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Vasili Grossman e Ilyá Ehrenburg: «El libro negro»
No otra cosa que el testimonio de los supervivientes es el Libro negro que nos llega firmado por Ilyá Ehrenburg y Vasili Grossman, dos de los mayores narradores que produjo la Rusia soviética —el tercero es Pasternak—. Es el testimonio de judíos y combatientes por la libertad de los territorios de la URSS conquistados por los alemanes durante la primera parte de la Segunda Guerra Mundial, en los que perpetraron tantas barbaridades como en cualquier otra parte. Barbaridades ligadas al intento de aniquilación de la población judía allí donde fueren.
Ni Pasternak ni Grossman eran tan conocidos en la Rusia de los primeros años cuarenta como Ilyá Ehrenburg, el escritor soviético por antonomasia, que logró sobrevivir, pese a su condición de judío, hasta 1967. Hay una escena de Vida y destino de Grossman en que se reproduce una situación que corresponde tanto a Ehrenburg como a Mijaíl Bulgákov, si bien se atribuye a un personaje: el matemático judío que es acosado por su dedicación a las matemáticas puras hasta que recibe una llamada de Stalin. En el momento más bajo de su carrera teatral, Bulgákov, que ha dado rienda suelta a su razonable paranoia y dice a quien le quiere oír que está siendo perseguido y apartado del trabajo dramático, recibe una llamada de Stalin en la que el dictador le ofrece la dirección del Teatro de Arte de Moscú: Bulgákov comprobará que una cosa no impide la otra, y que el disponer de un empleo no le hace menos víctima.
Ehrenburg, por su parte, recibe una noche la indeseada visita de los esbirros de Beria. No les abre la puerta: llama por teléfono a Stalin, haciendo uso por única vez de un privilegio concedido a muy pocos, y es inmediatamente rescatado. Todo, lo mejor y lo peor, se ha dicho de Ehrenburg: sobrevivir en un régimen totalitario como aquél, ser además un escritor que viaja, el paradigma de los autores del socialismo real que gozan de libertad para recorrer el mundo, tiene un precio en pérdida de prestigio y de confianza. Hasta se dio el lujo, después del XX Congreso del PCUS, de ponerle nombre, al titular una novela, a la etapa de Kruschev: El deshielo.
El interés demostrado por los comunistas rusos en impedir la edición del Libro negro me hizo pensar durante años que trataba del antisemitismo soviético. Hubiera sido un acto de heroísmo de Ehrenburg, que hubiera quedado asociado para siempre a Grossman en un asunto de rebeldía. Era una estupidez por mi parte creer eso. Ehrenburg hizo lo que pudo, pero a su manera sibilina, nadando y guardando la ropa. Por otra parte, él mismo era una prueba, al ser un autor oficial del sistema y judío, de que el antisemitismo no era una tara estructural del estalinismo.
Lo que sucedió fue que mucha gente que había presenciado monstruosidades en el curso de la ocupación alemana de diversas regiones occidentales del territorio soviético empezó a escribirle al escritor más popular del país, contándole lo que había visto, para que él lo diera a conocer. Formaba parte de la imagen del escritor socialista ser el portavoz de los pobres, de los castigados, de los heridos. Ehrenburg decidió que todo aquel material merecía la publicación. Se vio alentado a promover su edición por la voz autorizada de Albert Einstein, que en los Estados Unidos tenía el apoyo de los judíos y de los luchadores antinazis de América.
Pero el asunto planteaba problemas políticos, y muy graves. Las peripecias por las que atravesó el libro antes de ver la luz, por fin, casi medio siglo después de su composición, están narradas en el prólogo de Ilyá Altman a la edición que acaba de aparecer en español. En la preparación de los originales, Ehrenburg y, más tarde, Grossman contaron con la ayuda del Comité Judío Antifascista de la URSS, cuyos dirigentes fueron condenados por traición y asesinados en 1952. Pero tanto los autores/editores del material como el CJA se vieron en su momento apremiados por los censores, que por encima de la verdad narrada en los documentos pretendían disimular el apoyo recibido por los alemanes, en su labor de exterminio de los judíos, por parte de la población local, sobre todo en Ucrania, donde encontraron una entusiasta colaboración. Nadie debería sorprenderse por ello, ya que el antisemitismo fue un fenómeno más difundido, y durante más tiempo, en Rusia y Polonia que en Alemania: baste con recordar que durante la Gran Guerra muchos judíos estuvieron de parte de las Potencias Centrales porque en Alemania habían sido bien tratados después de trágicas experiencias vividas en el Imperio de los Zares.
