Con los casos de Maigret y otras novelas "duras"
El doble regreso de Simenon
Autor de más de doscientas novelas, con su nombre o bajo seudónimo, Georges Simenon vuelve al ruedo en castellano mediante una edición conjunta de los sellos Acantilado y Anagrama. Por un lado, la serie de novelas del comisario Maigret -uno de los más famosos detectives del mundo- y por otro una cantidad de novelas breves, identificadas como "duras" aunque no necesariamente con el encuadre del género policial. En el arranque es el turno de dos claros exponentes de Simenon: Maigret duda y El fondo de la botella.
Fernando Bogado
En una entrevista con el conocido periodista cultural Bernard Pivot, el escritor belga Georges Simenon (Lieja, 1903 – Lausana, 1989) definió claramente sus dos aproximaciones a la escritura novelística. Por un lado, consideraba que sus trabajos policiales, en donde brilla el mítico personaje de Jules Maigret, respondían a la serie de reglas que hacían mover este género tan popular como cerrado en términos de estructura: un crimen, un investigador (o varios), una resolución, elementos que servían siempre como las barandillas de una escalera. Esto es, reglas que movilizan la acción y marcan desde dónde se parte hasta dónde se arriba. No hay mucho más misterio que eso. Pero, por el otro lado, también menciona el tipo de escritura que encaró para las llamadas “novelas duras”, esto es, historias que se sacaban el corsé del policial y funcionaban de una manera más libre. Esas “novelas duras”, novelas sin barandilla, y las propias de la serie de Maigret, pueden ser ahora revisitadas en una colección editada de manera conjunta por los sellos Acantilado y Anagrama, colección que astutamente divide la inmensa obra de Simenon en la serie “Comisario Maigret” (con el ícono de una pipa en su portada) y en otra sin título definido, pero que básicamente se concentra en esos textos por fuera del policial que escribió uno de los autores en lengua francesa más leídos y publicados en el mundo. Admirado por muchos, con una vida que parece, por momentos, la de Hemingway (por sus contradicciones, por su vínculo con el periodismo y las mujeres, por sus viajes), pero que ha quedado en un segundo plano con respecto al detective que dejó para la memoria popular, la salida de los dos primeros títulos, El fondo de la botella y Maigret duda, son inmejorables oportunidades para sumergirse en el estilo de un autor que buscó siempre la palabra cruda, desnuda, para contar historias que cautivan por una sencillez que sólo puede lograrse a partir de un estilo pulido con el tiempo y las horas de trabajo. Si la literatura conserva rasgos artesanales en un mundo entregado a la producción en serie, que haya habido un autor que logró combinar la maestría técnica de lo primero con la abrumadora cantidad que supone lo segundo es ya un mérito que pocos en la historia han podido conseguir.
CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA
La novela de Maigret con la que abre esta colección de Simenon nos muestra al inspector de la pipa siendo advertido por un conjunto de cartas enviadas a su despecho acerca de la posibilidad de que un crimen se lleve adelante. Algo que en el género no es muchas veces visto, pero que abre una pregunta bastante interesante en términos del funcionamiento de la lógica del policial frente al desarrollo de la criminología moderna: ¿es posible encontrar a un culpable antes de que el crimen se cometa? Maigret se hace cargo del desafío sin mayores dilaciones, encuentra el lugar de donde la carta provino y va allí a toda prisa con el fin de averiguar quién la envió.
