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739 páginas

Uno de esos grandes libros de todos los tiempos es La Montaña Mágica, del escritor nacionalizado alemán Thomas Mann, escritor y ensayista,

Montañas cerca de Davos, escenario de la novela La montaña mágica.



Harold Bloom

THOMAS MANN: 

La montaña mágica Cuando yo era chico y lector feroz - hace unos sesenta años - se aclamaba ampliamente La montaña mágica, de Thomas Mann, como una obra de ficción moderna casi comparable al Ulises y a En busca del tiempo perdido. La novela se publicó en 1924. Acabo de releerla por primera vez en quince años y me alegra descubrir que sus placeres y su poder no han disminuido. No tiene nada de pieza de época; es una experiencia de lectura tan fresca y penetrante como siempre, aunque sutilmente alterada por el tiempo. Es una pena que en el último tercio de este siglo Mann se haya visto un poco relegado a la posición de novelista de la contracultura. Lo cierto es que no se puede leer La montaña  mágica emparedada entre En el camino y una rodaja de ciberpunk. Es uno de esos productos de la alta cultura que hoy se encuentran en cierto peligro, porque exigen educación y reflexión considerables. El protagonista - Hans Castorp, un joven ingeniero alemán - llega a un sanatorio para tuberculosos en los Alpes Suizos con la intención de hacer una breve visita a su primo. Una vez le diagnostican la enfermedad a él también, Castorp permanece en la Montaña Mágica siete años para curarse - y continuar con su Bildnng o educación y desarrollo cultural. Que al principio Mann describa a Hans Castorp como un joven "totalmente común", es a todas luces una ironía. Castorp no es el hombre medio, aunque - al menos al comienzo - tampoco es un buscador espiritual. Pero es muy poco común. Inacabablemente abierto a la enseñanza, inmensamente susceptible a la conversación profunda y al estudio, en la Montaña Mágica emprende una notable educación avanzada, sobre todo hablando y con dos maestros antitéticos: Settembrini, un liberal humanista italiano - discípulo del poeta y librepensador Carducci - que aparece primero y establece su prioridad y, mediada la novela, Naphta. Reaccionario radical, Naphta es un jesuíta judío y marxista nihilista que denigra la democracia, se inspira en la síntesis religiosa de la Edad Media y lamenta que los europeos se hayan apartado de la fe. Los debates entre Settembrini, partidario del Renacimiento y la Ilustración, y Naphta, apóstol de la Contrarreforma, son siempre despiadados, y llegan prontamente al meollo cuando Naphta lanza una profecía de lo que habría de triunfar en Alemania diez años después de publicarse La montaña mágica: - ¡No! - continuó Naphta -. El misterio y el precepto de nuestra época no son la liberación y el desarrollo del ego. Lo que necesita nuestra época, lo que exige, lo que creará para sí misma es... el terror. Naphta y Settembrini comprometen por igual la atención del lector pero, pese a las incesantes ironías de Mann, sólo Settembrini nos despierta afecto. La ironía es a un tiempo el recurso más formidable de Mann y quizá su mayor debilidad (como él '' sabía). No deja de ser útil recordar la protesta que en 1953 elevó contra sus críticos: Siempre me aburre un poco que ciertos críticos asignen tan definida y acabadamente mi obra al campo de la ironía y me consideren un ironista de lleno sin tomar también en cuenta el concepto de humor. La ironía tiene en literatura muchos significados, y raramente la de una época es la de otra. En mi experiencia, la escritura imaginativa siempre contiene un grado de ironía: a eso se refería Oscar Wilde cuando dijo que toda la mala poesía es sincera. Pero la ironía no es la condición excluyente del lenguaje literario mismo, y no siempre el sentido es un exiliado errante. En términos generales, ironía significa decir una cosa y querer decir otra, a veces hasta lo contrario de aquello que se está diciendo. A menudo la ironía de Mann es una especie sutil de parodia, pero el lector abierto a La montaña mágica se encontrará con una novela de seriedad alta y amable, y en última instancia con una obra de enorme pasión intelectual y emotiva. Lo que primordialmente ofrece hoy la maravillosa historia de Mann no es ironía ni parodia, sino la visión