El relato sin aliento de David Eagleman sobre los avances en neurociencia ofrece poco alimento real para el pensamiento.
El libro anterior de David Eagleman, Sum: Forty Tales from the Afterlives , era una deliciosa colección de fábulas cortas, cada una de las cuales ofrecía una imagen de cumplimiento de deseos de la vida después de la muerte en la que el deseo contiene sus propias consecuencias perversas. El principio de la fábula se basaba en una psicología agradablemente irónica, sutilmente respaldada por la propia profesión de Eagleman, la neurociencia. Utilizando la ficción, Eagleman encontró una forma ingeniosa de revelar cómo la mente no puede escapar de las contradicciones de su construcción subyacente.
Con este nuevo libro, Eagleman prescinde de la ficción. Este es un relato directo de sus propias creencias neurocientíficas. Creencia es el término apropiado, porque Incognito no es precisamente un examen de neuroanatomía o historias de casos neurológicos; tampoco es una exploración de la lucha filosófica involucrada en explicar la relación entre el cerebro y la mente. Es, más bien, un relato sin aliento de las posibles implicaciones abiertas por el surgimiento de la neurociencia como una forma de ver el mundo.
¿Cuáles son estas implicaciones? Primero, el proceso de aprender más sobre el cerebro ha cambiado nuestra idea de lo que significa ser humano. El sentido del yo del hombre ha sido sacudido por revoluciones científicas clave en nuestra comprensión del universo: el descubrimiento de que la tierra no era su centro, que el tiempo es profundo y no superficial, que los humanos no fueron creados por Dios sino un producto de la evolución. Eagleman cree que la ciencia del cerebro proporciona la frontera final en nuestra comprensión de nuestra propia pequeñez y contingencia: la comprensión de que la conciencia no es el centro de la mente sino una función limitada y ambivalente en un vasto circuito cosmológico de funciones neurológicas no conscientes. Por lo tanto, la mayoría de nuestras operaciones mentales ocurren "de incógnito".
No debemos preocuparnos por todo este "descentramiento", concluye Eagleman, porque la ciencia nos muestra que el cerebro, la mente y la vida son aún más maravillosos y emocionantes de lo que pensábamos.
Esta interpretación del desarrollo intelectual moderno es ahistórica e incorrecta. Como entusiasta de los modelos freudianos del inconsciente, debería ser perfectamente evidente para Eagleman que el descentramiento de la mente consciente tuvo lugar mucho antes del surgimiento de la neurociencia contemporánea. No hemos necesitado escáneres fMRI, o metáforas de software de circuitos cerebrales, para decirnos que estamos sujetos a impulsos no conscientes que anulan nuestras limitadas facultades racionales. Obtuvimos eso no solo de Freud, sino también de la poesía romántica y las novelas rusas del siglo XIX.
Tampoco hemos necesitado los desarrollos más finos de la neuroanatomía funcional para decirnos que el daño cerebral provoca cambios en el comportamiento, socavando así las nociones simplistas de libre albedrío o culpabilidad criminal. Eagleman recorre varios casos neurológicos bien conocidos, ninguno original de este libro, en los que se ha demostrado que los actos delictivos o los cambios radicales en la personalidad son el resultado de una lesión o enfermedad cerebral. Pareciendo no darse cuenta de la evidente anomalía cronológica, cita el caso de Phineas Gage, el capataz del ferrocarril estadounidense cuyo cerebro fue perforado violentamente por una barra de hierro. Sorprendentemente, Gage sobrevivió y aún podía funcionar. Pero estaba tan drásticamente alterado como personalidad que sus colegas apenas podían reconocerlo. Los elementos básicos del problema mente-cerebro han sido discutidos en este caso desde que ocurrió, en 1848.
Este libro pertenece a una tendencia popular de neuro-arrogancia: exagerar enormemente las ramificaciones de una ciencia que aún está en pañales. La verdadera fascinación de la neurociencia no radica en las grandilocuentes afirmaciones filosóficas, sino en los finos detalles de la función cerebral, las ilustraciones del problema mente-cerebro y el interés humano de las historias clínicas. Ni siquiera hay tanta neurociencia real en Incognito . Sus ilustraciones se extraen tanto de los anales de la psicología evolutiva, la economía del comportamiento y formas más tradicionales de psicología.