El lugar al que arriba Maigret no puede ser menos llamativo: es la casa de un abogado de prestigio, de apellido Parendon, en un hogar que muestra a las claras el tipo de vida millonaria que lleva allí un especialista en derecho naval, acompañado por su mujer, sus dos hijos (Bambi, una joven que evidencia los aires rebeldes de finales de los 60, y Gus, un chico sensible que se encierra en la electrónica y los nuevos equipos de música), su secretaria personal, su empleado de confianza, un escribiente con pretensiones teatrales y todo el cuerpo doméstico. Digamos, mucha gente, todo el tiempo, en una casa donde parece que nada se detiene. Maigret parece ser el contrapeso de esa movilidad, de ahí la fascinación con la que el abogado Parendon recubre el interrogatorio sutil que el comisario lleva adelante. Parendon es colaborativo, no se guarda nada y le pide especialmente a Maigret que interrogue a todos los miembros de la casa, comenzando por su propia secretaria, la señorita Vague. La sorpresa del investigador no es poca: siente que se acaba de meter en una casa de locos, donde todo es apariencia, sin ningún fondo de verdad. Lo confirma, claro está, la propia obsesión de Parendon: como abogado, cita una y otra vez el artículo 64 del Código Penal, el cual señala que ningún presunto criminal puede ser imputado si se considera que, en el acto asesino, actuó por fuera de sus cabales, movido por algún tipo de demencia.
La novela va mostrando, en paralelo a una investigación de un hecho que todavía no sucedió, el comportamiento de una familia francesa de las más altas esferas. Así como Bambi y Gus, los hijos de Parendon con estos particulares sobrenombres, representan cierta incomodidad de los más jóvenes con respecto a su clase de origen, manifestando el tono que eclosionará en Mayo del 68 (mismo año de aparición de la novela original), Parendon y su esposa muestran la fachada de un matrimonio constituido que ya ha perdido todo vínculo con el sexo, el amor o siquiera el genuino respeto entre los cónyuges. Si Simenon buscó siempre mostrar al “hombre desnudo”, manera que tuvo de caracterizar esa suerte de camino que lo llevaba a hablar de las personas por fuera de los disfraces sociales que se colocaban, Maigret duda es la mejor muestra de esas inquietudes. Aquí, todo se revela doble: Parendon parece un “gnomo” (tales las palabras del libro para caracterizar al abogado) que está obsesionado con un artículo que repite todo el tiempo; su mujer es una suerte de femme fatale en desgracia, rodeada siempre del humo azul de unos cigarrillos que fuma “encadenados”; la señorita Vague disimula con profesionalismo el hecho de que está enamorada de su jefe, con quien, sin ningún disimulo, mantiene encuentro ocasionales rápidos, como indica la novela, a las apuradas y contra los muebles del despacho. La casa misma parece poco preocupada en mantener una fachada: todo está preparado para no producir ningún ruido, ni el calzado contra el piso, ni el roce del mobiliario, nada le advierte a nadie que otra persona cruzó un pasillo. La locura se traslada al espacio del aparente crimen, básicamente, porque esta gente de clase alta no está preocupada genuinamente por ocultar, sino que hasta parece fascinada en mostrar e insistir con la idea de que todo tiene una segunda vida corriendo en paralelo. O ninguna vida, porque, a la larga, las cartas tenían razón, y luego de varias horas conociendo a Parendon y los suyos, un cadáver viene a enturbiar esa compleja armonía de una familia demasiado acomodada a sus propios delirios.
MI PASADO ME CONDENA
La primera novela de la colección, la cual entra dentro de las llamadas obras “duras” de Simenon, tiene una serie de elementos de partida que ya marcan su distancia con la serie policial de Maigret. Para empezar, no estamos en Francia, mucho menos en Europa, sino que nos encontramos en los márgenes del río Santa Cruz, en el norte del continente americano, en aquel límite natural entre el sur de Arizona, Estados Unidos, y de Sonora, México. La historia nos sitúa en una noche de sábado donde el protagonista, un tal P.M. (Patrick Martin Ashbridge, pero prefiere que lo llamen por esas siglas) recibe con la misma sorpresa que todos los locales la llegada de las lluvias. El río va a crecer, casi a desbordarse, y cruzar al lado mexicano no va a ser tan fácil como suele serlo. En la misma noche de la lluvia, P.M. va a recibir lo que para él es la peor visita posible. Mientras está entrando en su casa, la voz de su hermano menor lo saca del apacible mundo familiar e inocente en el que el protagonista, descubrimos, se había refugiado hace ya tanto tiempo.