afectuosa de una realidad desaparecida, de una alta cultura europea que ya no existe; la cultura de Goethe y de Freud. El lector del año 2000 debe experimentar La montaña mágica como novela histórica, monumento de un humanismo perdido. Publicado en 1924, el libro retrata la Europa que había empezado a romperse en la Primera Guerra Mundial, esa catástrofe a la cual se une Hans Castorp cuando desciende al fin de su Montaña Mágica. Buena parte de la cultura humanista sobrevivió a la gran guerra, pero, en vena profética, Mann percibe el horror nazi que se tomaría el poder una breve década después de la aparición de su novela. Si bien puede que Mann haya intentado una parodia afectuosa de la cultura europea, en el año 2000 las contraironías del cambio, el tiempo y la destrucción hacen de La montaña mágica un conmovedor estudio de las nostalgias. El mismo Hans Castorp me parece ahora más sutil y querible que la primera vez que leí la novela, hace más de cincuenta años. Aunque Mann desea verlo como un buscador, pienso que no hay en él ninguna búsqueda central. Castorp no ansía ir en pos de un grial ni de ideal alguno. Figura de admirable desapego, escucha con pareja satisfacción al ilustrado Settembrini, el terrorista Naphta y al insólitamente vitalista Mynheer Peeperkorn, que llega tarde a la Montaña en compañía erótica de una belleza eslava, Clawdia Chauchat, con quien el prendado Castorp disfrutará de una sola noche de realización. El desapego erótico de Castorp resulta del todo extraordinario; tras siete meses de amor por Clawdia, disfruta de un solo momento de pasión intensa para luego retraerse por el resto de su permanencia de siete años en el sanatorio; tampoco siente demasiados celos de Peeperkorn, en cuya compañía regresa Clawdia. Huérfano desde los siete años, Castorp ha experimentado un vínculo homoerótico de gran intensidad con su compañero de estudios Przibislaw Hippe, precursor de Clawdia. El amor por ésta renueva la reprimida pasión por Hippe; de modo más bien místico, este arrobamiento amalgamado le produce síntomas de tuberculosis y lo confina en la Montaña para recibir siete años de educación en el espíritu del humanismo agonizante. Que el enamoramiento sea una enfermedad como la tisis es en Mann una fantasía insistente, sin duda reflejo de un homoerotismo apenas reprimido - cuyo gran monumento sigue siendo la novela breve Muerte en Venecia. El lector se queda en la Montaña Mágica porque Castorp se enamora de Clawdia a primera vista. Cualquiera sea la realidad clínica de la enfermedad de Castorp, el lector cae hechizado en las incidencias de la novela, ya que una trama astuta integra la experiencia corriente del cambio de planes, de domicilio o de condición física por obra del amor con la inducción al mundo de la Montaña Mágica. Hasta donde yo sé, la lectora o el lector no se apasionan necesariamente por la sinuosa y enigmática Clawdia, pero el arte de Mann es tal que casi nadie se resiste a identificarse con Castorp, un joven de buena voluntad y distancia sexual infinitas. Si bien no siempre vemos, sentimos o pensamos como Hans, nos mantenemos invariablemente cerca de él. Aparte del Poldy de Joyce, mi tocayo protagonista del Ulises, no hay en toda la ficción moderna un personaje que despierte más empatías que Castorp. Joyce no tuvo éxito en sus intentos por alcanzar la distancia flaubertiana (tampoco lo tuvo Flaubert, quien acabó declarando "Madame Bovary soy yo"), y Leopold Bloom refleja las cualidades personales más atractivas de su creador. Pese a todos los esfuerzos que realiza, el parodista irónico Thomas Mann no logra mantenerse alejado de Castorp. Dado que la moda crítica actual niega la realidad del autor y los personajes literarios (como todas las modas, pasará), insto al lector a no rehusar los placeres de la identificación con los personajes favoritos; pues no pocos autores han sido incapaces de resistirse a ellos. Mi exhortación tiene sus límites: Cervantes no es Don Quijote, Tolstoi (que la amaba) no es Anna Karenina y Philip Roth no es (ninguno de los) "Philip Roth" de Operación Shylock. Pero en general los novelistas, por irónicos que sean, vuelven a encontrarse dentro de sus protagonistas; y otro tanto les ocurre a los dramaturgos. Kierkegaard, el filósofo religioso danés