El contraste con Sum no podría ser más vívido. Eagleman es el tipo más raro de escritor científico: mejor traduciendo su conocimiento en ficción que explicándolo como un hecho.
https://www.theguardian.com/books/2011/apr/24/incognito-secret-brain-david-eagleman

LETRAS
Incógnito. Las vidas secretas del cerebro
David Eagleman se sumerge en las contradicciones de la mente y el subconsciente
Hay alguien en mi cabeza, pero no soy yo
Mírese bien en el espejo. Detrás de su magnífico aspecto se agita el universo oculto de una maquinaria interconectada. La máquina incluye un complejo andamiaje de huesos entrelazados, una red de músculos y tendones, una gran cantidad de fluidos especializados, y la colaboración de órganos internos que funcionan en la oscuridad para mantenerle con vida. Una lámina de material sensorial autocurativo y de alta tecnología que denominamos piel recubre sin costuras su maquinaria en un envoltorio agradable. Y luego está su cerebro. Un kilo doscientos gramos del material más complejo que se ha descubierto en el universo. Éste es el centro de control de la misión que dirige todas las operaciones, recogiendo mensajes a través de pequeños portales en el búnker blindado del cráneo.
Su cerebro está compuesto por células llamadas neuronas y glías: cientos de miles de millones. Cada una de estas células es tan complicada como una ciudad. Y cada una de ellas contiene todo el genoma humano y hace circular miles de millones de moléculas en intrincadas economías. Cada célula manda impulsos eléctricos a otras células, en ocasiones hasta cientos de veces por segundo. Si representara estos miles y miles de billones de pulsos en su cerebro mediante un solo fotón de luz, el resultado que se obtendría sería cegador.
Las células se conectan unas a otras en una red de tan sorprendente complejidad que el lenguaje humano resulta insuficiente y se necesitan nuevas expresiones matemáticas. Una neurona típica lleva a cabo unas diez mil conexiones con sus neuronas adyacentes. Teniendo en cuenta que disponemos de miles de millones de neuronas, eso significa que hay tantas conexiones en un solo centímetro cúbico de tejido cerebral como estrellas en la galaxia de la Vía Láctea.
Ese órgano de un kilo doscientos gramos que hay en su cráneo -con su rosácea consistencia de gelatina- es un material computacional cuya naturaleza nos es ajena. Se compone de partes en miniatura que se configuran a sí mismas, y supera con creces cualquier cosa que se nos haya ocurrido construir. De manera que si alguna vez se siente perezoso o aburrido, anímese: es usted el ser más ajetreado y animado del planeta. La nuestra es una historia increíble. Que sepamos, somos el único sistema del planeta tan complejo que ha emprendido la tarea de descifrar su propio lenguaje de programación. Imagínese que su ordenador de mesa comenzara a controlar sus propios dispositivos periféricos, se quitara la tapa y dirigiera su webcam hacia su propio sistema de circuitos. Eso somos nosotros. Y lo que hemos descubierto escrutando el interior del cráneo figura entre los logros intelectuales más importantes de nuestra especie: el reconocimiento de que las innumerables facetas de nuestro comportamiento, pensamientos y experiencias van inseparablemente ligadas a una inmensa y húmeda red electroquímica denominada sistema nervioso. La maquinaria es algo totalmente ajeno a nosotros, y sin embargo, de algún modo, es nosotros.
Pura magia
En 1949, Arthur Alberts viajó desde su residencia en Yonkers, Nueva York, hasta unas aldeas situadas entre Gold Coast, Australia, y Tombuctú, en África Occidental. Se llevó a su esposa, una cámara fotográfica, un jeep y -debido a su amor por la música- una grabadora que funcionaba con la batería del jeep. En su deseo de abrir los oídos del mundo occidental, grabó parte de la música más importante que jamás ha salido de África. Pero mientras utilizaba la grabadora, Alberts se topó con algunos problemas. Un nativo de África Occidental, al oír reproducida su propia voz, acusó a Alberts de «robarle la lengua». Alberts evitó por los pelos que le dieran una paliza sacando un espejo y convenciendo al hombre de que su lengua seguía intacta. No es difícil comprender por qué a los nativos el invento de la grabadora les parecía tan inverosímil. Una vocalización parece efímera e inefable: es como abrir una bolsa de plumas que se desperdigan al viento y nunca se pueden recuperar. Las voces son ingrávidas e inodoras, algo que no se puede coger con la mano.