¿Cómo contarle a su esposa, que ese sujeto totalmente empapado que está comiendo jamón y tomando agua en su comedor, con cara de muerto de hambre, es Donald, hermano con el que perdió adrede el contacto y que no debería estar allí por varias razones? P.M. oculta la identidad de su hermano en un nombre falso, Eric Bell, e indica que es un amigo con problemas de alcohol, por lo que no puede sumarse a las reuniones que la llegada de la lluvia y la crecida del río movilizan. Nadie sabe que Donald no debería estar allí, debería estar en la cárcel, y que el amigable señor Bell es en realidad un asesino que quiere cruzar al lado de México para encontrarse con su mujer, Mildred, y sus hijos. Mujer que, en la temprana juventud, había sido la primera novia de P.M.
El fondo de la botella es, así, una novela que cambia la lógica del enigma policial y lo traslada a un asunto de identidades y rencores en el seno de la familia que no se curan con el tiempo. P. M. está obsesionado con que nadie descubra a su hermano, menos por el peligro de que lo encuentre la policía y más por el hecho de que su regreso implica también el regreso de su pasado, de quién es realmente él, en el fondo, como si esa botella vacía evocada en el título implicase también el encuentro con una esencia de la que P.M. estuvo siempre escapando. Donald es el reflejo oscuro del protagonista porque, a su modo, revela la intimidad de alguien que se siente ya en otra vida.
Con estas dos novelas, la colección de Simenon de Anagrama y Acantilado le permiten al lector encontrar las constantes en dos líneas que parece que poco tienen que ver. Si bien en El fondo de la botella brillan algunas elementos de la propia biografía del autor (quien vivió una década en Estados Unidos, huyendo de una acusación de colaboracionista de la Ocupación Nazi durante los años 40 en Francia), como la relación con su hermano y con su familia en general, además de la ominosa advertencia del comienzo del texto que indica que los hechos narrados son inventos de una elaborada ficción y nada tienen que ver con la realidad; en el propio Maigret encontramos también elementos que remiten a Simenon, como su modo de investigar, o el hecho de que todo interrogatorio se interrumpe por opíparas cenas que parecen revelar el gusto del autor por sentarse en un bodegón francés a disfrutar la comida regional. Y fumar pipa tras pipa, claro, un rasgo que ni Simenon ni Maigret sabe quién le copió a quién. Aunque, más allá de estos vínculos entre obra y vida, la repetición de ciertas estrategias se hacen evidentes: la prosa justa, plena de sustantivos y despojada de palabras demasiado abstractas, sumadas al funcionamiento de la repetición que, como motivo musical, va acomodando las piezas del relato (desde el artículo 64 que vuelve a la mente de Maigret y a Pasendon como las palabras dichas por sus vecinos o su propio hermano que atosigan la memoria de P.M.), los capítulos cortos, con un manejo de la tensión que hace que haya una revelación importante para la trama en el final de cada uno de ellos, toda esta serie de elementos colaboran a emparentar las dos novelas, publicadas con 20 años de diferencia (El fondo de la botella es de 1948) y con dos búsquedas diferentes que, a la larga, responden al mismo modelo de escritura. Porque habría que pensar a Simenon, admirado por André Gide, leído por todo el mundo, menos como un maestro del policial y más como un escritor que entendió que la literatura sigue siendo un oficio, una artesanía, qué sólo puede perfeccionarse con el paso del tiempo, con el trabajo constante, sin heroísmos de la palabra, y a fuerza de repetir los mismos caminos hasta encontrar el trayecto justo que lleve al lector a descubrir la resolución del enigma. Que, a veces, como en las novelas de Maigret, puede implicar encontrar al verdadero culpable. Pero, en otras, como en las “novelas duras”, termina siendo hallar las culpas interiores en el fondo del vaso o en lo más íntimo de la vida misma.
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