autor de El concepto de ironía, señaló que el maestro de ese modo había sido Shakespeare, lo que es indiscutible. No obstante, y como vislumbro en otro lugar de este libro, hasta ese ironista de ironistas se encontró a sí mismo más extraño y más cierto en el personaje de Hamlet. ¿Por qué leer. Porque uno sólo puede conocer íntimamente a unas pocas personas, y quizá nunca llegue a conocerlas por completo. Después de leer La  montaña mágica conocemos a Hans Castorp profundamente, y Castorp es muy digno de ser conocido. Releyendo hoy la novela concluyo que la mayor ironía de Mann (quizá involuntaria) fue empezarla diciendo que el lector llegará a reconocer en Hans Castorp "un joven del todo común pero cautivante". En mi calidad de profesor universitario con cuarenta y cinco años de ejercicio, yo me siento obligado a decir lo siguiente: Castorp es el estudiante ideal que las universidades (antes de su actual autodegradación) solían encomiar pero no encontraron nunca. A Castorp le interesa todo intensamente; todo el conocimiento posible, pero como un bien en sí mismo. Para Castorp el conocimiento no es una forma de poder, ni sobre sí mismo ni sobre los demás. No es en absoluto fáustico. Si tiene un enorme valor para los lectores del 2000 (y más allá) es porque encarna un ideal hoy arcaico pero siempre relevante: el cultivo del autodesarrollo para la realización de todo el potencial del individuo. La disposición a enfrentarse con ideas y personalidades se combina en Hans con un sobresaliente vigor intelectual; si nunca se muestra meramente escéptico, tampoco lo vemos nunca apabullado (salvo en el pináculo de la pasión sexual por la un tanto dudosa Clawdia). La elocuencia humanística de Settembrini, los sermones terroristas de Naphta y los balbuceos dionisíacos de Peeperkorn rompen sobre él como olas pero nunca lo arrastran. La insistencia de Mann en la falta de color de Castorp acaba por sonar como un chiste, ya que el joven ingeniero naval siente inclinación por las experiencias místicas y hasta ocultas. Ha llegado a la Montaña con un libro sobre transatlánticos pero se convierte en lector infatigable de obras sobre las ciencias de la vida, psicología y fisiología en particular, y de ellos pasa a un incesante "viaje cultural". Cualquier idea residual de su "carácter corriente" que hayamos conservado se diluye en el maravilloso capítulo titulado "Nieve", poco antes de que acabe la sexta de las siete partes de la novela. Atrapado por una tormenta durante una solitaria excursión de esquí, Hans logra sobrevivir a duras penas y recibe una serie de visiones. Cuando las visiones amainan, él otorga que "la muerte es una gran potencia" pero también afirma: "En bien de la bondad y el amor el hombre no debe conceder a la muerte dominio sobre sus pensamientos". Luego de esa experiencia se inicia la danza mortal de la propia novela. Ya no falta mucho para que estalle la Primera Guerra Mundial. Naphta reta a Settembrini a un duelo con pistola; Settembrini dispara al aire y el furioso Naphta se mata de un solo tiro en la cabeza. Destrozado, el pobre Settembrini interrumpe su pedagógica prédica humanística. El dionisíaco Peeperkorn, afirmador de la personalidad y la religión del sexo, se enfrenta con la impotencia de la edad y también se suicida. Patrióticamente, Castorp marcha a luchar por Alemania y Mann nos dice que, si bien no tiene altas probabilidades de sobrevivir, la cuestión ha de quedar abierta. Casi a pesar de Mann, el lector adjudicará a Castorp mejores perspectivas porque hay en él un algo mágico o encantado, por completo atemporal. Quizá parezca la apoteosis de lo normal, pero en rigor es un personaje demónico y en realidad no requiere la interminable instrucción cultural que recibe (aunque sea el mejor destinatario posible). Hans Castorp lleva la Bendición, como la llevará José en una posterior tetralogía de Mann: José y sus hermanos. Al despedirse de su protagonista, Mann nos dice que Castorp importa porque tiene "un sueño de amor". Y ahora, en el 2000 y más allá, Castorp importa porque la lectora o el lector, en la pugna por entenderlo, llegarán a preguntarse a sí mismos cuál es su sueño de amor, o su ilusión erótica, y cómo afecta ese sueño o ilusión sus posibilidades de desarrollo o despliegue. 

