglia, un modelo muy utilizado por Bach en el Barroco y que consistía en proponer una frase de ocho compases cuya estructura armónica se expone repetidamente en múltiples variantes.
Las 32 variaciones que propone Brahms en este movimiento funcionan de un modo muy caleidoscópico. Pequeños elementos van cambiando o rompiéndose para que las distintas variaciones vayan sucediéndose con la misma fuerza narrativa de una estructura tripartita. Las 32 repeticiones armónicas no provocan una sensación de monotonía, ya que la fuerza expresiva es tratada eliminando las barreras estructurales entre cada frase, y construyendo un movimiento tremendamente expresivo, a la par que oscuro. El negro, que partía desde el gris inicial, ha llegado para quedarse.
Sería inútil comentar una a una las variaciones, pero cabe destacar que son un juego de orquestación digno de ser analizado por jóvenes compositores. Brahms demuestra un control total del uso de la orquesta combinando las distintas cuerdas e instrumentos, como trompas con timbales y pizzicato de cuerdas (var. 1), cuerdas apoyadas por dos fagotes (var. 4), juegos de pregunta-respuesta entre la totalidad de la cuerda y de la madera (var. 10), introducción de contramotivos en la cuerda que luchan contra la fuerza del viento (var. 16), secciones puntillistas (var. 22) y otros muchos ejemplos que hacen de estas páginas una de las aportaciones más interesantes del compositor.
https://www.melomanodigital.com/la-nostalgica-de-brahms/
Publicar un comentario