Por tanto, resulta sorprendente que la voz sea algo físico. Si construyes una pequeña máquina lo bastante sensible para detectar diminutas compresiones de las moléculas del aire, puedes captar esos cambios de densidad y posteriormente reproducirlos. A estas máquinas las denominamos micrófonos, y cada una de los miles de millones de radios del planeta ofrece orgullosa esas bolsas de plumas que antaño se creyeron irrecuperables. Cuando Alberts reprodujo la música de la grabadora, un miembro de una tribu de África Occidental describió esa proeza como «pura magia».
Y lo mismo ocurre con los pensamientos. ¿Qué es exactamente un pensamiento? No parece tener peso. También parece efímero e inefable. Nadie diría que un pensamiento tiene forma, olor, ni ningún tipo de representación física. Los pensamientos parecen ser un ejemplo de pura magia.
Pero, al igual que las voces, los pensamientos se sustentan en un elemento físico. Lo sabemos porque las alteraciones del cerebro cambian los pensamientos que tenemos. Cuando dormimos profundamente, no hay pensamientos. Cuando el cerebro comienza a soñar, aparecen pensamientos espontáneos extravagantes. Durante el día disfrutamos de nuestros pensamientos normales y aceptados, que la gente modula de manera entusiasta salpicando los cócteles químicos del cerebro con alcohol, narcóticos, cigarrillos, café o ejercicio físico. El estado de la materia física determina el estado de los pensamientos.
Y la materia física es totalmente necesaria para que el pensamiento normal no se detenga. Lesionarse el dedo meñique en un accidente es algo que fastidia, pero su experiencia consciente no será distinta. En cambio, si se daña un trozo de tejido cerebral de tamaño equivalente, puede que cambie su capacidad para comprender la música, identificar a los animales, ver los colores, evaluar el peligro, tomar decisiones, leer las señales de su cuerpo, o comprender el concepto de espejo, desvelando así el funcionamiento extraño y oculto de la maquinaria que hay debajo. Nuestras esperanzas, sueños, aspiraciones, miedos, instintos cómicos, grandes ideas, fetiches, el sentido del humor, los deseos, emergen de este extraño órgano, y cuando el cerebro cambia, nosotros también. De modo que aunque resulta fácil intuir que los pensamientos no tienen una base física, que son algo parecido a las plumas al viento, de hecho dependen directamente de la integridad de ese enigmático centro de control de un kilo doscientos gramos de peso.
Lo primero que aprendemos al estudiar nuestros propios circuitos es una lección muy simple: casi todo lo que hacemos, pensamos y sentimos no está bajo nuestro control consciente. Los inmensos laberintos neuronales aplican sus propios programas. El tú consciente -ese yo que poco a poco vuelve a la vida cuando se despierta por la mañana- es el fragmento más pequeño de lo que ocurre en tu cerebro. Aunque dependemos del funcionamiento del cerebro para nuestras vidas interiores, él actúa por su cuenta. Casi todas sus operaciones quedan fuera de la acreditación de seguridad de la mente consciente. El yo simplemente no tiene derecho de entrada.
La conciencia es como un diminuto polizón en un transatlántico, que se lleva los laureles del viaje sin reconocer la inmensa obra de ingeniería que hay debajo. Este libro trata de ese hecho asombroso: cómo llegamos a conocerlo, qué significa y qué nos dice acerca de la gente, los mercados, los secretos, las strippers, los planes de jubilación, los delincuentes, los artistas, Ulises, los borrachos, las víctimas de una apoplejía, los jugadores, los atletas, los detectives, los racistas, los amantes y todas las decisiones que consideramos nuestras.