Yo les invito a leer esta obra, digno complemento de La destrucción de los judíos de Europa de Raúl Hillberg. Es imprescindible en el camino del esclarecimiento del proceso del antisemitismo en Rusia y otros países del Este europeo, previo al comunismo, pero al parecer integrado con naturalidad en éste.
Vasili Grossman e Ilyá Ehrenburg: «El libro negro»
Por El Nacional septiembre 30, 2017
He perdido la cuenta de las historias que he leído. Confundo las historias de Ucrania con las Letonia, las de Estonia con las Bielorrusia. Puesto que es la propia condición humana lo que los testimonios ponen a prueba, hace ya algunos meses, cuando leí El libro negro, me refugié en una idea que no logré sostener más allá del centenar de páginas: que hay formas peores de matar y de morir. Gradaciones, niveles de crueldad. Asesinos peores que otros. Buscaba un consuelo. Un refugio para la pregunta sin respuesta, para la pregunta cada vez más demoledora de cómo fue posible. Cómo fue que unos seres humanos hicieron lo que hicieron con otros seres humanos.
Ya no recuerdo en qué punto de la lectura se cuenta el caso de un verdugo, a quien le faltaba un ojo. El hombre no está en capacidad de disparar porque su puntería es errática. Un criminal tuerto que no atina a dar en el blanco. En consecuencia, mata a martillazos. Preciso: mata niños judíos a martillazos. Lo que clama es la desesperación pura. Alguien ruega al hombre que cumpla su odio haciendo uso de un fusil. Que mate con balas a la cabeza (a las cabecitas). No se ruega ya por la vida. La súplica se refiere a la manera de matar (en otras palabras: que el último resquicio de humanidad ha dejado atrás la posibilidad de vivir y centra todo su debate en el trasunto de la muerte). Al verdugo (un sujeto a medias impedido, que asume que el lugar de su existencia consiste en eliminar vidas solo porque se trata de judíos) hay que convencerle: que un disparo de fusil a la cabeza no supone riesgo alguno para su objetivo. Que no errará y que con ello contribuirá al programa de exterminio al que se ha adherido. Que el único riesgo que le amenaza, el de fallar en la tarea de matar al prójimo (a nuestros prójimos) no existe. Que al poner el fusil sobre la cabecita de un niño judío y jalar el gatillo, la orden de Hitler sería satisfecha.
Lo incalculable
Cumplir con el mandato de matar: de ello dan cuenta las más de mil doscientas páginas que compendia El libro negro. Lo incalculable aquí son los modos de causar sufrimientos al cuerpo. De convertir al cuerpo (al cuerpo judío) en cuerpo que padece, que se somete al dolor extremo, antes de quitarle la vida. Lo incalculable son los instrumentos para castigar y violentar el cuerpo: para golpearlo, para herirlo, para desgarrarlo, para descuartizarlo. Lo incalculable son las tácticas y el ingenio para convertir a seres humanos en presa de una caza que se había propuesto nada menos que el exterminio total. Pero sobre todo, aquí lo que niega toda forma de mesura, lo que no hay modo de acomodar en la comprensión es la furia organizada, la ira sistematizada, la voluntad, irrefrenable y disciplinada a un mismo tiempo, de erradicar la vida de un pueblo.
En cualquier punto del día y la noche, porque cada segundo debía ser aprovechado. A la intemperie, en bosques, a la vera de caminos, carreteras o ríos. En las mismas casas de las víctimas, en hospitales, graneros, depósitos, pequeñas tiendas y edificios de cualquier uso. En aulas e iglesias. A niños delante de otros niños. A niños delante de sus madres. A madres y padres delante de sus hijos. A todos juntos. En filas. En lotes. De uno en uno. En ejecuciones sumarias. Luego de largas sesiones de torturas. Luego de reír a carcajadas. Luego de violar niñas, mujeres o ancianas. Luego de saquear y quemar. Luego de acorralar en los lugares más inhóspitos. Luego de aplicar unas formas de violencia imposibles de clasificar. En Ucrania, Lituania, Bielorrusia, Estonia, Rusia, Letonia y también en Varsovia.