Harold Bloom Cómo Leer Y Por Qué Traducción de Marcelo Cohen  

Edición del año 1924


Thomas Mann  

Novelista y crítico alemán, una de las figuras más importantes de la literatura de la primera mitad del siglo XX; sus novelas exploran la relación entre el artista y el burgués o entre una vida de contemplación y otra de acción. Mann, hermano menor del novelista y dramaturgo Heinrich Mann, nació en una antigua familia de comerciantes en Lübeck el 6 de junio de 1875. Después de la muerte de su padre, la familia se trasladó a Múnich, donde se educó Mann. Fue oficinista en una compañía de seguros y miembro del comité de dirección de la revista satírica Simplicissimus, antes de dedicarse a la escritura como profesión. Estuvo influido por dos filósofos alemanes, Arthur Schopenhauer y Friedrich Nietzsche, aunque rechazaba las ideas de este último. En uno de sus últimos libros, Ensayos de tres décadas (1947), analiza sus propios escritos literarios rastreando las influencias de esos pensadores y de otros artistas. Las novelas de Mann se caracterizan por una reproducción precisa de los detalles de la vida moderna y antigua, por un profundo y sutil análisis intelectual de las ideas y los personajes, por un punto de vista distanciado e irónico, combinado con un profundo sentido trágico. Sus héroes son con frecuencia personajes burgueses que sobrellevan un conflicto espiritual. Mann exploró también en la psicología del artista creativo. Muchos cuentos cortos precedieron a la escritura de su primera novela importante, Los Buddenbrook (1901), que estableció su reputación literaria y se tradujo a numerosas lenguas. El tema de este libro, el conflicto entre el hombre de temperamento artístico y su entorno de clase media burguesa, volverá a reaparecer en sus cuentos Tonio Kröger (1903) y Muerte en Venecia (1912), llevado al cine por Visconti, y a la ópera por Benjamin Britten. En el 'Bildungsroman' La montaña mágica (1924), su obra más famosa y una de las novelas más excepcionales del siglo XX, Mann somete a la civilización europea contemporánea a un minucioso análisis. Entre sus obras posteriores se encuentran los cuentos Desorden y dolor precoz (1925), sobre el amor paterno, y Mario y el mago (1930), en el que señala los peligros de la dictadura fascista y la cobardía intelectual; la serie de cuatro novelas basada en la historia bíblica de José, José y sus hermanos (1934-1944), y las novelas Doctor Faustus (1947), El elegido (1951) y Confesiones del estafador Felix Krull (1954). El escritor español Francisco de Ayala tradujo algunas de sus obras durante su exilio en Buenos Aires. Mann fue también un notable crítico literario. Entre sus escritos críticos se encuentra Consideraciones de un apolítico (1918), un ensayo autobiográfico en el que llega a la conclusión de que un artista debe estar integrado en la sociedad. Su propio compromiso le llevó a la pérdida de la nacionalidad alemana en 1936 —a pesar de que había recibido en 1929 el Premio Nobel de Literatura— principalmente por su novela Los Buddenbrook, y eso que desde 1933 se exilió de Alemania, con la llegada de Adolf Hitler. Mann se refugió primero en Suiza y después en los Estados Unidos (1938), de donde se hizo ciudadano en 1944. En 1953 se estableció cerca de Zurich (Suiza), donde murió el 12 de agosto de 1955. Fue padre del autor Klaus Mann y de la escritora y actriz Erika Mann.  © M.E.

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