En un reciente experimento, se les pidió a algunos hombres que clasificaran las fotos de diferentes caras de mujer según su atractivo físico. Las fotos eran de veinte por veinticinco, y mostraba a las mujeres mirando a la cámara o en un perfil de tres cuartos. Sin que los hombres lo supieran, en la mitad de las fotos las mujeres tenían los ojos dilatados y en la otra mitad no. De manera sistemática, los hombres se sintieron más atraídos por las mujeres de ojos dilatados. Lo más extraordinario es que ninguno de ellos se dio cuenta de que eso había influido en su decisión. Ninguno de ellos dijo: «He observado que sus pupilas eran dos milímetros más grandes en esta foto que en esta otra.» Simplemente se sintieron más atraídos por unas mujeres que por otras por razones que fueron incapaces de identificar.
Así pues, ¿quién elige? En el funcionamiento en gran medida inaccesible del cerebro, algo sabía que los ojos dilatados de las mujeres tenían relación con la excitación y la buena disposición sexual. Los cerebros lo sabían, pero no los hombres que participaron en el estudio, o al menos no de manera explícita. Es posible que los hombres no supieran que su idea de la belleza y de la atracción es algo profundamente arraigado, guiado en la dirección correcta por programas forjados por millones de años de selección natural. Cuando los hombres eligieron a las mujeres más atractivas, no sabían que la elección en realidad no era suya, sino que pertenecía a los programas que más profundamente han quedado grabados en el circuito del cerebro a lo largo de cientos de miles de generaciones. Los cerebros se dedican a reunir información y a guiar nuestro comportamiento de manera adecuada. Tanto da que la conciencia participe o no en la toma de decisiones. Y casi nunca participa. Si hablamos de ojos dilatados, celos, atracción, afición a las comidas grasas, una gran idea que tuvimos la semana pasada, la conciencia es la que menos pinta en las operaciones del cerebro. Nuestros cerebros van casi siempre en piloto automático, y la mente consciente tiene muy poco acceso a la gigantesca y misteriosa fábrica que funciona debajo.
Uno se da cuenta de ello cuando tiene el pie a mitad del camino del freno antes de ser consciente de que un Toyota rojo está saliendo marcha atrás de la entrada de una casa en la calle por la que circula. Lo ve cuando oye pronunciar su nombre en una conversación que tiene lugar en la otra punta de la habitación y que creía no estar escuchando, o cuando encuentra atractivo a alguien sin saber por qué, o cuando su sistema nervioso manda una «corazonada» acerca de qué debería escoger. El cerebro es un sistema complejo, pero eso no significa que sea incomprensible. Nuestros sistemas nerviosos han sido modelados por la selección natural para solventar problemas con los que nuestros antepasados se toparon durante la historia evolutiva de nuestra especie. Su cerebro ha sido moldeado por presiones evolutivas, del mismo modo que su bazo y sus ojos.
Y también su conciencia. La conciencia se desarrolló porque tenía sus ventajas, pero tenía sus ventajas sólo en cantidades limitadas. Consideremos la actividad que caracteriza una nación en cualquier momento. Las fábricas están en marcha, la líneas de telecomunicaciones zumban de actividad, las empresas despachan productos. La gente come constantemente. El alcantarillado encauza nuestros desperdicios. Por las grandes extensiones del territorio, la policía persigue a los delincuentes. Se cierran tratos con un apretón de manos. Hay encuentros amorosos. Las secretarias filtran las llamadas, los profesores dan clases, los atletas compiten, los médicos operan, los conductores de autobuses circulan. Puede que desee saber lo que ocurre en cualquier momento en su gran país, pero es imposible que asimile toda la información a la vez. Y aunque pudiera, no le sería de ninguna utilidad. Quiere un resumen. Así que agarra un periódico: no algo denso como el New York Times, sino algo más ligero como USA Today. No le sorprenderá comprobar que ninguno de los detalles de toda esa actividad figuran en el periódico; después de todo, lo que quiere conocer es el resultado. Quiere saber que el Congreso acaba de aprobar una nueva ley impositiva que afecta a su familia, pero el origen detallado de la idea -en la que participan abogados, corporaciones y obstruccionistas- no es especialmente importante para el resultado. Y desde luego no quiere conocer todos los detalles del abastecimiento alimenticio del país -cómo comen las vacas y cuántas nos comemos-, lo único que quiere es que le adviertan si hay un brote de la enfermedad de las vacas locas. No le importa cuánta basura se produce; lo único que le interesa es si va a acabar en su patio trasero. Poco le importa la instalación eléctrica y la infraestructura de las fábricas; sólo si los trabajadores se ponen en huelga. Eso es lo que le cuentan los periódicos.