El libro negro es una secuela. Registro coral del sufrimiento, la sangre y la muerte ocasionada por la orden de Hitler de exterminar al pueblo judío. Es la expresión, no solo de la modernidad sino también de la condición humana: lo que una orden de matar en condiciones ilimitadas, atizados los odios durante años y décadas, puede causar a los estigmatizados y perseguidos. Pero también es un reporte de resultados de una labor de planificación cuya adjetivación es vana. Transcribo un largo párrafo de Vasili Grossman:
“Los asesinatos en masa y la conversión de millones de personas en esclavos transcurrieron de acuerdo con un calendario y unas normas. Todo se ajustaba con precisión a unos objetivos fijados en plazos trimestrales y mensuales. El transporte de millones de personas condenadas a muerte o a la esclavitud requería la correspondiente planificación de los transportes ferroviarios. La construcción de las cámaras de gas y los crematorios para la incineración de los cadáveres requirió la colaboración de químicos, expertos en termodinámica, ingenieros y especialistas en construcción. Todas estas instalaciones fueron construidas a partir de proyectos previamente elaborados; esos proyectos fueron discutidos y aprobados. La tecnología del exterminio en masa fue segmentada en una serie de funciones consecutivas, como si se tratara de un proceso industrial cualquiera. Las joyas y el dinero de los muertos se enviaban a las arcas del Estado; sus muebles, objetos personales, ropa y zapatos eran sometidos a un proceso de selección, se los almacenaba por separado y eran redistribuidos (…). No, decididamente, no fue una tormenta la que se abatió sobre Europa. Fueron la teoría y la práctica del racismo. Un plan y su realización práctica. Un plano arquitectónico y el edificio erigido a partir de las líneas trazadas sobre el papel”.
Las voces que hablan en El libro negro no lo hacen como Grossman, escritor capaz de trazar en pocas líneas un cristalino boceto de la Shóa. Las víctimas no concluyen. Padecen. Narran. Tienden la mano en busca de salvación. Hablan del día en que vieron llegar a los nazis y a sus aliados. De cómo sus rutinas fueron cercadas. Intentan contar cómo, impotentes, les arrebataron a sus parejas y a sus hijos. De cómo vieron cuchillos y bayonetas entrar en la carne de personas indefensas a las que amaban. Cómo “los alemanes alzaban a los niños clavando las bayonetas en sus cuerpecitos”. De fosas y tiros en la nuca. De trenes atestados de sufrientes que desaparecieron para siempre. Uno escucha cómo sus voces tiemblan cuando, frase tras frase, describen la aniquilación de familias, de comunidades, de pueblos, de ciudades enteras. Son la voz, las voces de la Shóa.
Incitación
No recorrí El libro negro como quien se lee una novela de principio a fin. Fue intermitente, a lo largo de unos seis meses. Sé que no es fácil, luego de lo aquí comentado, incitar a su lectura. Pero me siento en el deber de insistir. Por una parte, porque es un enorme documento que puede leerse en cualquier parte: donde se abra está el aliento mórbido del fanatismo y el odio racial llevado a los lugares de la muerte. Al lugar de lo atroz. Y hay algo más: no soy de los que comparte que hay que conocer la historia para evitar que ella se repita. Creo que esa idea es precaria y no más que una ágil ilusión, que salta de boca en boca con apreciable facilidad. Más bien me inclino a pensar que puesto que ocurrió, tarde o temprano regresará. En otros tiempos, bajo otros disfraces, animada por otras consignas. Ni la voluntad de poder total, ni el odio, ni el racismo como agentes de lo público, han sido desactivados. Están ahí. Esperando. Y en cualquier momento se desatarán. Es lo que El libro negro nos advierte, nos recuerda. Que volverán.
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‘El libro negro’, sangre y
heroísmo
El 22 de junio de 1941 la Wehrmacht cruzaba la frontera de la Unión Soviética. Ese día arrancaba uno de los más atroces episodios de la Segunda Guerra Mundial y de la historia de la humanidad. La tierra conquistada se convirtió en terrible escenario del exterminio de millones de seres humanos.
Las masacres o los campos de concentración, levantados con la misma prisa con la que se administraba la muerte, no eran una consecuencia de la guerra sino, bien al contrario, su razón de ser. El ejército alemán cumplía un diabólico plan diseñado en Berlín y surgido de la pragmática racista del Tercer Reich.
Vasili Grossman, el escritor y periodista que deslumbró al mundo con su estremecedor Vida y destino, y escritor y periodista soviético Iliá Ehrenburg recopilaron con admirable tenacidad los testimonios de los supervivientes para que el mundo conociera la insondable magnitud del horror.
Sangre y heroísmo
Cientos de testimonios llegados a sus manos, o recogidos a través de entrevistas a las víctimas, sirvieron para erigir un monumento hecho de sangre y heroísmo. El de quienes padecieron el encierro en los guetos y tomaron el camino de la ejecución; el de los pocos que se atrevieron a desafiar a los verdugos.
Vetada su publicación por Stalin y convertido en secreto manuscrito de culto, El libro negro ha llegado hasta nosotros como llegan los milagros; como acaba por aflorar la verdad. La que nos habla del infierno que padecieron aquellos seres humanos y la dignidad con la que se enfrentaron al martirio.
El libro negro
Vasili Grossman e Ilyá Ehrenburg
Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores
1.226 páginas
https://www.hoyesarte.com/sin-categoria/el-libro-negro_98494/
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