Su mente consciente es ese periódico. Su cerebro bulle de actividad las veinticuatro horas del día, y, al igual que el país, casi todo ocurre de manera local: pequeños grupos que constantemente toman decisiones y mandan mensajes a otros grupos. De estas interacciones locales emergen coaliciones más grandes. En el momento en que lee un titular mental, la acción importante ya ha sucedido, los tratos están cerrados. Es sorprendente el poco acceso que tiene a algo que ha ocurrido entre bastidores. Algunos movimientos políticos ganan apoyo de manera gradual y se vuelven imparables antes de que se dé cuenta de su existencia en forma de sentimiento, intuición o pensamiento.
Es el último en enterarse de la información. Sin embargo, es un lector de periódico bastante peculiar, pues lee el titular y se atribuye el mérito de la idea como si se le hubiera ocurrido a usted primero. Alegremente dice: «¡Se me acaba de ocurrir algo!», cuando de hecho su cerebro ha llevado a cabo un enorme trabajo antes de que tuviera lugar ese momento genial. Cuando una idea sale a escena, su circuito nervioso lleva horas, días o años trabajando en ella, consolidando información y probando nuevas combinaciones. Pero usted se la atribuye sin pararse a pensar en la inmensa maquinaria oculta que hay entre bastidores.
¿Y quién puede culparle por creer que se puede atribuir el mérito? El cerebro lleva a cabo sus maquinaciones en secreto, haciendo aparecer ideas como si fuera pura magia. No permite que su colosal sistema operativo sea explorado por la cognición consciente. El cerebro dirige sus operaciones de incógnito. Así pues, ¿quién merece que se le atribuya una gran idea? En 1862, el matemático escocés James Clerk Maxwell desarrolló una serie de cuestiones fundamentales que unificaron la electricidad y el magnetismo. En su lecho de muerte llevó a cabo una extraña confesión, declarando que «algo en su interior» había descubierto la famosa ecuación, no él. Admitió que no tenía ni idea de cómo se le ocurrían las ideas: simplemente le venían. William Blake relató una experiencia parecida al afirmar de su largo poema narrativo Milton: «He escrito este poema obedeciendo el imperioso dictado de doce o a veces veinte versos a la vez, sin premeditación e incluso contra mi voluntad.» Johann Wolfgang Goethe afirmó haber escrito su novela Las desventuras del joven Werther prácticamente sin ninguna aportación consciente, como si sujetara una pluma que se moviera por propia voluntad. Y pensemos en el poeta británico Samuel Taylor Coleridge.
Comenzó a consumir opio en 1796, al principio para aliviar el dolor de muelas y la neuralgia facial, pero pronto se quedó irreversiblemente enganchado, llegando a ingerir dos litros de láudano cada semana. Su poema «Kubla Khan», con sus imágenes exóticas y únicas, fue escrito durante un colocón de opio que describió como «una especie de ensueño». Para él, el opio se convirtió en una manera de acceder a sus circuitos nerviosos subconscientes. Atribuimos las bellas palabras de «Kubla Khan» a Coleridge porque proceden de su cerebro y no del de nadie más, ¿no es eso? Pero él no podía acceder a esas palabras estando sobrio, por lo que ¿a quién hemos de atribuir exactamente el poema? Tal como lo expresó Carl Jung: «En cada uno de nosotros hay otro al que no conocemos.» Tal como lo expresó Pink Floyd: «Hay alguien en mi cabeza, pero no soy yo.»
https://www.elespanol.com/el-cultural/letras/20130213/incognito-vidas-secretas-cerebro/3999985_0.html
Incognito Eagleman, David |
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